Economía del cambio climático

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El análisis económico ayuda a entender por qué se sigue emitiendo gases de efecto invernadero y qué caminos serían más viables para morigerar esas emisiones.

En el centro del debate sobre el cambio climático hay dos hechos indiscutibles. El primero es que ciertos gases de la atmósfera, que son transparentes a la luz visible, impiden el paso de la radiación infrarroja de onda más larga. Conocidos como gases de efecto invernadero, el más importante es el dióxido de carbono (CO2), pero también tienen esas características el vapor de agua, el metano, el óxido nitroso y los clorofluorocarbonos. La radiación solar los atraviesa sin obstáculos y calienta la superficie de la Tierra, la cual entonces emite calor en forma de radiación infrarroja de onda larga. Si la atmósfera no poseyera gases de efecto invernadero, la mayor parte de esa energía escaparía hacia el espacio. El segundo hecho es que la presencia de gases de efecto invernadero ha ido aumentando en la atmósfera durante los últimos dos siglos.

Considerable incertidumbre científica hace difícil determinar con precisión cuánto calentamiento resulta del aumento de la concentración de dichos gases en la atmósfera y cómo afecta a las diferentes regiones y ecosistemas de nuestro planeta. A pesar de ello, como lo dice el último informa del IPCC, se puede afirmar que el calentamiento en el sistema climático es inequívoco, y muchos de los cambios observados desde la década de 1950 no han tenido precedentes en los últimos decenios a milenios. En otros artículos publicados en este número, lo mismo que en los aparecidos en números anteriores citados en la página 29, encontrará el lector amplia información sobre este tema.

Anticipar qué sucederá en el futuro presenta también complicaciones, pues además de ser la consecuencia de los factores físicos que determinan el clima, la situación dependerá de cómo crezcan la población y la economía mundiales, igual que de las tendencias tecnológicas que determinen la eficiencia del uso de energía y de la proporción de fuentes de las que esta se obtenga que emitan gases de efecto invernadero con relación a las que no los emitan.

Estudios serios, como los realizados por William Nordhaus, de la Universidad de Yale, han estimado que los daños económicos causados por el cambio climático alcanzarían al final del siglo XXI el orden del 2,5% de la producción mundial por año si nada se hiciera al respecto. Además, esos daños se concentrarían principalmente en regiones de bajos ingresos, como el África tropical y la India. Aunque algunos países podrían beneficiarse del cambio climático, es probable que haya significativos trastornos en muchos debidos a huracanes, inundaciones o sequías, lo mismo que en puertos y costas marinas y de ríos.

Análisis económico

En términos técnicos, se dice que las emisiones de gases de efecto invernadero generan externalidades negativas, porque quienes los emiten –sean individuos, empresas o naciones– no son los únicos que soportan las consecuencias de sus acciones. En otras palabras, las emisiones tienen un costo privado (que se llama el costo interno del emisor) y un costo social que incluye el costo externo, nombre que se da al que recae sobre otros. Como quien toma la decisión de emitir solo considera el primero, las emisiones colectivas, económicamente hablando, son mayores que lo socialmente óptimo.

Una situación similar se produce con los esfuerzos por mitigar las emisiones, que generan externalidades positivas, nuevamente porque quienes los hacen –sean individuos, empresas o naciones– no son los únicos que reciben sus consecuencias beneficiosas, pero sí los únicos en soportar sus costos. En consecuencia, se hacen menos esfuerzos de mitigación que los socialmente óptimos.

El remedio natural para lo anterior es incrementar el costo privado de las emisiones, de modo similar al incremento mediante impuestos del costo privado de los cigarrillos, cuyo consumo configura una situación semejante. De hecho, un aumento del costo privado sería triplemente beneficioso: induciría a los consumidores a reducir la demanda de bienes y servicios cuya producción genere grandes cantidades de emisiones, incentivaría a los productores a sustituir insumos fabricados por procesos que requieran grandes cantidades de emisiones por otros más limpios, e impulsaría la investigación y el desarrollo de nuevos productos y procesos que den lugar a menor cantidad de emisiones. El sistema de precios es el método más eficiente para transmitir esta información a los agentes económicos.

De la misma manera, el remedio natural para promover la mitigación es reducir el costo privado de hacerlo, de la misma manera que se subsidian consumos como vacunas o la educación mediante subsidios y hasta la provisión gratuita, porque sus beneficios exceden al individuo y se extienden al resto de la sociedad.

Si miramos la reducción de emisiones desde el punto de vista de los países, podremos advertir cómo opera lo anterior. Los beneficios de la mitigación son disfrutados por todos ellos, independientemente de los esfuerzos que pueden hacer por reducir las suyas. En cambio, los costos de esos esfuerzos recaen sobre las naciones que los emprenden y solo sobre ellas. Esto lleva a las circunstancias conocidas en la teoría de juegos como el dilema del prisionero. En otras palabras, dado que en una primera aproximación cada país considera que solo le convendría reducir sus emisiones si los demás también lo hacen, ninguno comienza a hacerlo unilateralmente.

En concordancia con lo anterior, la solución propuesta al dilema por los economistas dedicados al estudio del cambio climático, como el mencionado Nordhaus o Richard Tol, de la Universidad de Sussex, es establecer un impuesto armonizado para todos los sectores y todos los países, cuya tasa fuera creciendo en el tiempo, junto con fuertes incentivos al desarrollo de nuevas tecnologías y procesos que produzcan menos emisiones.

Medidas de este tipo se han comenzado a tomar en forma restringida y parcial, porque hay escollos que entorpecen su aplicación generalizada, los que también obstaculizan realizar de modo coordinado y simultáneo un esfuerzo del que todos participen. En primer lugar, se prevé que los daños debidos al cambio climático no se distribuyan en forma homogénea alrededor del planeta. Incluso, un moderado aumento de la temperatura media de la Tierra (digamos, de entre 1 y 2°C) beneficiaría a algunos países, en los que, por ejemplo, tierras actualmente infértiles se volverían aptas para el cultivo. La mayoría de estos beneficios se concentrarían en países ricos como Canadá, Finlandia o Rusia, donde las emisiones per cápita son más elevadas que en los países de ingreso más bajo.

En segundo lugar, no es mucho lo que se ha avanzado en incentivar a los países a reducir sus emisiones. Si bien es cierto que no se puede obligarlos a hacerlo, hay antecedentes de la creación de mecanismos que les hacen costoso mantenerse al margen de participar, como lo muestran los acuerdos internacionales celebrados en la órbita de la Organización Mundial de Comercio. Pero esos mecanismos aún no se han puesto en marcha, aunque podría comenzarse a aplicarlos a partir de las resoluciones de la conferencia de París (véase en este mismo número la nota de Vicente Barros ‘La Argentina y el acuerdo internacional sobre cambio climático’). El tratado de Kyoto, de 1992, no estableció sanciones para los países que no lo ratifiquen, ni beneficios para los que logren reducir sus emisiones. De hecho, países con elevados niveles de emisión de gases de efecto invernadero, como los Estados Unidos, no ratificaron el tratado ni alcanzaron las metas fijadas en él, y no sufrieron ninguna consecuencia por ello.

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En adición, el volumen de emisiones y la cantidad de ellas por habitante difieren de país en país, lo mismo que la capacidad de reducirlas. Las naciones en desarrollo son las que menos gases de efecto invernadero emiten (aunque sus emisiones son las que más rápido crecen en estos momentos). China e India emiten cantidades considerables, pero sus emisiones per cápita son mucho menores que las de los países desarrollados. Y por último, las naciones en desarrollo consideran injusto no poder aprovechar los combustibles fósiles baratos para sacar de la pobreza a su población, como pudieron hacer en su momento los actuales países desarrollados.

El último punto se vincula con una falencia de las políticas señalada por Dieter Helm, de la Universidad de Oxford: el protocolo de Kyoto establece bajas en la producción de carbono, en lugar de reducciones en su consumo. Si este fuera el caso, la mayor responsabilidad en la reducción de gases de efecto invernadero recaería en los países industrializados, mientras que con el actual mecanismo estos podrían disminuir sus emisiones simplemente trasladando la producción de bienes a los países en desarrollo.

Cambio tecnológico

El avance tecnológico puede contribuir a reducir la emisión de gases de efecto invernadero de dos formas. La primera es realizar mejoras de los procesos productivos o en las formas de consumo que permitan incrementar su eficiencia y así utilizar menos energía para producir y utilizar los bienes y servicios requeridos, que es el camino que en lo inmediato ofrece las mejores oportunidades; de hecho en la última década se han hecho considerables avances en esta materia. La segunda es el diseño de sistemas que permitan reemplazar los combustibles fósiles por fuentes de energía que no emitan dichos gases.

El cambio a las fuentes energéticas alternativas presenta promesas en un plazo más largo, pero enfrenta varias dificultades. Ante todo, la energía producida aprovechando fuentes renovables −como la solar o la eólica (véanse los artículos sobre esas energías en el número 147 de Ciencia Hoy)− es actualmente mucho más costosa que la producida recurriendo a las fuentes tradicionales. Los incentivos económicos necesarios para compensar esa diferencia de costo significarían una carga demasiado alta para todos los países. Además, ninguna de las tecnologías usadas para aprovechar esas fuentes ha sido aún desplegada en gran escala y, de hecho, todavía no están dadas las condiciones para que ello suceda. Por otro lado, nuevas energías renovables con rasgos atractivos, como la solar o la eólica, tienen como gran inconveniente su intermitencia. La energía nuclear, que no es intermitente y se encuentra en un estado avanzado de desarrollo, es vista con temor por gran parte de la población de los países desarrollados, por lo que muchos de ellos han decidido frenar la construcción de nuevas centrales nucleares e incluso cerrar las existentes, lo cual limita las opciones viables.

Como se aprecia, se necesita avanzar en el desarrollo de tecnologías que permitan recurrir a fuentes de energía que no produzcan gases de efecto invernadero, y ello significa invertir dinero para hacerlo. Esas inversiones, como cualquier otra, obedecen a una lógica económica y enfrentan las externalidades que comentamos al inicio. En ausencia de mecanismos restrictivos o compensatorios, sus beneficios quedan a disposición de todos los que quieran usar la tecnología y no pagaron el costo de desarrollarla, es decir, proporcionan beneficios sociales por encima de los privados que motivan a quien realiza la inversión. Por otro lado, también en ausencia de incentivos o mecanismos compensatorios, el costo de emitir gases de efecto invernadero es menor que el costo social de esas emisiones, lo cual no induce a las empresas a buscar nuevas tecnologías, es decir, a innovar.

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Se puede concluir de los párrafos anteriores que una manera de sortear estos problemas es disminuir el costo de la investigación y el desarrollo de tecnologías limpias mediante subsidios, y aumentar el de las emisiones por impuestos, en coincidencia con las citadas ideas de Nordhaus y Tol. El economista Daron Acemoglu, de origen turco, profesor del Massachusetts Institute of Technology, publicó con tres colegas de otras universidades en la American Economic Review, en 2012, un estudio técnico citado entre las lecturas sugeridas que corrobora lo anterior. Se trata del análisis realizado mediante un modelo matemático de la producción de un bien para el que se requieren dos insumos, uno de los cuales daña el ambiente al ser utilizado. El modelo indica que la investigación se concentrará en el insumo con mayores ventajas por el tamaño de su mercado y por su precio, que en el mundo actual sería el insumo contaminante.

El mismo modelo muestra también que tanto los impuestos a las emisiones como los subsidios a la investigación son necesarios para dirigir la inversión hacia el sector que produce insumos con bajos efectos ambientales adversos, pero solo hasta el momento en que el retorno del capital invertido sea mayor que el de la inversión en el sector tradicional o ambientalmente sucio. Este resultado cobra mayor validez cuanto más sustituibles sean los insumos. Sin embargo, en simulaciones realizadas como parte del trabajo, los autores concluyen que aun si los insumos fueran altamente sustituibles, la transición hacia el uso casi exclusivo de insumos limpios demorará aproximadamente setenta años. Una conclusión clara, entonces, es que cualquier retraso en tomar medidas beneficia la inversión en el desarrollo de los sectores tradicionales, por lo que el costo de revertir la situación aumenta.

Mitigación y adaptación

La mitigación y la adaptación son los dos elementos básicos para lidiar con el cambio climático. La mitigación consiste en acciones que ayudan a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero o a incrementar su captura de la atmósfera. Adaptación significa anticipar y compensar los efectos del cambio climático. Las medidas que cada país decida aplicar en la materia dependerán de sus costos y beneficios relativos en el contexto de la economía del país.

Reducir la tasa de aumento del CO2 atmosférico sería un camino menos efectivo en Latinoamérica y el Caribe, pero más efectivo, por ejemplo, en los Estados Unidos. Esto sugiere que las estrategias óptimas pueden diferir entre países, y que los que más emisiones producen podrían optar por políticas distintas que aquellos que emiten menos.

El autor ha participado en estudios comparativos sobre el efecto de gastos en mitigación y adaptación en economías ambientalmente grandes, medianas y pequeñas. Los resultados obtenidos llevan a pensar que las economías pequeñas tenderán a concentrar los esfuerzos que puedan hacer en adaptación. A pesar de que las grandes podrían gastar tanto en mitigación como en adaptación, probablemente lo hagan más en la primera. Si las economías pequeñas no logran gastar lo suficiente en adaptación, aun menos lo podrían hacer en mitigación, salvo que reciban asistencia o sean de alguna forma incentivadas por los países ricos.

Lecturas Sugeridas

ACEMOĞLU D, et al., 2012, ‘The environment and directed technical change’, The American Economic Review, 102, 1, 131. Accesible en http://economics.mit.edu/ files/8076.

CHISARI O y GALIANI S, 2010, Climate Change: A research agenda for Latin America and the Caribbean, Banco Interamericano de Desarrollo, TN-164.

CHISARI O, GALIANI S y MILLER S, 2015, ‘Optimal climate change adaptation and mitigation expenditures in environmentally small economies’. Accessible en http://www.cid.harvard.edu/Economia/Forthcoming%20papers/Climate%20Change%20in%20Small%20Economies%20(final).pdf

HELM D & HEPBURN C, 2009, The Economics and Politics of Climate Change, Oxford University Press.

NORDHAUS W, 2008, A Question of Balance: Weighing the options on global warming policies, Yale University Press, New Haven CT. Accesible en http://www.econ. yale.edu/~nordhaus/homepage/Balance_2nd_proofs.pdf

TOL R, 2010, ‘Carbon dioxide mitigation’, en LOMBORG B, Smart Solutions to Climate Change. Comparing costs and benefits, Cambridge University Press.

Sebastián Galiani

Sebastián Galiani

Doctor (DPhil) en economía, Universidad de Oxford. Profesor de economía, Universidad de Maryland. Investigador asociado, National Bureau of Economic Research, Estados Unidos.

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