Inicio Volumen 1 Número 1 Rodolfo M. Casaquimela: El camino de la fascinación

Rodolfo M. Casaquimela: El camino de la fascinación

La obra de Rodolfo M. Casamiquela, nacido en 1932 en Ingeniero Jacobacci, provincia de Río Negro, sintetiza la experiencia viva de su tierra natal y el conocimiento adquirido con la práctica de la investigación. Hijo de pioneros patagónicos, fue enviado a Buenos Aires a estudiar en la Escuela Industrial Otto Krause, pero allí sintió "la inhabilidad más estupenda en lo manual" y prefería refugiarse en la Biblioteca Nacional para leer la gramática araucana de Félix José de Augusta sin saber que, allá en su pueblo, sus compañeros hablaban esa lengua. De esa temprana época datan sus primeras incursiones en el ámbito de las lenguas indígenas y el interés por reunir una colección de fósiles que, en 1949, dieron origen al Museo de Jacobacci.

De regreso a su pueblo conoció al mineralogista Romeo Croce ("un fascinador, un mago") y éste lo convenció de que estudiara en la escuela nocturna de minería del Colegio Moreno, en Buenos Aires, donde se graduó de perito minero nacional al tiempo que proseguía con su formación en temas patagónicos en la biblioteca del Museo Etnográfico. Una beca lo llevó a Bélgica y allí recrudeció su interés por la paleontología. Decidió ingresar a la carrera en la Universidad de La Plata sin abandonar los estudios que realizaba por cuenta propia porque, pensaba, "la universidad es un ordenador de conocimientos, pero los conocimientos los hace uno, por experiencia y diálogo con los maestros". Abandonó en tercer año. Por entonces ya publicaba regularmente trabajos de antropología y se sentía "agrandado" como investigador.

Fascinacion

Alentado por Rosendo Pascual, "maestro y amigo de toda la vida", Casamiquela prosiguió investigando en el Museo de La Plata (ranas fósiles, pisadas de dinosaurios) con la "espada pendiente de una carrera inconclusa", hasta que llegó 1966 con su golpe de estado y decidió renunciar. Se radicó en Chile y años después, con una tesis en paleontología, obtuvo allí el título de doctor en biología.

Tres años después de su partida de la Argentina el gobernador de su provincia natal le hizo llegar la invitación de crear allí un instituto de investigación. Así nació el Centro de Investigaciones Científicas de Río Negro, con sede en Viedma, inaugurado en 1970. Para él, Casamiquela imaginó un modelo "centrado en los intereses regionales y con orientaciones en historia, biología, geología y geografía". El Centro tuvo una gran expansión en sus comienzos e incluso pudo sobrevivir a los avatares de la historia argentina subsiguiente, aunque hoy se encuentra "en estado de agonía".

Esa historia subsiguiente deparó muchos sinsabores a Casamiquela. En 1973 retomó su vinculación con el CONICET en calidad de investigador, pero apenas alcanzó a presentar dos informes antes de que, en 1975, quedase fuera "por razones de mejor servicio". Poco después de iniciado el gobierno militar de 1976 y mientras se encontraba en México recibió la noticia de que había "renunciado" a la dirección de su Centro rionegrino. A su regreso, bajo presión de la prensa, la opinión pública y su prestigio regional, fue reinstalado en el cargo. Lo mantuvo solamente el tiempo necesario para retirarse, a los cuarenta y cinco años de edad, e inició un período de ostracismo que acabó en 1984 cuando fue convocado nuevamente por el CONICET del gobierno constitucional.

En 1978 Casamiquela había creado en Viedma la Fundación Ameghino, que aún preside, destinada a fomentar la investigación regional y al mismo tiempo desarrollar una personalidad cultural propia. El énfasis de la Fundación está colocado en investigaciones aplicadas de interés regional, los grandes problemas del agro, lo geológico y minero, la pesca, la conservación de la flora y la fauna, aunque no por ello se descuide la investigación básica. Pero ya por entonces su obra se había orientado decididamente hacia la etnología patagónico-pampeana. Era difícil seguir adelante con dinosaurios y pisadas fósiles sin contar con recursos: "me quedé sin lugar de trabajo, laboratorios, preparadores, material de campaña, diálogo y acceso a una bibliografía ecuménica que permitiese la actualización permanente".

Actualmente Casamiquela es investigador principal del CONICET, a cuyo Consejo Científico y Tecnológico también pertenece, y forma parte del Consejo Directivo del Centro Nacional Patagónico de Puerto Madryn. Su currículum incluye numerosos trabajos de investigación y divulgación en geología, paleontología y antropología, entre ellos Estudios icnológicos, Panorama etnológico de la Patagonia, El arte rupestre en la Patagonia, En pos del gualicho y Nociones de gramática del gününa küne, una presentación de la lengua de los tehuelches septentrionales. Pero en las dos conversaciones que mantuvo con CIENCIA HOY (una de ellas en Buenos Aires y la restante en Carmen de Patagones, donde reside) Casamiquela demostró ser, por sobre todo, un apasionado ciudadano de la Patagonia, esa "tierra de ajenidades y desarraigo en busca de su ideintidad cultural".

Cuando se considera su biografía, se diría que su interés por la paleontología y la antropología respondió ante todo a una necesidad vital que se remonta a su infancia. ¿En qué medida el haber nacido en un pequeño pueblo de Río Negro decidió esa vocación suya?
En mi caso preguntarme por mi lugar de nacimiento no es una pregunta de oficio, porque ese pueblo, Ingeniero Jacobacci, condicionó el nacimiento de las dos vocaciones que me acompañaron durante toda mi vida. Por una parte sus alrededores están llenos de fósiles, de huesos petrificados al alcance de la mano. Yo llevé mi primera caja de fósiles al Museo Rivadavia de Buenos Aires cuando aún vestía pantalones cortos. Y por otro lado estaban ahí esos carteles, esos nombres antiguos, ese mundo de resonancias detrás del cual se percibe el misterio de los orígenes indígenas. Recuerdo claramente que le preguntaba a mi padre el significado de lugares tales como Huahuel Niyeo, que en araucano quiere decir "lugar de la garganta", o Cari Laufquen, "laguna verde". Y también recuerdo esos libros de cabecera que había en mi casa, relatos de viajeros famosos, como Musters o Falkner, que mencionaban lugares, seres y nombres fascinantes. Así fue mi infancia. Siempre seguí ese camino de la fascinación, siempre llevé conmigo esa quemadura terrible.

En el museo "Jorge H. Gerhold" de Ingeniero Jacobacci, cuyos orígenes se remontan a la colección privada de fósiles de Casamiquela.
En el museo "Jorge H. Gerhold" de Ingeniero Jacobacci, cuyos orígenes se remontan a la colección privada de fósiles de Casamiquela.

Pero, ¿hubo algún conflicto entre esa experiencia inmediata de la tierra y el conocimiento que le brindó la investigación científica?
Hubo una complementación. La experiencia vital de la tierra de uno, cuando existe arraigo suficiente para sentirse parte de ella, se relaciona más bien con la sabiduría antes que con el conocimiento. Es otra cosa. Un investigador produce conocimiento, tiene un ritmo, una continuidad, una perseverancia, un método. A veces el científico y el sabio coinciden en la misma persona, pero no siempre es así. Lo mismo sucede con el artista o el filósofo. En mi caso el ingrediente de la voluntad y el amor por el razonamiento, responsables de mi decisión de orientarme hacia la ciencia, provienen quizá del ascendiente germánico de mi madre, que se sumó a la curiosidad viva que caracterizó a mi padre. No sé si es una buena explicación, pero agregaría que hoy mismo me resulta imposible seguir adelante con una investigación si a través de ella no experimento al mismo tiempo ese antiguo sabor de la tierra. En mi adolescencia yo vivía en la costa de un mar Atlántico de 65 millones de años y quería saber por qué se habían extinguido los dinosaurios, pero hoy, lejos de allí, leo las teorías más recientes de un modo distante y frío. Ya no hay fascinación.

Pero cuando la hubo, ¿que lo llevó específicamente a la paleontología?
Un primer impacto, tremendo, fue el hallazgo de las placas de los caparazones de gliptodontes, los antepasados gigantes de los armadillos actuales. Yo era un chico, en Jacobacci, y sentí que testimoniaban un pasado muy remoto y misterioso. Hubo como un vértigo y de pronto todo eso se asoció con el nombre de Ameghino. Cuando llevé esas placas al Museo Rivadavia, un paleontólogo sacó de un estante el Atlas de Ameghino y comenzó a comparar mis fósiles con las figuras del libro. La fascinación era total. Ahí llegué a plantearme el propósito de estudiar cuanto cascote, planta o bicho hubiera en el entorno de mi pueblo, empresa que, desde luego, era irrealizable. Sin embargo, logré hacer un estudio de la evolución geológica del valle del Huahuel Niyeo, sobre la base de fósiles guía coleccionados personalmente y que proporcionó un esquema aún válido porque, si bien abarca un ámbito pequeño, puede generalizarse a otros.

¿Cómo empezó con el estudio de los dinosaurios?
Con unas lajas que descubrí en mi pueblo y que tenían unas marcas extrañas. No parecían inorgánicas, así que las llevé al Museo de La Plata, donde ya estaba trabajando, y se las mostré a Rosendo Pascual. El dijo que eran pisadas (icnitas) de dinosaurios y se lamentó de que en la Argentina no hubiese especialistas en el tema. Las lajas procedían de una cantera de los Menucos, que resultó ser lugar de reptiles fósiles, porque después, a raíz de una información que me transmitió un dibujante que trabajaba con el prehistoriador Menghin, descubrí que en la costanera de Bariloche había lajas de la misma procedencia llenas de huellas. Hice extraer las lajas más importantes, las mandé a La Plata y empecé el estudio de su edad geológica. Después hubo un descubrimiento muy importante. Participé en una excursión en búsqueda de dinosaurios de edad triásica, organizada a raíz de un hallazgo de un geólogo de YPF. Nos perdimos al oeste del puerto de San Julián, en Santa Cruz, en una gran meseta, y después de pasar por un bosque petrificado nos topamos con una cantera llena de lajas con pisadas. En la laja que hacía las veces de piso había como un bordado y allí estaban las huellas fósiles de un dinosaurio bípedo del tamaño de una gallina, de otro más pequeño pero cuadrúpedo y de un tercero no mayor que un avestruz. Pero había algo más. Eran pisadas de lo que, según descubrí después, resultó ser un mamífero primitivo, correspondientes a distintos andares: el galope y el andar caminado. Todas esas especies habían convivido en un mismo momento cronológico: hace unos 140 millones de años, la edad geológica de las lajas. ¡Esto sí que era fascinante! Porque resultaba que el mamífero era uno de los más antiguos del mundo y se demostraba, a la vez, que el galope mamífero (como el del conejo) se remonta a esa alta antigüedad. Ese fue mi descubrimiento del Ameghinichnus patagonicus, es decir, rastro o huella de Ameghino, nombre que le asigné porque significaba una suerte de vuelta simbólica a las ideas de Ameghino sobre el surgimiento de los mamíferos en América del Sur.

Nuevamente menciona a Ameghino. Esa figura parece conmover todavía hoy a todo paleontólogo argentino.
¡Y qué le parece! Cuando descubrí su obra, Ameghino se convirtió para mí en el compendio de la magia y la sabiduría. Tiene una potencia extraordinaria, no sólo por el mérito de su tarea fundacional sino incluso por sus connotaciones geopolíticas. En su época, asociada a una hegemonía cultural del Norte hacia el Sur, privaba la idea de una análoga subordinación también en lo biogeográfico. ¡Y Ameghino viene a proponer a este lejano Sur como origen del hombre! Incluso en la época en que yo descubrí el Ameghinichnus, uno de los grandes de entonces, el norteamericano Patterson, hacía poblar América del Sur por los mamíferos a través de una única pareja, suerte de Adán y Eva que habrían llegado en unas ramas flotantes. Me pareció una verdadera falta de conceptuación de lo que es el poblamiento de un continente. ¡Un continente poblado a partir de dos mamíferos!

Restos fósiles de la "rana mas antigua del mundo", depositados en el Museo de La Plata. El tamaño natural es de unos 2 cm.
Restos fósiles de la "rana mas antigua del mundo", depositados en el Museo de La Plata. El tamaño natural es de unos 2 cm.

Usted realizó muchas otras investigaciones en el área, como el estudio de los primeros dinosaurios descubiertos en Chile o el de la evolución del andar de los animales. Sin embargo, se lo recuerda a veces como descubridor de los restos fósiles de la rana más antigua del mundo.
Esa es una verdad a medias, porque en realidad yo descubrí media rana. La historia es como sigue. Un paleobotánico, Rafael Herbst, se encontraba explorando una zona del centro de Santa Cruz con el zoólogo Viera, del Instituto Lillo de Tucumán, cuando encontró una laja en la que creyó advertir la impresión del esqueleto de una rana de unos dos centímetros. Las ranas fósiles que conocía Viera eran del cretácico de Salta pero, dada la edad geológica de la laja, ambos estaban en presencia de un hallazgo colosal: la rana más antigua del mundo, de unos 150 millones de años. Al volver a Buenos Aires, Herbst comunicó la noticia a Osvaldo Reig, especialista por excelencia, y éste publicó el informe preliminar sobre Vieraella herhsti, nombre que le dio en homenaje a ambos descubridores. Esta rana colocaba la filogenia de los anuros modernos en América del Sur, lo cual era algo espectacular. Mi intervención en el asunto ocurrió un par de años después. Estábamos en la misma región con Herbst y Bonaparte, y yo propuse ir en busca de más ranas fósiles. (Al fin de cuentas, para contrastar una teoría dos ranas son mejores que una). No encontramos nada. Al día siguiente, tocados en nuestro amor propio, nos dedicamos furiosamente a la búsqueda. De pronto levanto una piedra, descubro una laja, ¿y qué encuentro? Una rana. Hubo una expresión de júbilo. ¡Ahora teníamos dos ranas! De allí en más hasta el cocinero salió a buscar ranas, sin éxito alguno. Cuando llegué al Museo de La Plata con mi rana pedí el tipo que estaba depositado en el Museo Lillo de Tucumán. Y cuando lo tuve descubrí que ambas lajas encajaban perfectamente: las dos partes correspondían a la misma rana. Nunca más se descubrió otra. Existe un solo ejemplar de la rana más antigua del mundo, pero con él se da un problema formal, único en los anales de la paleontología. porque ambas mitadas están en museos diferentes. No se las puede considerar un tipo, porque no hay antecedentes de un fósil que sea pieza única y cuyas mitades estén en distintos sitios: La Plata y Tucumán. De vez en cuando uno de los museos le presta su media rana al otro, pero no renuncia a su posesión, y esto impide dar una definición formal de tipo.

El interés por las lenguas indígenas es una constante de su tarea antropológica. ¿Se considera a sí mismo un lingüista?
No. La lingüística es una ciencia para iniciados y requiere una formación especialísima. Conozco bastante, por ejemplo, la lengua araucana, sé cuando se la viola, tengo el dominio de su fonética, lo cual me permite la explicación de la etimología de un nombre. Hice la gramática de la lengua tehuelche septentrional gracias a que el último informante que sobrevivía era trilingüe y manejaba el araucano además del castellano. Pero no por ello soy un lingüista. Lo que a mí me apasiona es el desciframiento de la toponimia y de las etimologías, para lo cual necesito de la geografía o de las ciencias naturales en general, e incluso de lo que podría llamarse la "psicología" de los indígenas.

Entonces, ¿cómo se definiría a si mismo en el campo de la antropología?
En la Argentina, se acepta generalmente la distinción entre etnología y etnografía. Etnógrafo es aquel que estudia un determinado pueblo o elementos de él, y empieza a ser etnólogo cuando, empleando elementos culturales y biológicos, comienza a relacionarlos con otros. El etnólogo es un relacionador de pueblos, el comparador, y es el que explica, además, la dinámica del poblamiento de un área, para lo cual necesita del conocimiento geográfico. Creo que en este ámbito es donde yo he realizado mis contribuciones más importantes al trabajar en la Patagonia. Pero es curioso comprobar que muchos de quienes se dicen etnólogos, jamás han utilizado lo geográfico como condicionante para la dispersión de los pueblos en el ámbito patagónico-pampeano. Es como el caso de esos programadores de ciudades que se sientan a la mesa e imaginan el espacio en que deben construir como una hoja en blanco. Yo soy un etnólogo, pero entendido como alguien que necesita del conocimiento geográfico del área en que trabaja y del conocimiento biológico, porque no hay culturas en el aire, sin portador biológico. Yo distingo fácilmente los mestizajes, y puedo identificar "a ojo" qué rasgo denuncia la "contaminación" con la sangre indígena de un pretendido europeo puro. Y el otro elemento clave es la lengua. Cuando una lengua plasma, tiene que estar reflejando la cosmovisión y el sistema de valores de la época. Si decimos de alguien en castellano que está muerto, es que concebimos a la muerte como transitoria. Y esto es así porque el castellano nació en un clima de religiosidad cristiana; la muerte es sólo un tránsito, la clave está en el Más Allá. Así trabajo yo con la lengua araucana, que es la que más conozco. Por ejemplo, ül significa lo noble, lo puro, lo elevado, y de allí proviene ülmen, el noble, el señor. El canto sagrado con acompañamiento musical se llama ülun, pero el canto profano es ülkantun, que significa "remedo de canto". Así que el canto por excelencia es el canto sagrado (o mejor, el canto es sagrado) pero consentimos una versión popular que es un remedo de canto. ¡Qué pueblo es el que creó esa lengua! ¡Qué tremendo pueblo! Todo esto es lo que nos permite vislumbrar su sistema de valores, su cosmovisión. Y si a ello agregamos el entorno, lo ecológico, ahí tenemos al etnólogo. Que además entiende el lenguaje del arqueólogo y puede encarnar esas industrias frías, líticas que ellos nos presentan, y situarlas incluso en el tiempo.

La índole de su trabajo exige sin duda un diálogo franco y sin suspicacias con los indígenas. No debe ser sencillo, pero es fama que usted lo logra. ¿Cómo lo hace? Al fin de cuentas, su ascendencia catalana y germánica lo convierten en un prototipo insuperable de hombre blanco.
Blanco y calvo, para colmo. Pero, desde luego, en mi caso se ha dado una historia muy particular, porque aprendí a vincularme con ellos desde que era niño. Podía visitar a una familia indígena y para los ancianos era como un nieto. Tenía facilidad para aprender su lengua, podía pronunciar correctamente nombres. A ellos les impresionaba mucho, en particular en el caso de la lengua tehuelche, que es muy difícil de articular. Antes me referí a lo que llamo el conocimiento de la "psicología" del indígena. pero aclaro que se trata de un modo metafórico de designar lo que debe entenderse como respeto por ellos y su cultura. Esa es toda la clave. Desde luego, no basta con proclamarlo: es necesario que el respeto se traduzca en un comportamiento adecuado. Si debo hablar con un indígena me pongo la boina para poder descubrirme ante él. Y lo trato de "señor". Lo que hace el poblador común es tutearlo. El médico joven, inexperto, llama "abuelita" a la anciana indígena. Creen que con ello demuestran afecto pero allí hay códigos que no respetan, lenguajes que no comparten. Como mínimo es necesario conocer la lengua rural. A manera de anécdota recuerdo el caso de un miembro de un grupo de filología que pretendía conocer la opinión de una anciana sobre el rol de la mujer en la sociedad indígena. Sugería que la mujer era más valiosa que el hombre, y la anciana asentía, decía que, efectivamente, era más valorosa, es decir, valerosa o valiente. La palabra que empleaba el filólogo (valioso, aplicado a un ser humano) no era habitual en esa región. No se entendían. Y hay otro factor, de enorme importancia: el manejo del tiempo. A diferencia del tiempo ciudadano, el tiempo rural es pausado, lento, y si se quiere obtener alguna información del indígena hay que manejar un crescendo que puede insumir horas.

Eso debe ser un poco exasperante, sobre todo para el antropólogo novel que proviene de una gran ciudad.
Pero no hay otro modo. Supongamos que usted quiere que una viejita le informe si una persona que aparece en una foto antigua es o no cierto cacique porque, por ejemplo, está reconstruyendo una genealogía. Entonces llega al rancho, deja el vehículo lejos, se aproxima, saluda. Usted no es antropólogo ni dice nada de lo que está haciendo. No lleva cuadernos, ni libros de fotos, ni grabadores. Le ofrecen pasar y tomar mate. Dialoga con la familia, dice que es hombre curioso, comienza a concitar la atención. En realidad el verdadero objeto de su interés es la viejita que está sentada lejos, en un rincón, pero usted no se apresura, se aproxima lentamente al tema hasta que se crea un estado de diálogo, una cierta hipnosis. En cierto momento le pide a su ayudante que vaya al vehículo y traiga el libro de fotos. (No va personalmente, porque de otro modo se destruiría el encanto). Cuando llega el libro se apiñan los chicos, el libro empieza a circular y, tarde o temprano, vendrá la viejita y dirá ''sí, este es el cacique" o ''no, esta no es mi mamá". que es precisamente lo que usted quería averiguar. Y ahí ganó la batalla. Después, si cabe, puede venir el grabador. Pero el grabador es para hacer oír lo que usted grabó a otros: relatos, canciones. Sólo después de mucho escuchar aceptarán grabar ellos mismos. Y todo esto puede llevar horas y horas. Así que la única "técnica de aproximación" al indígena es la que deriva del respeto, algo que, por supuesto, no se aprende en la universidad.

Con José Quilchamal, último cacique tehuelche de la comunidad de El Chalía, al SO de la provincia del Chubut, en 1973.Con José Quilchamal, último cacique tehuelche de la comunidad de El Chalía, al SO de la provincia del Chubut, en 1973.

Toda esta labor suya supone un conocimiento profundo de esas culturas indígenas y su situación social actual. ¿Cuál es, en su opinión, la responsabilidad del antropólogo frente a la condición del poblador indígena?
Diría que es necesario discriminar entre países como Perú o México, en donde la población indígena es mayoritaria o muy significativa y puede hablarse de una cultura nacional, y casos como el nuestro. En la Argentina estamos en presencia de minorías étnicas en el final de su historia, y creo que el salvataje material, puro, de esos grupos es prácticamente irrealizable. Los últimos grupos de indígenas en la Patagonia son pequeños enclaves separados entre sí por muchas leguas. En la mayor parte de ellos, incluso cuando yo empecé ya se abandonaba la lengua. Hoy sólo los hombres de mi generación hablan la lengua araucana, salvo alguna excepción en Neuquén, y el mundo tehuelche agonizaba cuando yo lo conocí en la década de los años cincuenta. Incluso en la actualidad yo mismo soy el único que puede pronunciar (no digo hablar) la lengua tehuelche septentrional. Quizá la clave radique en salvar elementos culturales que puedan ser inyectados en la cultura dominante, para atenuar la violencia de una aculturación que en los hechos, en la legislación, jamás tuvo ninguna pauta de dirección por parte de los antropólogos. Atenuar esa aculturación significaría lograr que el indígena comprendiese que el blanco es capaz de respeto, y que en la sociedad dominante gravitan elementos de raíz indígena por una decisión consciente de incorporar elementos de esos viejos sustratos. Por ejemplo, el sentimiento de vergüenza de tener un nombre indígena se atenúa cuando toda una población comienza a utilizar ese nombre y conoce su significado. Si se enseñara en la escuela algo de esas lenguas y esos mitos, si con ello se lograse dejar en la macrosociedad parte de esos elementos culturales, resolveríamos al menos el choque social en estos casos de desequilibrio étnico y el indígena sería visto con otros ojos. Porque no hay modo de atajar ese proceso en el cual el pez grande se come al chico. Es irreversible

La más importante informante tehuelche meridional, Ana Montenegro (Kainkser), fotografiada en 1962 en la reserva indígena de Camusu Aike, provincia de Santa Cruz. A la derecha: Casamiquela en 1965, vestido "a la tehuelche", con quillango. De pie, el informante Lorenzo Yebes, hijo de Ana Montenegro. Fotografía obtenida en el campamento de la familia, cerca de Lemarchand, provincia de Santa Cruz..La más importante informante tehuelche meridional, Ana Montenegro (Kainkser), fotografiada en 1962 en la reserva indígena de Camusu Aike, provincia de Santa Cruz. A la derecha: Casamiquela en 1965, vestido "a la tehuelche", con quillango. De pie, el informante Lorenzo Yebes, hijo de Ana Montenegro. Fotografía obtenida en el campamento de la familia, cerca de Lemarchand, provincia de Santa Cruz..

El problema es, entonces, el hombre blanco y no el indígena.
Por supuesto. Al indígena, en lo posible, hay que dejarlo en paz. Desde luego, en esa función de salvataje, el antropólogo debe interactuar y hacer consciente ante el indígena que está rescatando para la humanidad un legado, el testimonio de una cultura de la cual puede enorgullecerse. Recuerdo el caso de Agustina Quilchamal, aquella informante del etnólogo Escalada, que decía "quiero dejar recuerdos y después morir''. En estos casos el indígena comprende, se asume como testigo. Pero en otros, por favor, dejémoslos en paz. Hacemos censo tras censo, encuesta tras encuesta que no van a parar a ninguna parte. Lo que urge y no se hace es llegar a la escuela, a los medios, hacer crecer las formas de un respeto que se difunda por toda la sociedad. Sólo cuando el indígena se siente respetado se sentirá parte de ella.

Pero a veces, con la mejor intención, se homenajea al indígena a partir de cánones y pautas que le son totalmente ajenas.
Sí. y se escribe un cuento para los chicos de la Patagonia donde aparece una liebre, pero es una liebre europea. Por eso me parece muy valioso lo que hacen jóvenes antropólogos como Miguel Palermo, por ejemplo, que rescata los relatos que cuentan los tobas o los matacos. Y en otro ámbito, el de la música, está el caso de Carlos Di Fulvio, que tomó una música indígena y lanzó una respetuosa composición descriptiva que llamó lonkomeo. Salvo él, en el ámbito patagónico, nadie se inspira en la música indígena para componer. Y éste es un tema interesante, porque un Tarragó Ros, por ejemplo, en esta época en que estamos invadidos por música foránea masiva y dirigida, puede levantar la bandera de un género musical antiguo como el chamamé e introducirlo en buena parte de la sociedad nacional. Lo que él hace no es un invento: es conocimiento y respeto por lo indígena, sumado a una creación libre. Es lo que yo propongo.

Las culturas indígenas patagónicas y pampeanas, a diferencia de lo que ocurre con otras en América Latina, suelen ser menospreciadas porque se las considera "inferiores". Se piensa habitualmente que poco puede aprenderse de ellas. ¿Cuál es su opinión al respecto?
Efectivamente, suele aparecer ese menosprecio. Algunas de esas culturas son incluso epígonas del Paleolítico, como sucede con las de nuestros cazadores de la Patagonia. Pero es un error suponer que no se justifique el salvataje en esos casos, pues hay mucho que aprender de ellos. Pienso en un ejemplo tomado al azar. Al estudiar motivos textiles con una informante descendiente del cacique Sayhueque, de origen tehuelche araucanizado, descubrí que en el nombre que se reserva para las paralelas hay implícita una idea de movimiento. Esto puede ser sorprendente para una mentalidad euclideana, porque dos líneas paralelas no solo se contraponen en el sentido sino que existe además, entre ellas, una suerte de dinamismo. Luego comprendí que esta idea está condicionada por el uso del telar vertical: la verticalidad misma implica la idea de un movimiento de vaivén. El tejido es la actividad básica del hogar indígena y, como la urdimbre del telar es algo que va y vuelve, ambos conceptos, el de verticalidad y el de paralelismo, son dinámicos y no estáticos. Hemos olvidado el contexto histórico y cultural en que se originó nuestra geometría griega, pero el ejemplo nos recuerda que la conceptuación tiene un origen cultural, que todo sistema conceptual está pautado por la cultura. Además yo he encontrado, en esas áreas muy conservativas, no deformadas en lo cultural por elementos que podían llegar luego por vía de difusión, aspectos extraordinarios que se refieren a los intentos de dar respuestas a interrogantes claves de la humanidad. Porque en estas culturas paleolíticas, como en cualquier otra, hay una cosmovisión y un ethos, un sistema de valores.

Y un sistema de justicia.
La concepción de la justicia entre los tehuelches, por ejemplo, es muy interesante: tiene un carácter teológico. Ya Musters había anotado que al niño que muere se le llora mucho, mientras que apenas se siente pena por la muerte de un viejo. Se piensa que el viejo, si ha sido justo, irá inmediatamente al paraíso, la Vía Láctea, lugar de cazadores que bolean eternamente avestruces y guanacos gordos. Pero, ¿qué pensar del niño que muere? Su espíritu vagará como alma en pena, sin estar realmente muerto, hasta que cumpla la edad cronológica que corresponde a su adultez. Y en ese momento irá directamente al paraíso. La teología tehuelche soluciona el problema de un modo racional: puesto que el niño no ha tenido oportunidad de ser injusto, el paraíso es su destino. Todo esto origina reflexiones que calan hondo y merecerían cierta atención por el hombre moderno. Me pregunto por qué no imaginar la incorporación de tales elementos culturales a nuestra propia sociedad endurecida, fría, mercantilizada.

Usted ha manifestado en muchas oportunidades su preocupación por la carencia de una identidad cultural patagónica. A modo de balance personal, ¿qué aspectos de su obra científica le han dado mayores satisfacciones a propósito de este problema?
Afortunadamente podría mencionar muchos ejemplos. producto quizá de efectos de filtración que se producen a la larga y que podrían contribuir a una definición cultural de la Patagonia. Pero quisiera rescatar en particular uno de ellos. Como etnólogo no puedo dejar de pensar que en nombre de una concepción desafortunada de "progreso" provocamos un etnocidio, una guerra fratricida contra esos hermosos pueblos indígenas, los destruimos, y ahora obligamos a sus descendientes a vivir en zoológicos, mal incorporados a nuestra sociedad dominante. De allí que me llene de orgullo cierto reconocimiento que se me brinda por mi tarea de rescate de las culturas indígenas, de sus lenguas y religiones, de toda esa labor que me he impuesto y que en el fondo es un homenaje a esos pueblos en vías de extinción. Y no me refiero a un reconocimiento meramente académico, sino también a episodios cotidianos en los que acontece la posibilidad de devolver a los descendientes de aquellos hombres la cultura de sus ancestros. Pongo por caso el de un muchacho que se acerca y me lee sus poemas, inspirados en la vieja lengua araucana, y me dice que los ha escrito porque alguna vez leyó mi libro de canciones en esa lengua. O el del indígena que recupera el orgullo por su nombre porque yo le he explicado su significado. A veces, cuando vuelvo a mi pueblo, encuentro a los nietos de mis antiguos informantes, llegan con una libreta para anotar en ella palabras indígenas que ignoran y que yo les enseño. Pienso en Aimé Painé, una cantante exquisita de origen patagónico, ya fallecida, a la que yo puse en contacto con canciones araucanas y tehuelches. Ella vivía en Buenos Aires, pero al fin se decidió a salir al campo y encontrar sus orígenes, lo cual le permitió extender su repertorio a canciones de autoría propia y de profundas raíces indígenas. En este caso creo haber desempeñado el papel de detonante de una personalidad capaz de reivindicar una cultura, algo que imperiosamente necesitan los pueblos indígenas.

¿En qué trabaja en este momento?
En una suerte de síntesis de casi treinta años de labor, la interpretación del panorama indígena en épocas históricas del ámbito patagónico-pampeano. La obra está concebida como una serie de piezas en las cuales hay interpretaciones etnológicas (la dinámica del poblamiento, las nomenclaturas, elementos culturales claves) pero además sistemas de toponimias y finalmente iconografías, la representación a través de fotos y grabados antiguos de la evolución de determinadas etnias. La iconografía de los tehuelches meridionales está casi completa e incluye unas 400 fotografías acompañadas de una genealogía de un siglo de profundidad. Es un trabajo que he realizado con Mateo Martinic, el historiador chileno, y Osvaldo Mondelo, un periodista de Río Gallegos. Esta genealogía compacta mide la decadencia, la aculturación y la resolución del pueblo tehuelche en la sangre y en la cultura dominante. Porque los pueblos no se extinguen, se transforman.

¿Qué lo lleva a hacer todo esto?
El sentir que la sangre indígena galopa en nuestra propia sangre.Buenos Aires - Carmen de Patagones Setiembre de 1988

Con jóvenes descendientes de indígenas en el Museo "Jorge H. Gerhold" de Ingeniero Jacobacci.Con jóvenes descendientes de indígenas en el Museo "Jorge H. Gerhold" de Ingeniero Jacobacci.

Para que el mundo sepa que existió un pueblo

Habrá sido en 1949 ó 1950. Yo estaba numerando piedras en la vereda del incipiente museo de Jacobacci cuando pasó por allí un personaje extraño, un zambo. Le pregunté por él al juez de paz, don Enrique Hansen, hombre de revólver al cinto, y me dijo que era uno de esos tehuelches pampas que vivían en el sur, en el Chubut. Yo tenía noticias de esos pampas que no eran araucanos y decidí largarme al Chubut a los pocos días. Allí tomé contacto con los últimos representantes de una etnia en desaparición, en agonía final. Quedaban sólo cuatro o cinco hablantes, y apenas uno, José María Cual, podía evocar e ir resucitando su lengua.

Fascinacion

Durante siete años trabajé con el viejo maestro Cual en el rescate de la lengua de los tehuelches septentrionales, los gününa küna, y aquellas anotaciones en cuadernos se convirtieron con el tiempo en las "nociones de gramática" publicadas en 1983. Esa lengua había sido hablada por un pueblo que por lo menos durante los siglos XVII, XVIII y parte del XIX señoreó el ámbito de las sierras de la provincia de Buenos Aires. Hoy se puede acreditar de manera segura y penosamente definitiva que esa lengua se ha extinguido, derrotada por la araucana y la nuestra propia.

José María Cual fotografiado por Casamiquela en 1955 en Gan-Gan, provincia del Chubut. Arriba: página de uno de los cuadernos de Casamiquela con apuntes tomados durante el rescate de la lengua tehuelche con la colaboración de Cual.
José María Cual fotografiado por Casamiquela en 1955 en Gan-Gan, provincia del Chubut. Arriba: página de uno de los cuadernos de Casamiquela con apuntes tomados durante el rescate de la lengua tehuelche con la colaboración de Cual.

Esta realidad de agonía lingüística, cultural, queda probada por el hecho de que el 99% de los materiales de mi recolección de la lengua tehuelche septentrional procede de un único informante, el propio Cual. La documentación fue conseguida contra reloj, en un operativo de rescate del que aquel viejo ciego era plenamente consciente: el último de los hablantes tehuelches septentrionales quería que se salvase su lengua para que el mundo supiera que existió un pueblo.El profundo interés de Cual en nuestra común tarea compensó en parte la ausencia de otros informantes. Pero hay otras compensaciones: ese venerable anciano que vivió ignorado en un rancho perdido en el corazón del Chubut tenía una inteligencia fuera de lo común y una curiosidad siempre viva. Año a año revivió elementos de un idioma casi fósil que no hablaba desde la adolescencia como lengua cotidiana. Su memoria excepcional y una paciencia sin limites hicieron el resto.

José María Cual, el hombre que proporcionó prácticamente toda la información lingüística y etnográfica sobre su pueblo, murió en 1960. Tenía alrededor de 90 años y su nombre indígena era Kalakapa.

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