El gen altruista

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Al cabo de todos los siglos transcurridos desde que la humanidad hace ciencia, nos hemos percatado de que aplicar la perspectiva humana a la problemática biológica suele conducir a severos errores conceptuales. Términos como finalidad, justicia o inmolación, que tienen sentido para describir la conducta de las personas, no lo tienen para entender el comportamiento de organismos biológicos no humanos. ¿O sí?

Genes-amigos

Por décadas los biólogos han especulado sobre la justificación evolutiva del altruismo, empezando por el mismo Charles Darwin. Desde la publicación de El origen de las especies sabemos que los rasgos o comportamientos que incrementen las posibilidades de sobrevivir o dejar descendencia prevalecerán por sobre aquellos que no tengan ese efecto. Ello se debe a una cuestión meramente lógica: los individuos con genes que les confieren esos rasgos tendrán más descendencia y, por ende, se incrementará la proporción de sus genes en la población. Pero, entonces, ¿cómo explicar que no haya desaparecido el altruismo, ya que este pone en jaque la propia supervivencia y capacidad de dejar descendencia en pos de mejorar las de otro?

Por lo general se busca responder a esta pregunta indicando que el altruismo suele apuntar sobre todo a quienes tienen algún grado de parentesco con quien adopta esa conducta, que puede hasta sacrificar su vida para salvar la de su pariente y, en consecuencia, facilitar la transmisión de los genes de este. Pero los genes de nuestros parientes son también los nuestros: cada uno de nuestros hijos lleva copias exactas de la mitad de nuestros genes, y –en promedio– hay un número similar de copias en cada uno de nuestros hermanos. Asimismo, compartimos el 25% de nuestros genes con nuestros tíos, y la mitad de ese valor con nuestros primos. En las palabras del genetista británico John BS Haldane (1892-1964), daríamos la vida por dos hermanos u ocho primos (en ambos casos se alcanza el 100% de nuestro acervo genético). Estas simples relaciones matemáticas explicarían actos de altruismo entre parientes, incluso el caso extremo de la inmolación de las abejas, capaces de sacrificar su vida en aras de la seguridad de la colmena. Técnicamente, cada abeja que se inmola está salvando a miles de hermanas, con las que –igual que otros insectos gregarios, como avispas u hormigas– comparte el 75% de sus genes, por lo que de esta manera salvará buena parte de su acervo genético.

Pero ¿cómo entender el altruismo entre individuos no emparentados, como se suele dar en nuestra especie? Los humanos forjamos intensos lazos de amistad y no faltan ejemplos de situaciones en las que ponemos en riesgo nuestro cuello para favorecer las perspectivas de supervivencia de nuestros amigos.

Una investigación de Nicholas Christakis (de la Universidad de Yale) y James Fowler (de la Universidad de California en San Diego), que comentamos en una gragea anterior (Ciencia Hoy, 145: 16), analizó casi 500.000 genes en cerca de 2000 individuos, tanto amigos como desconocidos, y concluyó que los amigos compartían en promedio más genes entre ellos que con cualquier persona tomada al azar de la misma población. Esto sugiere que existiría cierto egoísmo escondido en los cimientos de muchos comportamientos altruistas, pues al inmolarnos por nuestros amigos estamos beneficiando la proporción de nuestros genes que ellos también llevan en sus células.

Posiblemente esto no esclarezca las múltiples formas de altruismo observadas en nuestra especie, para muchas de las cuales preferimos explicaciones de tipo psicológico o moral. Pero quizá convenga tener en cuenta, al lado de esta clase de explicaciones, que los estudios de Christakis y Fowler han llevado a que se desdibujen hasta cierto punto los límites que separan la familia biológica de la comunidad. En otras palabras, el altruismo fuera de la familia podría considerarse un comportamiento hasta cierto punto troyano, pues la inmolación propia en beneficio de alguien ajeno a la familia de sangre pero que comparte buena parte de nuestro genoma lleva escondida la salvación de esa buena parte de nuestros genes.

El debate sigue abierto dado que todavía resta mucho por investigar para llegar a una comprensión biológica profunda del curioso fenómeno de dar. Mientras tanto, simplemente sigamos disfrutándolo.

Más información en CHRISTAKIS N & FOWLER J, 2014, ‘Friendship and natural selection’, Proceedings of the National Academy of Sciences USA. 111, 3: 10796-10801, accesible en http://www.pnas.org/content/111/Supplement_3/10796.full.pdf

Leandro Martínez Tosar

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