Iconografía de la imaginación científica fue el nombre de la exhibición que en noviembre de 1987 presentaron en la Biblioteca Nacional Héctor Ciocchini, José E. Burucua y Omar Bagnoli. Más allá del incitante tema guiaba a los autores de esta iniciativa el deseo de proponer al público una inquietud: interesarse por la riqueza que guarda en sus estantes nuestra biblioteca.
La muestra se ha preservado en esta edición para la que "se han elegido algunas de las obras más significativas tanto para el erudito como para el bibliófilo" si bien no agota -previenen los autores- "el discurso semántico de la exhibición". En compensación ?agregamos nosotros? preceden a la presentación de las obras ensayos que resumen en su brevedad el profundo conocimiento y el preciso dominio que los autores tienen de su materia: Imago mundi, Fisiognomía, Monstruos y mirabilia, Máquinas y autómatas, Invenciones, Alquimia, Lenguajes simbólicos, Tiempo, vida y muerte.
La sucesión de imágenes y los comentarios correspondientes unidos a estas esclarecedoras referencias preliminares permiten vislumbrar el itinerario recorrido cuando la imaginación buscaba la verdad y ensayaba caminos a veces equivocados, a veces certeros, a veces pintorescos, siempre bellos, a partir de aquellos tiempos en que el libro era una representación del Universo. Las palabras puestas por los hombres en los libros eran consideradas entonces, de la misma naturaleza que las cosas puestas por Dios en el inundo. Michel Foucault nos ha hecho notar en Las palabras y las cosas que Don Quijote aún contempla el mundo con esta particular mirada y por eso ve en la realidad una duplicación de lo que dicen los libros. Su fracaso anticipa, por otra parte, el cambio que se hará evidente a partir de la segunda mitad del siglo XVII.
Esta concepción del libro como representación del Universo condujo naturalmente a la ilustración de textos sobre todo a partir de la invención de la imprenta y por el estímulo que para la imaginación significó el descubrimiento de América. Se inicia así una tradición que será perdurable aun cuando la nueva concepción del mundo separe para siempre a "las palabras" de "las cosas''. Las limitaciones propias de nuestro medio cultural no han impedido a los autores mostrar esa recurrencia de lo que ellos denominan "resurrección del espíritu mágico". No ha de faltar entonces, en Imago mundi, Athanasius Kircher (1602-1680) (que se hace presente con Mundus subterraneus en una edición de 1665. Debemos remarcar la concisión -virtud por otra parte siempre presente en la obra- con que se dibuja esta figura a partir de su biografía, su ubicación en un momento fascinante "de vaivén entre lo viejo y lo nuevo" y la descripción de la obra presentada, así como de la inserción de la misma en el panorama cultural de la época. Pero hay algo más: antiguos sellos y números de inventario de todas las obras de Kircher que posee actualmente la Biblioteca Nacional y de muchas otras obras aquí presentadas permiten conjeturar la posible fecha y vía de ingreso al país y desde allí dibujar un panorama cultural. Si estos libros hubieran sido introducidos por los jesuitas durante el siglo XVIII, hipótesis a la que su investigación ha llevado a los autores, entonces podríamos avizorar mejor "...el carácter de la reflexión científica que tenía lugar en tierras tan remotas como la nuestra, en un tiempo tan lejano como el 1700" (pág. 21). Esta es una de las múltiples cuestiones que atiende este libro que debe su brevedad al hecho de que tiene mucho que decir como para excederse en palabras.
La imaginación científica, poblada aún de elementos míticos y supersticiones pero guiada por un "instinto de verdad", coincide en un momento fascinante de la cultura con el espíritu positivo científico hacia el que ella misma ha conducido. Este instante de coincidencia, que es umbral de la ciencia moderna y último estadio del saber antiguo, y también aquellos otros momentos que reclaman un nuevo acercamiento de la imaginación y la belleza a los datos de la realidad, son el tema de este trabajo. Por eso está presente Kircher que "indaga el misterio del universo fundamentando sus investigaciones en la más estricta ortodoxia pero a la vez inaugurando una docencia y vistiendo con una fantástica iconografía las imágenes del mundo" (pág. 17). Su obra Ars Magna Lucis et Umbrae, que posee la Biblioteca Nacional en una edición de 1671, es testimonio de esta actitud. Así exponen los autores su contenido: "En esta obra, Kircher alterna los teoremas de óptica geométrica con instrumentos de ilusionismo mágico; algunos de ellos son de imposible construcción, otros, en cambio, prefiguraciones asombrosas de máquinas modemas, todos pertenecientes a un ámbito donde la razón se nutre y confunde con la fantasía" (pág. 47). Con este mismo espíritu, se nos mostrará también a Goethe (1749-1832) en su descenso por el Vesubio, observando la acción de las temperaturas sobre las rocas, movido sin duda por el hecho de que "los fenómenos de vulcanismno no dejan de tener un aspecto imaginativo y estético (pág. 18).
En este sentido, el capítulo dedicado a "Monstruos y mirabilia" resulta particularmente interesante. Se nos presenta aquí un incunable de 1493, el Liber cronicarum cum figuris et Ymaginibus de Hartmann Schedel, impreso, en tiempos tan próximos a Gutenberg, por Anton Koberger, quien publicó bellísimos libros antes del 1500 y que para esta crónica de Nuremberg hizo tallar más de dos mil tacos sobre dibujos de Wolgemut, maestro de Durero. Aparecen aquí también dos obras de Ulisse Aldrovandi (1522-1607) que clasificó y catalogó las novedades aportadas por la flora y fauna no europeas pero no dejó de incluir entre los cuadrúpedos a los caballos con cara, manos y piernas humanas y entre los peces al dragon marino, aun cuando dudaba de la existencia de algunos monstruos míticos ... Está también Olaus Magnus (1490 - 1557) que en el exilio romano compuso una historia de los pueblos escandinavos rica en leyendas, poblada de una fauna fantástica. Jorge Luis Borges en su poema " Olaus Magnus", que aquí se reproduce, plantea en dos breves versos este regreso del humanista a los tiempos míticos de su pueblo (Y compuso la historia de su gente / pasando de las fechas a la fábula), sugiere también la pasión del bibliófilo en una severa, magistral imagen (Hubo aquel roce.)
El capítulo dedicado a la alquimia, "esa maestra de las ciencias" (pág. 56), nos ofrece un espectro que va desde Paracelso (1490 -1541), médico y alquimista malogrado en cierta medida por el carácter supersticioso de sus búsquedas, a Van Helmont (1577-1644) quien llegó a descubrimientos tan importantes como los gases y demostró la existencia del ácido clorhídrico, de los jugos gástricos, etc. Ambos creían en la posibilidad de fabricar homúnculos. Sobre este extraño tema se extiende el ensayo.
De esta manera podríamos detenernos en cada uno de los capítulos pero destacaremos tan sólo la belleza singular del ensayo titulado "Tiempo, vida y muerte" cuya exquisita prosa se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando se narra cómo: "Desde la misma sombra, el reloj solar, hasta los engranajes y el péndulo en que cada muestra y cada oscilación marcaban un segundo las metamorfosis del tiempo pasan por una agonía de procedimientos y métodos para llegar a una representación cada vez más exacta"(pág. 69).
Se ha de remarcar el hecho de que el conocimiento de estos temas enriquece la lectura de las grandes obras. El extraño episodio de la cabeza parlante en el capítulo 62 de la segunda parte del Quijote se explica a la luz de "Máquinas y autómatas" e "Invenciones" ilumina la graciosa situación que se produce cuando habla, luego de los sucesos de la Cueva de Montesinos, el personaje que piensa imprimir un Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades (II, 24). "Máquinas y autómatas" ilustra, también, "El Golem" de Jorge Luis Borges.
Si hemos de señalar un defecto, será la frecuente confusión entre la exhibición y el libro, hecho que lleva al lector a cierta perplejidad cuando se describen obras cuyas imágenes no se han reproducido y sin embargo se alude a ellas como si estuvieran presentes.
El curioso pie de imprenta -Hermathena, de Hermes y Atenea reunión de lo hermético y la claridad racional- merece un comentario. En "las letras egipcias" que forman parte de los Trabajos de Anfión, Héctor Cioechini se refiere al sabio renacentista boloñés Achile Bocchi y nos recuerda que Hermathena era el nombre de la academia que tenía sede en su palacio. Boechi imaginó un descenso a los abismos hasta el lugar donde la Diosa Simbólica, la elegida Felsina, cuida de los preciosos volúmenes de los poetas y en los caracteres de esos volúmenes, dice el sabio renacentista, "leeréis lo que las palabras quieren realmente significar". "Su ciudad, Boloña, reflexiona Ciocehini, puede ser esa Felsina deificada cuyo vientre guardaba los preciosos tesoros bibliográficos".
En una modesta edición -es pena que los autores no hayan contado con los medios necesarios para lograr una impresión acorde con el mérito de su trabajo- a partir del material existente en la Biblioteca Nacional, se nos ofrecen nuestros propios tesoros: "...una galería emblemática ... de algunos momentos en que la imaginación, el mito tanto colectivo como personal y la historia de la ciencia coinciden en mostrar al lector y espectador un desarrollo de sus hallazgos tanto imaginativos como experimentales" (pág. 13). Y la erudición, que no depende necesariamente de circunstancias exteriores.Susana