Pandemia, filosofía y bioética

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Pandemia, filosofía y bioética

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La pandemia obliga a los filósofos a enfrentarse con mayor evidencia a situaciones problemáticas que, si bien no son nuevas, suelen estar enmascaradas, sobre todo en una vida que obliga a las personas a vivir para la productividad y el trabajo. Este sometimiento del tiempo vital a la producción permite camuflar algo peculiar en nuestra cultura que es vivir sin proyectos a la mano. ¿Qué vida estamos preservando, entonces, con la cuarentena y con las medidas de emergencia a nivel social y económico que están tomando los gobiernos? Cuando la elección se plantea entre salud (ausencia de enfermedad) y economía (consumismo), se hace patente la pobreza de la vida prepandemia.

¿DE QUÉ SE TRATA?
Una invitación a reflexionar sobre el modo en que vivimos a partir de la situación que atravesamos.

La pandemia nos enfrenta así a una de las preguntas más clásicas de la filosofía: el sentido de la vida humana y el significado de la felicidad. Aristóteles es el primero que escribe una ética, y le da a esta la misión de mostrar cuáles son ese sentido y ese significado. La razón de ser de la ética es la histórica misión de responder al para qué de la vida humana, a su causa final. Hoy la ética reconoce su asociación intrínseca con todas las manifestaciones científicas y también con otros saberes, y se vuelve bioética. La bioética es un saber multidisciplinario, uno de cuyos objetos es encontrar las pautas que permitan identificar y definir la vida del ser humano, de los hombres y las mujeres, como una vida humana: como bios.

En ese camino de exploración, lo primero que la bioética reconoce es que la vida de los seres humanos, como cualquier otra vida, se desarrolla y alcanza sentido en sociedad. De modo que la ética debe considerar no solo lo que afecta a la vida de cada individuo, sino también el modo en que debe vivir en sociedad y el modo como esta debe reconocerlo. La ética deviene entonces política para poder establecer pautas de comportamiento que afecten a cada uno y a todos los que conforman la polis (Aristóteles). Hay cuestiones que tienen que ver con la responsabilidad –ineludibles éticamente hablando–, que obligan a respuestas políticas; una de ellas consiste en definir y construir una vida buena para cada persona: cada uno, como miembro de la sociedad y la sociedad misma, debe lograr instituir las condiciones que posibilitan la vida buena de sus integrantes. Por ello, una de las tareas a que está obligada la ética y, en consonancia, la bioética es promover políticas que respeten los derechos fundamentales como son el derecho a la salud, la comida, el agua, la educación, la información, el trabajo y, primordialmente, el derecho a la vida actual y futura.

Denominamos a estas exigencias de una vida buena ‘derechos’, y es lo que cada ser humano reclama al Estado como representante de la sociedad y por consiguiente a sí mismo como parte de esa sociedad, por lo menos en las sociedades democráticas. Vemos que una de las tendencias de los gobiernos en tiempos de pandemia es responder pragmáticamente a las situaciones de emergencia, a los momentos críticos. Y ese pragmatismo puede llegar a ser una seudorrazón justificadora de la violación de la igualdad, la solidaridad, la libertad y la paz, condiciones ineludibles para poder respetar los derechos humanos. En nuestra región y en nuestro país, la violación de los derechos ha sido, excepto por algunos gobiernos, una práctica histórica, de modo que su violación no es producto de la pandemia, pero lo que esta permite es visibilizar este hecho y exigir que se repare esa violación; sobre todo respecto de los grupos en mayor condición de vulnerabilidad. La vivencia de la enfermedad, como vivencia personal del dolor, la discapacidad y la limitación en el desempeño de las funciones básicas llevan al humano a asumir y enfrentar la enfermedad en sus dimensiones individuales, y casi nunca percibirla como lo que siempre es: un acontecimiento colectivo, social. Una pandemia, por el contrario, enfrenta a cada uno con este hecho, con la presencia del otro y con la necesidad de tomar decisiones –resolviendo tanto respecto de la prevención como del tratamiento de la enfermedad y del dolor– a nivel poblacional. No hay modo de negar esto sin caer en el desconocimiento del derecho fundamental a la salud. Es por ello que hoy se reclama sin vacilar, frente a la amenaza de la enfermedad y frente a la enfermedad misma, la intervención del poder político. No cabe ninguna duda acerca de que las medidas deben ser públicas, que es imposible que cada uno resuelva la situación por sí mismo. Es la comunidad, mediante el gobierno elegido por ella, no el individuo, la que debe ocuparse de cuidar a las personas garantizándoles el derecho a la salud, es decir, el derecho a vivir sanas, que implica mucho más que el cuidado en la enfermedad, proporcionando todos los medios y creando las condiciones para lograrlo. Y esto con o sin pandemia.

Roberto Esposito plantea en su obra Communitas: origen y destino de la comunidad que, tradicionalmente, se da una lectura ontológica del concepto ‘comunidad’ como lo que une en una única identidad. Aceptando esta acepción, una pandemia pone en evidencia la vulnerabilidad como característica identitaria común: todos compartimos la identidad de ser posibles infectados. Esto empujaría a buscar remediar en común esta vulnerabilidad luchando codo a codo contra la enfermedad que la provoca. Se puede homologar este ‘combate’ al de la comunidad frente a la violación de cualquier derecho. Es interesante que Esposito refuerza –con otra interpretación etimológica del término munus presente en el término communitas, ‘comunidad’– esta necesidad ontológica que revela el carácter vulnerable del ser humano al analizar que munus tiene que ver tanto con la idea de ‘obligación’ como con la de ‘don’. En este sentido, la idea de don queda asociada al deber de dar en cuanto obligación moral, tanto pública como privada. Así, el munus es la forma del don que se da porque se debe dar y no puede sino darse, lo cual significa que, ontológicamente hablando, el ser humano, como todo ser vivo, debe vivir en comunidad, solidariamente, obligándose unos a otros a dar lo que tienen y lo que son, porque nadie es tan rico como para no necesitar nada y nadie es tan pobre como para no poder dar nada. La comunidad es, según Esposito, el conjunto de personas unidas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar y darse. Nadie, ningún ser vivo, puede vivir solo y por sí mismo, y el hombre menos que ninguno, lo cual significa que esencialmente debe, es deudor de los otros y de la naturaleza, lo que lo obliga a retribuir, a dar y recibir gratuitamente. Concebir así las relaciones dentro de una sociedad posibilita dejar de pensar la biopolítica como el imperio de la muerte sobre la vida, como hace Michel Foucault, y comenzar a forjar una polis, una ciudad, una sociedad enmarcada por el bios, como una vida humana que no puede reconocerse como tal sino en la falta, en la carencia, en la necesidad de lo otro y de los otros. La biopolítica es el nombre que da Foucault a la gestión del poder político que se sostiene sobre el dominio de la vida mediante un conjunto de estrategias basadas en la complicidad entre el saber y el poder que permiten administrar la vida y la muerte. La propuesta de Esposito es recuperar la primacía de la vida, sobre todo la humana, pensar una biopolítica ‘de’ la vida y no ‘sobre’ la vida, proyectando las relaciones que exige esa vida en la polis. Resolver las relaciones sociales y políticas desde la comunidad que ‘somos’, desde el ‘todos para uno y uno para todos’ y no desde la violencia del todos contra uno y la guerra del uno contra todos.

Esto permite enfrentar de manera diferente otra cuestión que analiza la bioética: la existencia de viejos conflictos ético-políticos, como son las fronteras entre lo público y lo privado, la libertad individual frente al bien común, o las tensiones entre el bienestar humano, la producción económica y la supervivencia planetaria. Estos viejos enfrentamientos, que pueden ser vistos como una eterna dialéctica que permite el desarrollo de la historia, se concretan hoy como enfrentamientos entre poder y derechos. La pandemia concretiza esta oposición, manifestándola, por ejemplo, con la medida preventiva del aislamiento social obligatorio. ¿Acaso una cuarentena obligatoria viola la libertad individual, los derechos a circular, trabajar, educarse, relacionarse con otros? Sí. Giorgio Agamben considera por ejemplo que la reacción ante la COVID-19 responde a una tendencia creciente de la política a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno, dando lugar a una verdadera militarización encubierta, y esta epidemia ofrece el pretexto ideal para extender las medidas excepcionales más allá de todos los límites. Para él esto es compartido por toda la política global, cuyo despotismo es mucho más económico que político. Los gobiernos pueden usar las cuarentenas para obtener la aceptación de sociedades que han sacrificado ya la libertad en favor de las llamadas razones de seguridad y se han condenado a vivir en un estado constante de miedo e inseguridad, sobre todo económico.

Esta tendencia mundial al despotismo que describe Agamben obliga a preguntar si la pandemia, como cualquier otra emergencia, da derecho a las autoridades, en este caso sanitarias, a olvidar que las personas son sujetos de derecho. La pregunta central es, pues, hasta qué punto y bajo qué condiciones se puede acudir a razones de fuerza mayor que justifiquen esas medidas. Éticamente hablando, la libertad, así como el derecho al trabajo formal y a conseguir el autosustento, como cualquier otro derecho, pueden ser limitados pero nunca conculcados. A su vez, quienes lo limiten deben buscar la conformidad de las poblaciones con esa medida, deben informar clara y persistentemente de la razón de fuerza mayor y bien social que la habilita, los plazos de esta, qué expertos la recomiendan, cuáles son las razones de esos expertos. Es preciso ser muy cuidadoso con esto porque en razón de la emergencia puede haber un deslizamiento al denominado ‘estado de excepción’ donde las personas pierden sus derechos y, en este caso, otorgar también autorización a un abuso del poder por parte de los servicios de salud, como puede verse cuando se elige a quién tratar y a quién no. No olvidemos que son los pueblos los que pueden habilitar el estado de excepción, pues, como bien destaca Edgardo Castro, ‘la apropiación de la vida por parte del poder no es un destino ontológico, sino una condición histórica y reversible’. Es posible aceptar el estado de excepción en vistas a la obtención de una inmunidad temporal frente a un daño generado por un virus, pero esa inmunidad no puede convertirse en estado permanente. Una situación como la que se está viviendo enfrenta a los pueblos y a la humanidad con una situación histórica que la pandemia permite reflejar en toda su injusticia: la, así denominada por Esposito, ‘autoconservación inmunitaria’, que llevó a Occidente a excluir al resto del planeta de sus bienes. La biopolítica adopta esta figura inmunitaria capturando la vida en su conjunto (hombre y naturaleza), asistida por dispositivos jurídicos y técnicos. Al proteger negativamente la vida, la inmunización, en rigor, la veda y la somete. La relación del ser humano, la persona, con un poder soberano solo es posible desde el reconocimiento de la deuda entre todos, deuda que funda a la comunidad. El poder solo será legítimo cuando se reconozca esa deuda que es la que genera el reclamo de la comunidad denominado ‘derechos humanos’. Es precisamente la bioética la que recoge esta potencialidad emancipatoria de los derechos humanos. La pandemia, al hacer realidad el temor frente a un contagio destructor, muestra la inoperancia de lo inmunológico como autosalvación, y obliga a adoptar conductas comunitarias, a proclamar ‘o nos salvamos todos o no se salva nadie’ y a comprender que el orden de la acumulación como respuesta lleva al aislamiento inmunitario. Nuestra civilización, heredera de los supuestos modernos, ha terminado negando el munus como deuda y habilitando a la violencia del individuo que acumula, generando de esa manera desigualdades que ‘justifica’ con el derecho a la propiedad no solo de bienes sino de la misma vida, al considerar que el máximo mandato es la autoconservación, es decir, la sobrevivencia individual. Por ello, es preciso reconocer frente a esto, que puede verse como un enfrentamiento entre el poder y el derecho, que debemos tener claro que los derechos no son solo de los individuos, sino sobre todo de los pueblos, y es por esa razón que deben priorizarse en circunstancias en que está amenazada la vida de la población. Los aspectos éticos a priorizar tienen que ver con un enfoque poblacional, en que los intereses colectivos vinculados con la salud pública adquieren preponderancia por sobre los intereses individuales, pues las acciones individuales sin un sentido de cuidado colectivo pueden poner en riesgo la vida de toda la población. Reconocer esto no evita necesariamente la tensión entre los derechos individuales y los derechos colectivos que siempre puede generar algún tipo de polémica. Para evitarlo, esa tensión debe ser ponderada bajo los requisitos de necesidad, legalidad, proporcionalidad y temporalidad.

La pandemia nos obliga a caer en la cuenta de que no podemos pretender amnesia del mundo anterior y que en él la última y la primera palabra estaban en manos de la tecnología. Incluso los intereses de la ciencia respondían largamente a los de la tecnología, que a su vez se sometía a los deseos del mercado, del capital, de la propiedad, del ‘tener’ como máximo valor. En ese mundo la medida del progreso tenía que ver con lo lucrativo y lo tecnológico. En su descripción de ese mundo, Michel Foucault menciona la tensión entre saber y poder que asume las características terribles de la biopolítica en el siglo XX, pues la biología y la medicina eran los instrumentos de un poder dominante sobre la vida. La memoria colectiva, sobre todo en nuestra región, rechaza ese poder biopolítico que, tomando posesión sobre la vida, ejerciendo la violencia militar o económica, decide sobre la vida y la muerte. Esta pandemia pone de manifiesto que ese rechazo carga las tintas sobre el poder político o económico y olvida el poder de la ciencia, que sigue presente como mandato irrenunciable exigido por todos los poderes que la convierten en su aliada y cómplice, para acrecentarse. Foucault señala dos posibles complicidades de la tecnociencia, una para matar y otra para dejar morir. En el siglo XXI vemos que todavía hay un poder que mata con las armas y la violencia, pero la mayoría de los poderosos han elegido dejar morir: sin agua, sin comida, sin educación. No hacía falta la COVID-19 para advertir que ninguna de las dos respuestas busca una buena vida para los pueblos. Esta pandemia solo lo ha puesto de relevancia.

Lecturas sugeridas

AGAMBEN G, 2004, Estado de excepción: Homo Sacer II, Pre-Textos, Valencia.

ESPOSITO R, 2003, Communitas: origen y destino de la comunidad, Amorrortu, Buenos Aires.

FOUCAULT M, 1996, Historia de la sexualidad, vol. I: La voluntad de saber, Siglo XXI, Buenos Aires.

FOUCAULT M, 2007, Nacimiento de la biopolítica: curso en el Collège de France: 1978-1979, FCE, Buenos Aires.

PFEIFFER ML, 2014, ‘El deber moral de los Estados y ciudadanos de preservar el mundo’, Bioética, 22, 2: 203-212, accesible en  http://revistabioetica.cfm.org.br/index.php/revista_bioetica/article/view/910/1035.

PFEIFFER ML, 2015, ‘La relación entre biotecnología y progreso como «valores indiscutidos»: sus implicancias éticas y políticas’, Grafía, 12, 2: 24-49.