La salud pública, una cuestión de todos

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El cuidado de la salud de la población es una tarea compleja en la que les cabe a los poderes públicos una función conductora, la que difícilmente realicen en forma adecuada sin una participación ciudadana, derivada de comprender cuánto está en juego para la sociedad y para cada uno de sus integrantes.

La salud se construye. Esto significa que casi todo lo que nos ocurre –o no nos ocurre– en materia de salud (y de enfermedad) dista mucho de provenir solo de inevitables fenómenos naturales. Es más bien el resultado de las interacciones de esos fenómenos con una acumulación de medidas, circunstancias y factores que podemos hasta cierto punto controlar.

Contar con agua potable, desagües, alimentación segura y saludable, vacunas y –cuando realmente hacen falta– antibióticos, acceso a atención médica programada y de urgencia, entre otras cosas, hace que, por lo menos para un sector extenso de nuestras sociedades, los trastornos de salud sean más esporádicos, más aislados o más episódicos, y que hayamos perdido hasta cierto grado el temor a las enfermedades infecciosas, que constituyeron por siglos una amenaza cierta para la humanidad.

Por otro lado, hoy los riesgos para la salud, lejos de disiparse, se han diversificado. No resultan tan visibles, pues configuran complejos entramados que operan en forma lenta o mediata, lo que los aleja en la percepción ciudadana de los factores que se describen habitualmente como determinantes de la salud.

Por ello, se considera que muchas de las actuales enfermedades, muertes y discapacidades son menos evitables o prevenibles. Su abanico incluye lesiones externas, dolencias cardiovasculares, distintos tipos de cáncer, abuso de sustancias lícitas (como alcohol o tabaco) e ilícitas, contaminación ambiental, etcétera. Sin embargo, en la mayoría de esos casos no nos encontramos frente a causas verdaderamente inevitables, sino que podrían en buena medida controlarse por medio de cambios de conductas de la sociedad y de medidas de los poderes públicos. En otras palabras, se requiere el diseño y la aplicación de políticas de Estado que apunten a la salud pública.

Traer estas reflexiones sobre la salud pública y sobre la organización de los sistemas de salud a los lectores de una revista de divulgación científica parte de nuestra convicción de que es necesario crear un interés ciudadano por esos temas, que normalmente se consideran asunto de expertos o de especialistas. Son cuestiones ubicadas en algún lugar de la interfase entre ciencia y política.

En sus orígenes en el siglo XVIII, el estudio y la gestión de la salud pública consistieron en un conjunto de saberes y acciones asociados con la tarea de gobierno y las políticas sociales. En el siglo XIX, estuvieron relacionados con el diseño o la remodelación de ciudades industriales sobrepobladas de migrantes. Desde principios del siglo XX, y en especial luego de la Segunda Guerra, fueron una parte necesaria de la organización del Estado, con ministerios específicos encargados de esa área de gestión.

Instrumental médico de alta tecnología.
Instrumental médico de alta tecnología.

Por los momentos históricos en los que surgió y por la influencia de la filosofía política de esas épocas, si bien la salud pública se constituyó en un campo pensado para mejorar la salud del pueblo, por lo común no buscó la participación de la gente. Fue parte de la acción y la legitimidad del Estado paternalista o benefactor, en el que se debe confiar y en cuyas acciones se puede descansar.

Observada en un ciclo largo, la salud pública ha enfrentado situaciones catastróficas, y también ha tenido éxitos considerables. Entre las primeras se cuentan las epidemias, que aún hoy aparecen, si bien en forma más ocasional o esporádica. Basta recordar las recientes epidemias de dengue y de gripe porcina en la Argentina para imaginar lo que habrán sido las epidemias que diezmaron la población de Europa en el siglo XIV, o las que en el siglo XIX arrasaron las ciudades industriales a ambos lados del Atlántico, entre ellas el cólera en Europa y la fiebre amarilla en América. La Argentina decimonónica también las tuvo, como fue la gran epidemia de fiebre amarilla que asoló Corrientes y luego Buenos Aires en 1871 e hizo estragos en la población urbana.

Entre los éxitos, vienen a la mente la lucha contra temibles enfermedades, como la viruela, la poliomielitis y tantas otras que hoy pueblan los nutridos calendarios de vacunación. Los antibióticos cambiaron el panorama de las enfermedades bacterianas; la antisepsia y los anestésicos extendieron las posibilidades de las intervenciones quirúrgicas. Hoy todo eso parece natural, como si hubiera estado disponible desde siempre.

Resulta obvio asociar salud pública con medicina. Aunque ambos campos de conocimiento y acción se complementan, a lo largo de la historia sus trayectorias no siempre fueron paralelas, y hasta en algunas ocasiones llegaron a estar enfrentadas. Tienen objetos de estudio e intervención diferentes, pues la salud pública dista de ser solo la suma de las condiciones de salud o de enfermedad de cada individuo de una sociedad.

Desde sus inicios, la salud pública se preguntó por qué algunas personas enferman y otras no. Cuando trató de responder la pregunta, además de tomar en cuenta la amplia variedad de factores individuales, advirtió que diferentes sectores sociales padecen problemas de salud distintos, muchos de los cuales crean diferencias inaceptables y hasta estigmatizantes.

Ello llevó a cuestionar si el Estado es el que mejor sabe lo que nos conviene en materia de salud. Desde hace algunas décadas muchos vienen concluyendo que no es así, y que se requiere una progresiva participación de la ciudadanía y de sus instituciones en el manejo de estas cuestiones para hacer realidad el complejo y elusivo concepto de derecho a la salud que se vino abriendo paso en ese período.

La salud pública apela a conocimientos de una amplia gama de disciplinas, desde ciencias de laboratorio como física, química o biología hasta estudios estadísticos, epidemiológicos y demográficos. Recurre a la medicina y la veterinaria lo mismo que a la farmacología humana y animal, requiere determinaciones ambientales sobre agua, suelo y aire, se ocupa de los alimentos. Sus decisiones políticas procuran sustentarse en conocimientos proporcionados por ciencias sociales como la sociología y la economía, y en el conocimiento de factores culturales. Se vale de las prácticas de la administración, de la política y de las relaciones internacionales.

Tal vez hubiera bastado decir que la salud pública constituye un campo interdisciplinario, pero ello no da idea de hasta qué punto la salud individual y la colectiva dependen de factores enormemente complejos. Esto queda bien ilustrado por el hecho de que existen fenómenos de salud que se propagan con velocidad sorprendente, al punto de que, en estos tiempos globalizados, un episodio sanitario ocurrido en cualquier lugar del planeta nos puede obligar a tomar inmediatas precauciones en estas tierras.

La tradición de la medicina incluye la convicción de que el médico es quien conoce qué resulta mejor para el paciente, es decir el concepto de la autoridad de los saberes profesionales, hoy cada vez más cuestionado en el contexto de la sociedad contemporánea. En esa tradición, ese concepto se hizo extensivo al manejo de la salud en gran escala, es decir, a la salud pública. En buena medida, la ciudadanía y aun la propia clase política tienden a permanecer ancladas en esa forma de ver, y otorgan a las políticas de salud cierto carácter de intangibilidad, apuntalado por la idea de que no es posible improvisar en un campo tan sensible, en el que equivocarse puede costar vidas humanas.

Material promocional de la Organización Panamericana de la Salud.
Material promocional de la Organización Panamericana de la Salud.

Por contraste, diversos agentes económicos intervienen –no siempre responsablemente– en la atención de la salud; operan en el marco de la lógica de mercado, cuyos resultados, en ausencia de reglas definidas por el Estado, conducen a que los servicios de salud concentren crecientes recursos en enfermedades poco frecuentes, mientras cada vez más personas se ven sin posibilidades de acceder a cuidados adecuados.

Cuando el costo de un bien o servicio queda fuera de la capacidad adquisitiva de un consumidor, este simplemente desiste de comprarlo y se dice que el mercado contribuyó a asignar recursos escasos entre los demandantes en competencia. Pero cuando el precio hace desistir de una prestación sanitaria, las consecuencias, que pueden ser muy razonables para el mercado, pueden resultar desastrosas para la salud individual e incluso para la colectiva.

El anterior razonamiento sobre la capacidad del mercado para asignar recursos vale para las situaciones técnicamente llamadas de competencia perfecta, pero el de la salud es uno de los mercados más imperfectos, es decir más alejados de cumplir con los requisitos teóricos de la competencia perfecta, entre otras cosas, por la asimetría de información entre quienes producen los servicios de salud y quienes los consumen. Se trata básicamente de un mercado en el que, a grandes rasgos, el consumidor no sabe lo que va a comprar, ya que incluso las transacciones económicas que realiza no parecen constituir una compra. Podríamos decir que siempre fue así, y que quizá por eso en el sector no se habla de precios sino de honorarios.

Otro factor que lleva a una inadecuada asignación de recursos por el mercado en materia de salud es el hecho de que las consecuencias de esta –o de la falta de ella–, igual que las de la educación, van más allá del individuo que las recibe, y afectan a todos. Es lo que los economistas llaman economías externas, algo que explica, entre otras cosas, que las vacunas sean obligatorias, y que se invierta en campañas masivas de medicina preventiva.

En el contexto explicado aparecieron los seguros de salud o sistemas de medicina prepaga. En ellos, una buena parte de las transacciones se realizan sin que el consumidor sepa lo que compra, y sin que perciba en sus erogaciones señales económicas sobre el costo de lo que consume. Los sistemas actuales siguen lo acontecido en los Estados Unidos a partir de mediados de la década de 1960, cuando aparecieron los seguros públicos de salud (Medicare y Medicaid) y el mundo financiero advirtió que el sector de cuidado de la salud podía proporcionar oportunidades de realizar inversiones de alta rentabilidad. Esto sería apenas una simple curiosidad si no fuera un modelo de negocios que se está expandiendo al mundo entero, incluso hoy a la seguridad social europea, y hace más necesario que nunca regular la acción comercial (y la privada sin fines de lucro, de tipo filantrópico o asociativo), y combinarla con un incremento de la inversión estatal.

Hoy el gasto anual en salud en los Estados Unidos es del orden del 18% de su PBI, casi el doble de lo que destina a ese propósito la Argentina. Ello coloca al sector estadounidense de salud entre los de mayor peso de la economía (y en consecuencia en el financiamiento de la política) de ese país. Es un modelo que, literalmente copiado, difícilmente sería viable entre nosotros, lo cual también muestra la necesidad de debate político para encontrar el camino que más nos convendría seguir, dado que muchos países obtienen mejores resultados con menor gasto por habitante.

La sociedad civil e incluso los políticos viven bastante ajenos a estos problemas, que parecen menores al lado de otros. En general no perciben el panorama completo porque sus variables aparecen separadas en la agenda mediática, si bien se conectan estrechamente fuera de la mirada del público.

Como algunos aspectos de la salud pública operan mejor por el camino de las decisiones centralizadas, en este momento se perciben en la Argentina significativos avances en materia legislativa, en campos como la salud sexual y reproductiva, la salud mental, el control del tabaco, la diabetes, la epilepsia, las discapacidades y otros. Suelen ser fruto de la actuación de bien organizados y altamente motivados grupos de interés. Al mismo tiempo, la consideración global o panorámica de los sistemas de salud y el rediseño de estos permanecen fuera de las preocupaciones de la sociedad y fuera de la agenda política.

Por otro lado, la salud de la población se ha visto fuertemente influida en el país por modificaciones sustanciales de los determinantes sociales, lo cual, traducido en términos prácticos, significa que se puede hacer mucho por ella desde fuera del sector, con iniciativas de desarrollo social, vivienda, cuidado del ambiente, redistribución del ingreso, etcétera. Pero los propios sistemas de salud tienen también su función en ese mundo de determinantes sociales.

El sector salud origina alrededor de un 10% del PBI argentino, una suma que debería resultar suficiente para obtener logros sanitarios superiores a los que tenemos. Las explicaciones sobre por qué no los alcanzamos se refieren casi siempre al carácter fragmentado del sistema, como si ello fuera fruto del azar y resultara imposible de revertir. Cuando se presentan propuestas para hacerlo, estas suelen exhibir una lógica económica más que política, una visión que enfatiza los subsidios y la capacidad de pago de las personas y no centra la mirada en el derecho a la salud de toda la población.

Las condiciones bajo las cuales el Estado puede garantizar el bien común dependen de las correlaciones de fuerza que pujan dentro y fuera de las estructuras del propio Estado. Cuando en un ámbito o sector la ciudadanía no está atenta, movilizada y organizada, este puede resultar cooptado por intereses particulares que forcejean dentro del Estado o fuera de él.

Está claro que los ciudadanos no pueden solventar laboratorios ni poner en duda cada medida sanitaria o cada innovación tecnológica. Pero resulta importante que una ciudadanía movilizada acceda a las fuentes de información que le permitan entender las posibles alternativas que enfrentan las políticas de salud.

El éxito o fracaso de estas dependerá fuertemente de crear un sistema que integre las leyes, los derechos conquistados y las fortalezca en una suerte de código sanitario o ley federal de salud, que organice los componentes del sistema bajo la rectoría del Estado. Para llegar allí, necesitamos empezar por un debate que esclarezca lo que está en juego y pueda abrir el camino a una tarea conjunta del Estado, con sus diversos niveles y poderes, y de los distintos actores de la sociedad, para que el cuidado de la salud sea efectivamente un derecho del que gocen todos.

Lecturas Sugeridas

AA.VV., 2009, Oxford Textbook of Public Health, Oxford University Press.

HEGGENHOUGEN K & QUAH SR, (eds.), 2008, International Encyclopedia of Public Health, Elsevier-Academic Press, Amsterdam-Boston.

ORGANIZACIÓN PANAMERICANA DE LA SALUD, 2012, Salud en las Américas, Washington DC, en http://www1.paho.org/saludenlasamericas/docs/sa-2012-resumen.pdf.

TURNOCK B, 2009, Public Health: What It Is and How It Works, Jones & Bartlett, Sudbury, Masachussetts.

Mario Rovere

Mario Rovere

Médico, UBA.
Decano, Departamento de Ciencias de la Salud, UNLAM.
[email protected]

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