En el editorial del número anterior (‘Desafíos del sector académico’, Ciencia Hoy, 130: 4-5, diciembre de 2012-enero de 2013) reflexionamos sobre algunas cuestiones vinculadas con la educación superior y la investigación científica. En este comentaremos un aspecto particular del mismo asunto: la formación de doctores, es decir, de quienes están llamados a ocupar la cúspide del sistema académico. (Por doctores entendemos a los que cumplieron un riguroso programa de formación en investigación, incluida una tesis, y no nos referimos a los miembros de las profesiones a quienes se tiende llamar así, sean médicos, dentistas o abogados.)
El tema tiene alguna actualidad en el ámbito académico porque el Conicet dio a conocer hace poco conclusiones de una reciente encuesta sobre la situación laboral de 934 de sus antiguos becarios doctorales (estudiantes de posgrado que recibieron un estipendio mensual para obtener un doctorado). Ese número constituye una muestra del total de los 6080 becarios de esa categoría que tuvo la institución en el período 1998-2011. Los resultados del relevamiento se sintetizan en la tabla siguiente:
Como guarismos a destacar, apuntemos que el 52% de los encuestados se desempeña en el propio Conicet, como miembro de la carrera de investigador científico y tecnológico, y el 19% lo hace en el país en universidades estatales o privadas, como profesor investigador con alta dedicación. Es decir, teniendo en cuenta que la gran mayoría de los investigadores del Conicet, si no la totalidad, realiza también labores docentes (por lo menos de posgrado), un sólido 71% de la muestra de antiguos becarios se ha ubicado laboralmente en el corazón del sector académico argentino. Este, además, recibe el aporte de los ex becarios que trabajan en empresas o entidades estatales y enseñan con baja dedicación en universidades; ignoramos cuántos son, pero suponemos que conforman una fracción significativa del 17% de los doctores incorporados a esa clase de instituciones.
Es también de destacar la alta proporción de empleados en el país, por contraste con los ubicados en el extranjero, sobre todo si se tiene en cuenta que entre los segundos, en particular entre los 85 que están en universidades de otros países, debe haber no pocos realizando pasantías posdoctorales de un par de años como paso previo a integrarse a grupos de investigación en la Argentina.
Resulta satisfactorio advertir, pues, que no estemos en estos momentos ante una de las cíclicamente proclamadas situaciones de fuga de cerebros, aunque conviene tener en cuenta que entre las causas de lo anterior, en adición a las favorables condiciones locales para iniciar una carrera profesional en la ciencia, seguramente debemos contar las restricciones presupuestarias que la actividad está soportando en los países más avanzados.
Y es altamente significativo que solo un escaso número de los encuestados declarase no tener trabajo, tan escaso que permitiría indagar en profundidad qué sucede con cada uno, lo que con toda probabilidad ponga de manifiesto una variedad de circunstancias individuales esperables en cualquier grupo de tamaño comparable.
Si bien ignoramos hasta qué punto la muestra encuestada es representativa del universo de becarios doctorales del Conicet (suponemos que lo es), conviene tener presente que se limita a las camadas más jóvenes de estos, pues sus integrantes deben tener hoy entre unos 30 y, a lo sumo, 48 años. Aunque esto constituye una limitación por cuanto deja de lado a los estratos de edades más maduras, tiene en cambio el interés de señalar más nítidamente en qué dirección se mueve el sistema. De cualquier forma, sería deseable conocer datos que reflejen la situación del conjunto completo de los doctores formados por las universidades argentinas, tanto los jóvenes como los mayores, tanto los que se beneficiaron de becas del Conicet como los que recibieron apoyo de otros orígenes (incluyendo a quienes se hayan doctorado en el extranjero y trabajen en instituciones locales).
El panorama que pinta la encuesta es halagador para el Conicet y, más allá de este, para el sistema estatal de promoción de la ciencia y la tecnología, y constituye un respaldo para las políticas que se aplica en la materia. Para empezar, pone de manifiesto que las becas doctorales pasan la prueba del mercado, por así decirlo: responden a las necesidades del público al que se dirigen, pues de no ser así la encuesta habría revelado mayores desajustes entre oferta y demanda de doctores.
También reafirma la bondad de los programas doctorales que resultan de la participación conjunta de una universidad y del Conicet. Téngase presente que el título de doctor es en todos los casos expedido por una universidad, que por ende establece los requisitos a satisfacer por los postulantes. Estos, consecuentemente, están sujetos a una doble evaluación: por parte de la universidad en cuanto al cumplimiento de los objetivos académicos, y de manera independiente de lo anterior, por el Conicet, para la obtención y renovación de sus becas. Un bienvenido mecanismo institucional de controles y contrapesos que favorece a ambas entidades y, sobre todo, beneficia a la calidad de la educación.
Un valor que ha dado lugar a comentarios divergentes es el porcentaje de becarios que terminó como investigador de carrera en el propio organismo otorgante de las becas. Dejando de lado posibles diferencias de esa cifra por grupos de disciplinas (en particular, sin entrar en la especial situación de las humanidades y las ciencias sociales), ese 52% puede ser objeto de varias lecturas. Una interpretación dada a conocer por algunos es que hay algo seriamente mal en una entidad que solo incorpora a la mitad de los que, con mucho esfuerzo y dinero, consiguió formar, y deja en la calle a la otra mitad. Después de todo, el doctorado es un programa académico diseñado para aprender a investigar, y el Conicet está para promover la investigación. Parece un razonamiento bien fundado, pero es endeble, por no decir equivocado.
Ante todo, admitamos que es buena política en una organización preparar más gente que la estrictamente necesaria para cubrir sus necesidades, pues quedará protegida de muchas contingencias y tendrá margen para elegir a los mejores. Pero, ¿cuántos más? ¿Es razonable que forme el doble de los que incorporará? Quizá no, si se tratara de una entidad privada. Pero el Conicet no es una entidad privada, por lo que sus objetivos trascienden sus propios intereses y, de hecho, actúa como organismo ejecutor de la política de becas del ministerio del ramo. Es decir, es muy apropiado que forme doctores no solo para sí, sino también para cubrir otras necesidades de la sociedad.
Viendo las cosas de esta manera, se advierte que criticar el 52% por considerarlo reducido responde a una mirada demasiado estrecha. Sin ir más lejos, ignora el 19% de los becarios que ejercen la profesión académica en universidades, lo mismo que aquellos (cuyo número no conocemos aunque suponemos reducido) que realizan investigación o desarrollos tecnológicos en empresas u organismos del Estado. Por eso resulta más significativo resaltar la cifra de 71%, que es la porción mínima de becarios que, independientemente del lugar en que lo hagan, trabajan en tareas para las que los formó el doctorado.
¿Es ese un valor razonable? Un indicio que lleva a pensar que es razonable es que prácticamente todos los doctores tienen empleo. Pero no basta con ese indicio: para responder fundadamente a la pregunta es conveniente considerar los propósitos de emprender estudios de doctorado (vista la cuestión por el estudiante) o los de formar doctores (vista por las instituciones que promueven o financian esos estudios). Cuántos y para qué, como lo plantea el título de estas reflexiones, no son preguntas independientes: la respuesta a la primera depende de la que demos a la segunda.
Para responder a esta, es conveniente mirar más allá del Conicet y enfocar el sistema educativo en su conjunto. Como parte de ese sistema, el doctorado es, al mismo tiempo, el programa más avanzado de formación intelectual ofrecido por la universidad, uno que apunta a quienes aspiran a ser parte de los círculos académicos y culturales más exigentes, y un programa de capacitación profesional, orientado a aquellos que desean ganarse el sustento como investigadores científicos. Ese doble carácter explica la existencia de doctores que no trabajan en investigación, de la misma manera que hay médicos, abogados, ingenieros o arquitectos que no ejercen sus respectivas profesiones, pero se ocupan provechosamente de otras cosas, para las que su formación les proporciona particulares destrezas.
Así, con una mirada menos constreñida que aquella que solo considera la situación intramuros del Conicet, la conclusión a la que se llega es que formar un excedente de doctores por sobre las necesidades previsibles de ese organismo es claramente deseable y meritorio. Ese excedente, a nuestro juicio, no constituye un fracaso sino, más bien, un mérito, entre otras razones porque enriquecerá diversos sectores sociales y económicos con miradas idóneas en materia científica. Por otra parte, dejemos apuntado que el número de quienes sean admitidos a la carrera del investigador científico no es función de la cantidad de doctores que se reciban sino de otras consideraciones en las que no entraremos aquí.
Paradójicamente, en ciertas condiciones convendría ver disminuir el 52% en discusión, no porque sean menos los doctores que el Conicet incorpore a las filas de su carrera, sino porque crezca más el número de aquellos que se ubiquen laboralmente en otras entidades, públicas o privadas, sobre todo para realizar en ellas labores de investigación científica o de desarrollo tecnológico.
Esto, sin embargo, merece alguna aclaración. Si la formación doctoral fue diseñada como preparación para la vida académica y la investigación, independientemente del lugar en que estas se ejerzan, puede no ser necesaria, y quizá no ser la más adecuada, para quienes terminen prefiriendo desempeñarse en otras funciones. Que sea beneficioso (y aun imprescindible) confiar tales funciones a personas con educación científica, no significa que deban ser doctores. Las buenas licenciaturas de cinco años de muchas universidades argentinas proporcionan una excelente base científica. Y entre ellas y los doctorados están las maestrías, a las que quizá haya que prestar un poco más de atención.
Con estas disquisiciones hemos salido del ámbito específico del Conicet y hemos pasado a considerar la pregunta del título en el marco general de la educación en el país, en el cual –creemos– el incremento del número de genuinos doctores es a todas luces deseable (una hipótesis que sería conveniente respaldar con datos empíricos del tipo de los de la encuesta comentada). También es deseable ver ese incremento como parte de una mejora general del sistema, en particular de la oferta de maestrías, un tema que en sí mismo merece atención. En ese marco, esperamos que el Conicet siga marcando rumbos, como lo hizo desde su creación y reafirmó en los últimos años.
Volumen 22 – Nº 131, febrero – marzo 2013