Pensamientos de un matemático

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Pensamientos de un matemático

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Cómo concibe un matemático activo las particularidades de su disciplina.


Exposition, criticism, appreciation, is work for second-rate minds. [...] It is a melancholy experience for a professional mathematician to find himself writing about mathematics. The function of a mathematician is to do something, to prove new theorems, to add to mathematics, and not to talk about what he or other mathematicians have done.

(Exposición, crítica, apreciación, es trabajo para mentes de segunda […] Para un matemático profesional, encontrarse escribiendo sobre matemáticas es una experiencia melancólica. La función de un matemático es hacer algo, probar nuevos teoremas, agregar al conocimiento matemático, no hablar sobre lo que él y otros matemáticos han hecho.)
GH Hardy, A mathematician’s apology, Cambridge University Press, 2004 [1940]

Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro a la muerte de su amigo erudito–, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.

Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura.
Esta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¿Lo que sabemos entre todos?
¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!

Alumno al profesor de álgebra: –Decime, esto ¿para qué sirve?
Profesor de álgebra al alumno: –Y usted, ¿para qué sirve?

El primer obstáculo que encuentro cada vez que intento escribir sobre matemática es la cantidad de citas que necesito para comenzar. Las que puse arriba me son ahora indispensables: con menos no podría ponerme a la tarea. Tratan sobre mis dificultades como autor: la tristeza, compartida con el matemático inglés GH Hardy (1877-1947), por el paso de los años; el rechazo del enciclopedismo y de la especialización que deploraba Machado; el eterno problema de la utilidad, reflejada en el diálogo entre alumno y profesor de álgebra. De ese diálogo me gusta destacar tanto el voseo y la pregunta impertinente del alumno, como la respuesta con una violencia que el trato de usted no atempera; sin embargo, es pertinente interrogarnos sobre la utilidad de las cosas o las personas, como un interesante ejercicio para el espíritu.

Hardy sostenía, con cierto fundamento, que la matemática es una ciencia para jóvenes. Incluso establecía los sesenta años como el momento en que uno debería abandonar la investigación y dedicarse a escribir libros. Por supuesto, hay muchos ejemplos que lo contradicen: numerosos matemáticos realizaron grandes contribuciones ya bien entrados en la madurez. Pero en términos generales es cierto. A tal punto que el premio que para muchos ocupa el lugar del Nobel entre los matemáticos, la medalla Fields de la Unión Matemática Internacional, solo se otorga a matemáticos menores de cuarenta.

Y es muy probable que en otras disciplinas se verifique la afirmación de Hardy. Por eso, el porvenir de una disciplina depende, en gran medida, de cuánto interés despierte en los jóvenes. Y es bien sabido que para estos el enciclopedismo no resulta atrayente, y la especialización se da de forma bastante natural, por lo que las frases de Juan de Mairena vienen muy al caso.

Es menos claro, en cambio, cuál es el atractivo para los jóvenes del concepto de utilidad. Los grandes problemas de la matemática son importantes por razones muy lejanas a la utilidad. Resolver el último teorema de Fermat no influyó en la tecnología. El dinero y la fama tampoco parecen ser motores exclusivos a la hora de elegir a qué nos vamos a dedicar. Es interesante el caso de Grigori Perelman, un matemático ruso a quien en 2006 le otorgaron la medalla Fields y en 2010 el Millenium Prize del Clay Mathematics Institute por la solución completa de la llamada conjetura de Poincaré. Por diversos y muy dignos motivos, rechazó ambas distinciones y el dinero que le hubiesen proporcionado. Perelman probablemente sea el matemático más admirado en la actualidad, aun cuando sus admiradores no saben exactamente qué problemas resolvió. La atracción por la matemática y sus problemas parece estar, pues, más allá de triviales búsquedas de fama y dinero, o de la posibilidad de convertirse en benefactor de la humanidad.

La investigación matemática se alimenta de varias fuentes, algunas internas a la disciplina y otras pertenecientes a la física, la lógica, la informática, las comunicaciones, la biología o la ingeniería. Me interesa particularmente ese origen mestizo de enorme cantidad de problemas matemáticos actuales, en particular de aquellos que provienen de la ingeniería. El mendocino Alberto P Calderón (1920-1998), un ingeniero egresado de la UBA que se apasionó por la matemática en la época en que la ingeniería y las ciencias exactas estaban en la misma facultad, se convirtió en los Estados Unidos en uno de los matemáticos más importantes del siglo XX.

A comienzos de dicho siglo el alemán David Hilbert (1862-1943) era el centro de la matemática universal. Hizo contribuciones fundamentales en casi todas las áreas de la disciplina, entre ellas geometría, lógica matemática, mecánica cuántica y análisis funcional. En un momento se le encomendó una lista de los problemas matemáticos que consideraba más importantes. Enumeró veintitrés y presentó la lista al Congreso Internacional de Matemáticos de 1900. Esos problemas signaron decisivamente el desarrollo de la matemática durante las décadas siguientes.

De la lista de Hilbert, cuatro o cinco problemas no fueron resueltos aún. En 2000, para retomar el tema un siglo después, el mencionado Instituto Clay convocó a algunos de los matemáticos más prestigiosos del mundo para que hicieran nuevamente una lista de los problemas más importantes de la matemática. El grupo señaló siete, que pasaron a llamarse los problemas del milenio; cuatro estaban en la lista de Hilbert: la hipótesis de Riemann (sobre la distribución de los números primos), la conjetura de Poincaré (sobre la topología de una esfera en el espacio de cuatro dimensiones), la conjetura de Hodge (sobre geometría algebraica) y el problema de P versus NP (sobre complejidad computacional). Los otros tres se refieren a las soluciones de las ecuaciones de Yang-Mills (sobre física matemática), de Navier-Stokes (sobre la teoría de la turbulencia) y de la conjetura de Birch y Swinnerton-Dyer (sobre teoría de números). A diferencia de los problemas que propuso Hilbert, que aseguraban la fama a quienes los resolvieran, estos traen un adorno extra: un millón de dólares para quien produzca la primera solución correcta de cada uno.

Además de la conjetura de Poincaré, Perelman resolvió otra, llamada de geometrización de Thurston. En toda su carrera solo publicó un trabajo en una revista científica. Dio a conocer los demás en el sitio arxiv.org, que no somete a arbitraje las contribuciones que recibe. Usualmente, físicos y matemáticos recurren a ese sitio en forma preliminar y luego publican el material en revistas reconocidas, porque es lo requerido por los organismos que evalúan el desempeño de los investigadores. Pero Perelman no hace lo usual. Sus trabajos, sin embargo, fueron leídos detalladamente en todo el mundo matemático y le reportaron los premios mencionados, igual que el de la Sociedad Europea de Matemática en 1996, que rechazó como los otros dos. Después de pasar temporadas en varias universidades de los Estados Unidos, regresó a vivir con su madre en un modesto departamento en San Petesburgo.

Si Perelman fuera argentino, es probable que ni las universidades ni el Conicet lo aceptaran. Aquí, como en todas partes, llenar formularios, presentar informes, describir floridamente sus trabajos y presentarse a concursos le quitaría tiempo para pensar y resolver problemas centrales de la matemática. Su pasión y absoluto desinterés son excepcionalmente raros, aunque no puedo evitar mencionarlos porque ofrecen una posible respuesta a lo que me preguntaba: qué atrae a los jóvenes a la matemática.

Alberto P Calderón (1920-1998), uno de los matemáticos más importantes del siglo XX.
Alberto P Calderón (1920-1998), uno de los matemáticos más importantes del siglo XX.

¿Sería factible resolver en la Argentina alguno de los siete problemas del millón? No hay una respuesta forzosa, pero me parece altamente improbable. Son problemas dificilísimos, atacados sin éxito por las mentes matemáticas más brillantes desde que se plantearon (algunos, a mediados del siglo XIX). Además, abordar un problema de esa magnitud significa olvidarse de resolver los más razonables, es decir, más fáciles, y de publicar los resultados en revistas exigentes y con arbitraje. Si mi informe bienal de investigación solo dijera: ‘Estoy estudiando la hipótesis de Riemann’, es bien probable que el Conicet no me lo aprobara. Para encarar esos problemas hay que tener, entre muchas virtudes y talentos, una enorme confianza en uno mismo.

Existe otra dificultad que, con alguna excepción, tiene que ver con la organización de nuestras universidades. Problemas como los mencionados requieren herramientas que provienen de variadas áreas de la matemática, la física, la computación, las ingenierías e incluso la filosofía en ciertos casos (como los que están en el ámbito de la mecánica cuántica). Aun para resolver problemas de menor magnitud son necesarias múltiples herramientas. Por ejemplo, el procesamiento de señales abarca la ingeniería electrónica, la estadística, las probabilidades, el análisis de Fourier, el álgebra lineal, la informática y hasta la geometría algebraica.

La última siempre se consideró alejada a las aplicaciones, pero ahora, con la aparición de computadoras que pueden manejar sistemas enormemente grandes de ecuaciones polinomiales con numerosas variables para modelar situaciones provenientes de disciplinas no matemáticas, las técnicas de geometría algebraica han encontrado formas de aplicación. Así, la teoría moderna del procesamiento de señales usa geometría algebraica, además de ecuaciones diferenciales, álgebra lineal, geometría diferencial, teoría de operadores, teoría de aproximación, combinatoria, etcétera.

En nuestras universidades, los estudiantes de ingeniería raramente tienen la posibilidad de asistir a cursos especializados de matemática, y los de matemática raramente se ven expuestos a cursos de procesamiento de señales. Ir de la Facultad de Ingeniería de la UBA a la de Ciencias Exactas y Naturales hace necesario atravesar la ciudad. Aun en ciudades con facultades más cercanas no hay la interrelación que sería deseable.

Estimular el trabajo multidisciplinario está muy bien como enunciado, pero enfrenta otras dificultades prácticas: si un ingeniero quiere trabajar en temas con mucha matemática, ¿quién decide sobre su pedido de subsidio? Y, aun más engorroso, ¿con qué dinero se lo financia: con el destinado a ingeniería o a matemática? Lo habitual es que los ingenieros sostengan que no es ingeniería y los matemáticos que no es matemática, con lo que difícilmente al solicitante le toque un subsidio en un trámite normal. Situaciones análogas se producen entre físicos, médicos, informáticos y tantos otros.

Miradas estas cuestiones como matemáticos, tenemos que pensar en proporcionar a las otras disciplinas lo que requieren. Alguna vez Luis Caffarelli, uno de los matemáticos argentinos más prestigiosos de la actualidad, profesor en la Universidad de Texas en Austin, manifestó, no recuerdo si hablando de ingenieros, biólogos o economistas: ‘Si no les damos los cursos que necesitan, se los darán ellos solos’. La idea de pureza puede ser buena en ciertos ámbitos, pero las ciencias –lo mismo que las artes– son cada vez más mestizas. Viven apareándose y obteniendo ejemplares extraordinarios, que cambian el rumbo de las investigaciones y, como consecuencia, nuestra vida cotidiana. Se decía que la Argentina era un crisol de razas: necesitamos que las universidades sean un crisol de ciencias. No me atrevo a afirmar que eso nos llevará a tener matemáticos que resuelvan los problemas del milenio, pero sin duda tendríamos mejores ingenieros, economistas, periodistas, médicos y, claro está, mejores científicos. No estaría mal.

Gustavo Corach

Gustavo Corach

Doctor en ciencias matemáticas, UBA. Investigador superior del Conicet.
Profesor titular, Facultad de Ingeniería, UBA.
gcorach2000@yahoo.com