Ciencia y seudociencia: ¿por qué todavía es importante distinguirlas?

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Ciencia, seudociencia y no ciencia

¿Deberían enseñarse en las universidades la homeopatía y la parapsicología? ¿Aceptaríamos que un maestro de escuela enseñe a sus estudiantes el creacionismo como alternativa a la teoría de la evolución? ¿O que la Tierra es plana? ¿Debería el Estado financiar con fondos públicos investigaciones en estos y otros pretendidos campos del saber? La respuesta habitual a estas preguntas, en la mayor parte del mundo, es negativa (al menos por ahora): estas disciplinas no deberían enseñarse ni financiarse porque son seudocientíficas y solo la ciencia proporciona el conocimiento legítimo que debe ser promovido y comunicado. Esta respuesta, por plausible que parezca, presupone la solución a un problema sumamente difícil: el de cuál es el criterio o conjunto de criterios que permite distinguir las ciencias de las seudociencias. Los filósofos de la ciencia llaman a esta cuestión el problema de la demarcación. Como veremos enseguida, este problema no admite ninguna solución simple y clara.

¿DE QUÉ SE TRATA?
¿Cómo se distingue la ciencia de la seudociencia? ¿Dónde debe trazarse la frontera? El problema de la demarcación está lejos de ser simple y todavía no tiene una solución general satisfactoria.

En la actualidad, y desde hace bastante tiempo, se acepta de manera generalizada que las mitologías, las religiones y las ideologías políticas no son ciencias ni pueden serlo. Tampoco pretenden ya presentarse como tales. Lo mismo puede decirse de las artes y las técnicas, desde la poesía y la pintura hasta la producción artesanal de instrumentos musicales. En tanto las ideologías religiosas o políticas, las artes y las técnicas no pretendan tener un carácter científico (cosa que en el pasado ocurrió en muchas ocasiones, como lo muestra el caso del supuesto ‘socialismo científico’), no se produce conflicto alguno entre ellas y la ciencia. El caso de las llamadas seudociencias, en cambio, es mucho más problemático porque, de una manera u otra, estas se posicionan en los márgenes de la ciencia y, de hecho, comparten algunos rasgos de las prácticas científicas reconocidas, como ocurre por ejemplo con la medicina homeopática y las llamadas terapias alternativas. Además, reclaman para sus conocimientos y prácticas un carácter científico y, en algunos casos, pretenden reemplazar el conocimiento científico aceptado y ocupar un lugar en la enseñanza establecida y en los medios de comunicación.

La seudociencia debe distinguirse a la vez de la no ciencia y de la mala ciencia, lo cual complica, sin duda, el problema de trazar límites bien definidos entre estos dominios. La cuestión, además, debe plantearse en su contexto histórico, es decir, respecto del estado del conocimiento y las prácticas que en un momento dado se consideran parte de la ciencia. La noción misma de ciencia es de carácter histórico y no existe, tal como la entendemos hoy, hasta bien avanzada la Edad Moderna. De hecho, el propio término ‘ciencia’ no tiene un uso establecido en las lenguas europeas hasta comienzos del siglo XIX. Lo mismo ocurre con los nombres de las diferentes disciplinas que hoy consideramos científicas. Isaac Newton, por ejemplo, no se llamaba a sí mismo ni ‘científico’ ni ‘físico’ (ya que esos términos no existían en su época), sino ‘filósofo natural’. Por lo demás, tomaba muy en serio a la alquimia y realizó toda clase de experimentos en ese campo. En la antigüedad, la astrología era una disciplina reconocida como conocimiento genuino, como una aplicación aceptable de la astronomía. En la Edad Media, la teología se consideraba la forma superior de conocimiento y el título de doctor en teología era el máximo que concedían las universidades europeas. Todavía a comienzos del siglo XVII, Johannes Kepler no solo realizaba horóscopos, sino que defendía con todo detalle el carácter científico de la astrología. Menos de un siglo después, la astrología no formaba parte de la competencia de los astrónomos profesionales, que ya no la tomaban en serio. Sin embargo, la astrología perdura hasta nuestros días, fuera de los márgenes de la ciencia, mientras que la teología todavía constituye una carrera en muchas universidades de Europa.

Ante todo, es necesario revisar el alcance que se concede al propio término ‘ciencia’. El núcleo duro al que se aplica lo constituyen las ciencias exactas y naturales, cuyo estatus científico raramente se cuestiona. De hecho, en lengua inglesa el término science tiene este significado estrecho. Luego se distinguen las ciencias sociales, cuyo rigor y cientificidad han sido objeto de muchas controversias, y, finalmente, las humanidades (como la historia, la filosofía y los estudios literarios, entre otras), que frecuentemente no se consideran ciencias. En un sentido amplio, el que tiene el término alemán Wissenschaft, se llama ciencias a todas las anteriores. El problema de la demarcación debe plantearse sobre la base de este sentido amplio, ya que no sería razonable considerar seudociencias a las ciencias sociales y a las humanidades. En todo caso, algunas podrían considerarse protociencias, es decir, ciencias todavía poco desarrolladas. Hasta comienzos del siglo XX, la cosmología, hoy una rama indiscutible de las ciencias físicas, era apenas una protociencia. La alquimia, hasta el siglo XVIII, también puede considerarse una protociencia, antecesora de la química científica.

Manuscrito de Isaac Newton sobre la preparación del mercurio [Sophick] para la piedra [filosofal]. Instituto de Historia de la Ciencia. Filadelfia. digital.sciencehistory.org/works/cf95jc09d.

Una vez delimitado el alcance del concepto de ciencia, la seudociencia debe distinguirse de la mala ciencia. Cuando se dice que la parapsicología es una seudociencia, no quiere decirse que sea una mala psicología. Las prácticas científicas en disciplinas reconocidas, como la biología, están llenas de ejemplos de mala ciencia, como el fraude, el plagio o la trivialidad. Pero nada de eso se considera seudociencia, sino, en todo caso, una mala praxis científica, que debe ser desenmascarada y castigada (como ocurre, por ejemplo, con la falsificación de datos). En algunos casos, la diferencia puede no estar clara: el psicoanálisis se ha presentado a veces como un ejemplo de mala ciencia y otras, como un paradigma de seudociencia. En principio, sin embargo, una práctica que resulta metodológicamente inaceptable de manera sistemática debería considerarse como seudociencia, no solo como mala ciencia. Una seudociencia no es mala ciencia, sino una disciplina o práctica que se considera no científica pero que se presenta como si lo fuera. El problema es, entonces, cómo identificar a las disciplinas propiamente científicas.

Las dificultades de la demarcación

La demarcación entre ciencia y seudociencia, si bien tiene antecedentes que se remontan a la antigüedad, es un problema característico del siglo XX. Durante las primeras décadas de ese siglo, muchos filósofos de la ciencia consideraron que la demarcación entre el conocimiento científico y el no científico era un problema de la mayor importancia. Se trataba de encontrar un criterio preciso que permitiera distinguir a las ciencias empíricas de las formas de conocimiento no científico, como la metafísica, el mito, la religión y otras. El criterio debía proporcionar condiciones necesarias y suficientes de la cientificidad, de modo que su aplicación no dejara zonas grises que separaran a la ciencia de la no ciencia. La empresa enseguida encontró dificultades hasta ahora insuperables.

La verificabilidad no puede ser el criterio buscado, ya que el conocimiento científico no es conocimiento verificable. Por razones puramente lógicas, las teorías científicas no pueden ser verificadas, esto es, ningún conjunto finito de datos puede probar que una teoría sea verdadera. Las teorías que contienen enunciados universales irrestrictos, como las leyes de la física, no son verificables. A lo sumo, toda la evidencia disponible en un momento dado puede confirmar una teoría dada, hacerla altamente probable o creíble, pero no verdadera. La teoría de la relatividad especial, por ejemplo, es una teoría altamente confirmada que ha pasado con éxito las pruebas experimentales más exigentes. Con todo, eso no demuestra que sea verdadera, ya que en el futuro podría resultar refutada por algún experimento todavía no imaginado. Nunca podremos saber que esa, ni ninguna otra teoría, es verdadera.

Como es bien conocido, Karl Popper propuso la falsabilidad como criterio de demarcación que debían satisfacer las ciencias empíricas. Una teoría se consideraba falsable si resultaba incompatible con al menos alguna observación o experiencia o, dicho de modo más preciso, si prohibía la ocurrencia de algún evento físico (que, en caso de ocurrir, refutaría la teoría en cuestión). Las ciencias formales, como la matemática, quedaban exceptuadas del alcance de ese criterio, ya que se distinguían por el carácter analítico de sus enunciados. El criterio de Popper, de acuerdo con su autor, llevaba a la conclusión de que el psicoanálisis y el marxismo, sus ejemplos favoritos, no eran ciencias, ya que resultaban infalsables por principio. Pero el criterio parecía tener también consecuencias no deseadas porque declaraba no científicas a teorías muy exitosas como la teoría de la evolución de Charles Darwin y la mecánica cuántica, o cualquier teoría probabilista. Las teorías probabilistas son aquellas que no predicen la ocurrencia de un cierto tipo de evento en determinadas condiciones iniciales, sino solo la probabilidad de que dicho evento ocurra en tales condiciones. Los enunciados probabilistas de esta clase no tienen contraejemplos, por lo que no resultan refutables. Por otra parte, algunas seudociencias, como la astrología o el terraplanismo, hacen afirmaciones que en principio son falsables (y muchos consideran de hecho falsadas), lo cual les concedería el estatus de ciencia. La falsabilidad, por sí sola, no puede ser ni una condición necesaria ni una condición suficiente de la cientificidad. El criterio de falsabilidad todavía es muy popular entre muchos científicos, pero los epistemólogos y filósofos de la ciencia lo han descartado hace tiempo, al menos como criterio único de demarcación.

Otros criterios alternativos tampoco han tenido éxito en demarcar la ciencia de la seudociencia. Por ejemplo, no es posible caracterizar a las seudociencias como aquellas que hacen afirmaciones que son incompatibles con el conocimiento científico aceptado. En primer lugar, porque ese criterio ya supone la identificación del propio conocimiento científico. En segundo lugar, porque la ciencia no constituye un todo coherente y sistemático. En toda disciplina científica suelen coexistir teorías rivales que son mutuamente incompatibles, como las teorías corpuscular y ondulatoria de la luz, las teorías lamarckiana y darwiniana de la evolución o la teoría del Big Bang y la del estado estable, para mencionar solo algunos ejemplos del pasado. Además, existen teorías que no son rivales, pero que se sabe que son incompatibles, como la teoría cuántica y la relatividad general, las cuales, sin embargo están muy bien confirmadas en sus respectivos dominios de aplicación.

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Tampoco es posible caracterizar a las seudociencias como aquellas que emplean métodos de investigación no científicos. Nuevamente, ese criterio presupone que ya se han identificado los métodos científicos. Además, no parece que exista (o, al menos, todavía no se ha identificado) ningún método que sea común a todas las ciencias. Esto es evidente en el caso de la matemática, cuyos resultados no están sujetos a contrastación mediante observaciones o experimentos, como los de las ciencias naturales. Los métodos de la física teórica y de la psicología experimental difieren en gran medida. Por otra parte, en una misma disciplina científica se emplean métodos muy diferentes: un genetista de poblaciones que elabora modelos matemáticos o simulaciones computacionales sobre la frecuencia de un gen y un etólogo que realiza trabajos de campo observando la conducta de una comunidad de chimpancés hacen uso de métodos tan distintos que parecen tener poco en común. Sin duda, algunas seudociencias comparten aspectos metodológicos con algunas disciplinas científicas. El problema es, entonces, determinar cuántas y cuáles propiedades metodológicas son necesarias y/o suficientes como para que una disciplina sea considerada científica. La respuesta no es sencilla, ya que, dado que no todas las ciencias comparten los mismos métodos, cualquier lista de criterios metodológicos corre el riesgo de excluir algunas ciencias reconocidas o de incluir algunas seudociencias. Por lo demás, no hay todavía acuerdo entre los expertos acerca de tales criterios.

Podría decirse que todas las ciencias adoptan ciertas normas metodológicas generales como ‘seguir los dictados de la razón’ o ‘contrastar sus afirmaciones mediante la experiencia’. Pero esas normas son demasiado generales y vagas como para constituir un método que distinga a las ciencias de las seudociencias. Muchos seudocientíficos alegarían que aceptan estas normas y que, de hecho, las aplican (y, en algunos casos, eso puede ser cierto). Por otra parte, ¿cuáles son los dictados de la razón que deberían seguirse? ¿Cómo deberían contrastarse las afirmaciones mediante la experiencia? Solo si se responden detalladamente estas preguntas puede decirse que se dispone de un método. Pero, lamentablemente, no hay consenso entre los especialistas acerca de ese punto y, por consiguiente, tampoco acerca de la existencia de un método que pudiera funcionar como criterio de demarcación único.

Tampoco la mera confirmación de las predicciones puede considerarse un criterio de demarcación adecuado. Muchas teorías científicas fueron aceptadas sin que sus principales predicciones novedosas hubieran sido confirmadas. La relatividad especial proporciona un buen ejemplo. La comunidad de los científicos de Alemania la aceptó tempranamente, hacia 1915, cuando ninguna de las principales predicciones originales de esa teoría había sido confirmada (en otros países, como Francia, la aceptación fue mucho más tardía). La evidencia experimental que confirmó el retardo de los relojes en movimiento, por ejemplo, recién se obtuvo en la década de 1960, mientras que la contracción de la longitud de un objeto macroscópico (como una varilla) en la dirección de su movimiento todavía no ha podido ser medida. La confirmación es una cuestión de grado: algunas teorías científicas están altamente confirmadas, mientras que otras lo están mucho menos. Resultaría, por tanto, muy arbitrario determinar un umbral de confirmación como criterio de cientificidad, lo cual excluiría a una gran parte de la ciencia actual, sobre todo en la vanguardia de la investigación, cuando la evidencia confirmatoria todavía suele ser escasa. Por otra parte, algunas disciplinas consideradas seudocientíficas, como la astrología o la homeopatía, han hecho al menos algunas predicciones que resultaron confirmadas.

En la actualidad nadie cree que un único criterio pueda demarcar a las ciencias de las seudociencias, ya que no parece haber una propiedad característica que todas las ciencias, y solo ellas, tengan en común. Una estrategia alternativa sería apelar a una multiplicidad de criterios, que, en su forma más estricta, se presentarían mediante una lista en la que cada uno es una condición necesaria y todos juntos una condición suficiente de la cientificidad. La dificultad con esta estrategia es que nadie ha encontrado ese conjunto de criterios. Si se lo intenta tomando como modelo una ciencia bien desarrollada, como la física, se corre el riesgo de obtener un criterio demasiado estrecho que excluya a buena parte de las ciencias, incluso de las naturales. Por ejemplo, si se considera que una condición necesaria de la cientificidad es formular leyes generales cuantitativas, expresables mediante una ecuación o conjunto de ecuaciones, como, por ejemplo, las leyes de Newton para la mecánica o las leyes de Maxwell para la electrodinámica, entonces, ni la biología evolutiva ni la medicina o la psicología deberían ser consideradas ciencias, por no hablar de las ciencias sociales.

Muerte y resurrección del problema de la demarcación

El fracaso reiterado en la búsqueda de un criterio estricto de demarcación entre la ciencia y la seudociencia llevó a muchos a adoptar una actitud escéptica respecto de la cuestión. Con el tiempo, los filósofos de la ciencia, sobre todo desde la década de 1960, abandonaron el problema de la demarcación e incluso algunos, como Larry Laudan, lo declararon muerto en la década de 1980. Ese diagnóstico, sin duda, resultó prematuro. El problema de la demarcación, sobre todo entre ciencias legítimas y seudociencias, ha vuelto a resurgir con fuerza en el siglo XXI, no solo entre los filósofos, sino también entre los propios científicos. Hay varias razones importantes que explican esa resurrección.

En primer lugar, las creencias no científicas, como las mitologías religiosas, nunca han dejado de existir, pese a las ilusiones positivistas de muchos científicos y filósofos. Seguramente, las creencias metafísicas, místicas y religiosas seguirán coexistiendo con el conocimiento científico, ya que parecen satisfacer necesidades humanas profundas, como la de disponer de certezas acerca de nuestro origen y destino (algo que la ciencia, al menos en su estadio actual de desarrollo, no puede proporcionar). En la práctica, la mayor parte de la humanidad guía sus vidas mediante creencias no científicas de esta clase. En principio, tales creencias no constituyen un problema para la ciencia en tanto queden reservadas al dominio de la subjetividad de cada creyente. No obstante, se plantea un problema y una amenaza para la ciencia cuando ciertas hipótesis, basadas en creencias y doctrinas religiosas, pretenden erigirse en rivales genuinas de la ciencia, como ocurre con el creacionismo, apenas disimulado bajo el rótulo aparentemente más neutral de ‘teoría del diseño inteligente’.

Otra razón la constituye la reciente proliferación de toda clase de movimientos y disciplinas organizadas que sostienen tesis contrarias o incompatibles con la ciencia vigente, como el terraplanismo o las terapias alternativas, que pretenden competir con el conocimiento científico establecido o incluso desplazarlo. Esas son las que se llaman con mayor propiedad seudociencias. La persistencia de las seudociencias plantea una diversidad de problemas prácticos y concretos, que están muy lejos de ser cuestiones abstractas o teóricas reservadas a los filósofos o a las comunidades científicas. Uno de ellos es el de la financiación de la investigación, sobre todo en países de escasos recursos. ¿Deberíamos admitir que los organismos estatales y fundaciones científicas financien proyectos de investigación sobre disciplinas que se consideran seudocientíficas? Otro problema, más importante aún, es el de la educación. ¿Aceptaríamos que las escuelas públicas enseñen esas disciplinas? ¿O que los medios de comunicación las difundan? Se trata de cuestiones de plena actualidad con profundas implicaciones políticas, económicas y sociales.

Una tercera razón, más interna a la ciencia, es la proliferación de teorías altamente especulativas que parecen, hasta el momento al menos, empíricamente incontrastables: las teorías de supercuerdas en espacios de más de tres dimensiones, la cosmología de los universos múltiples (multiverse) y la interpretación de los muchos mundos (many worlds) de la mecánica cuántica son los ejemplos más evidentes. Se trata de un problema relativamente nuevo, el de distinguir en el interior de la propia ciencia entre las teorías puramente especulativas y las teorías bien establecidas por la evidencia disponible. ¿Deberían estas teorías considerarse como protocientíficas, o incluso como ciencia marginal, hasta que se disponga de alguna evidencia nueva que las confirme? Si no se exige evidencia experimental para aceptar estas teorías especulativas, ¿por qué debería exigírsela a las seudociencias?

¿Cómo debería defenderse la ciencia?

Un problema acuciante en la actualidad es el de la defensa de la ciencia frente a la proliferación de movimientos seudocientíficos y actitudes anticientíficas. ¿Cuál debería ser la estrategia más adecuada para defender a la ciencia de las pretensiones de legitimación de las seudociencias? Esta cuestión tiene particular importancia, ya que, de hecho, las estrategias puramente académicas parecen haber tenido escaso resultado; los numerosos libros eruditos y sofisticados escritos por científicos y filósofos contra el programa creacionista no parecen haber hecho mella alguna en las creencias de los creacionistas ni impedido la difusión organizada de la ‘teoría del diseño inteligente’. Los defensores de la ciencia, sin duda, deben replantearse sus estrategias. Insistir en el carácter evidentemente hipotético, provisorio e incierto del conocimiento científico, al que Bertrand Russell llamaba ‘un escepticismo organizado’, en ocasiones parece ser contraproducente e incluso alentar a los partidarios de las seudociencias. Pero tampoco se puede caracterizar, dogmáticamente, el conocimiento científico como un conjunto de verdades establecidas, ya que no solo no puede probarse la verdad de ninguna teoría científica, sino que tenemos abundantes ejemplos de teorías bien confirmadas en su momento que hoy han sido abandonadas o reemplazadas (como la astronomía geocéntrica de Ptolomeo). La estrategia de ignorar (o ‘cancelar’) las seudociencias tampoco es recomendable, ya que permite a sus defensores alegar que no han sido refutados y hasta defenderse afirmando que los científicos los ignoran porque en realidad no tienen argumentos que los refuten. Lo más efectivo es someter las seudociencias a un examen epistemológico riguroso que haga explícitas sus fallas y debilidades empíricas, teóricas y metodológicas.

Conclusión

En general, puede decirse que en nuestros días tiende a aceptarse la idea de que los límites entre ciencia, seudociencia y no ciencia son a la vez borrosos y permeables. Si se comparan las prácticas científicas y las seudocientíficas, en vez de las normas de unas y las prácticas de las otras, la diferencia entre ciencia y seudociencia se vuelve más bien una cuestión de grado que de género. Entre las ciencias y las seudociencias existe una región que puede llamarse propiamente ciencia marginal. Dado el carácter abierto y dinámico de la ciencia, la búsqueda de condiciones necesarias y suficientes de la cientificidad no parece en absoluto prometedora. Cualquier conjunto de criterios de esta clase probablemente quede obsoleto en poco tiempo a causa del propio desarrollo del conocimiento. No obstante, el hecho de que la frontera entre las ciencias y las seudociencias sea borrosa no implica la eliminación de la distinción entre ellas. La demarcación habrá cumplido su tarea si los dos conceptos son elucidados de manera suficientemente precisa como para identificar ejemplos incuestionables de ciencia y ejemplos incuestionables de seudociencia. En las fronteras habrá casos dudosos, donde será necesario apelar a decisiones convencionales, motivadas por la conveniencia en cada situación particular. Pero, en cualquier caso, la demarcación es indispensable para determinar qué debe investigarse, enseñarse y comunicarse a la sociedad. 

LECTURAS SUGERIDAS

HANSSON SO, 2020, ‘How not to defend science: A decalogue for science defenders’, Disputatio. Philosophical Research Bulletin, 9: 1-29.

MCINTYRE L, 2019, The Scientific Attitude: Defending science from denial, fraud, and pseudoscience, The MIT Press, Cambridge.

PIGLIUCCI M & BOUDRY M (eds.), 2013, Philosophy of Pseudocience: Reconsidering the demarcation problem. The University of Chicago Press, Chicago.

Doctor en filosofía, UBA.
Investigador independiente del Conicet.
Profesor adjunto, FFYL, UBA.

Alejandro Cassini
Doctor en filosofía, UBA. Investigador independiente del Conicet. Profesor adjunto, FFYL, UBA.
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