Un cuarto de siglo contando la ciencia

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Hoy existe creciente interés por parte de los científicos por contar lo que hacen y, también, una creciente profesionalización del periodismo científico.


Ah, no en el conocimiento está la felicidad, sino en la adquisición del conocimiento. Sabiendo para siempre, seremos para siempre venturosos; pero saber todo sería la maldición de un enemigo.

Edgar Allan Poe, ‘El poder de las palabras’, 1850

La ciencia no es ciencia mientras no se comunica. Por un lado está la comunicación profesional de la actividad científica, el carnet de identidad de los investigadores medido en artículos, comunicaciones a congresos, charlas de pasillo. Por otro, la comunicación pública de la ciencia, actividad que ha tomado inusitados vigor y relevancia en nuestro medio. Vale la pena reflexionar sobre esto en momentos de celebrar los primeros veinticinco años de Ciencia Hoy.

A muy grandes rasgos, el nacimiento de la revista coincidió con la recuperación de la democracia en la Argentina y con el comienzo de una historia de contraluces y claroscuros en la ciencia y en su comunicación. Los investigadores pasamos de lavar los platos a tener un ministerio de ciencia, pero también fuimos de páginas diarias sobre ciencia y tecnología en los diarios, y de revistas de divulgación con tiradas de seis cifras a una alarmante ausencia de difusión científica en los medios masivos. Al mismo tiempo, de Teleescuela Técnica nos mudamos a canales de televisión destinados específicamente a la educación, la ciencia y la tecnología, por ejemplo, Tecnópolis TV o el canal Encuentro. Las discusiones de fondo, sin embargo, siguen hoy tan vigentes como cuando Domingo F Sarmiento defendía a Darwin en la Sociedad Científica Argentina. Versan sobre qué, cómo, cuándo y, sobre todo, quién debe contar la ciencia.

Comencemos por el principio: todos entendemos de qué hablamos cuando hablamos de divulgación. Pero ¿es así? De hecho, Ciencia Hoy lleva el subtítulo Revista de Divulgación Científica y Tecnológica. Los anaqueles de las librerías incluyen bajo esa denominación una variedad de temas, que van desde la visión del mundo de Albert Einstein hasta consejos para criar al hámster o para seguir la dieta de la Luna en cuarto creciente. Las palabras no son inocentes: la forma en que uno se presenta o firma el registro de pasajeros de un hotel dice mucho acerca de lo que hace, cómo lo hace y por qué lo hace. Divulgar, así como su prima popularizar, contiene el germen del llamado ‘modelo de déficit’: llevar el conocimiento desde donde se produce hasta donde, en el mejor de los casos, se consume.

Las metáforas que utilizamos para referirnos a la tarea de divulgar son de lo más ilustrativas: bajar, traducir, transponer. En cierta forma, revelan una tarea de evangelización científica, una mirada que proviene del principio de autoridad, en sí bastante reñido con la ciencia. Tal vez el enfoque cambie si hablamos de una comunicación pública de la ciencia, etimológicamente dirigida a compartir, a poner en común el conocimiento. Las palabras y las ciencias, diría algún filósofo.

Al mismo tiempo, existe una tajante división en el imaginario colectivo entre por un lado el divulgador, que es aquel que se dedica a tareas de educación no formal en ciencias, y también el científico, que cada tanto realiza tareas de difusión o extensión, y por otro lado el periodista científico, el profesional encargado de las noticias científicas en los medios. En esto, Ciencia Hoy tradicionalmente ha seguido el partido del científico divulgador, lo que indica una toma específica de posición, diferente de la elegida por otros medios similares.

La cuestión sobre el tapete aquí es quién debe –o puede– contar la ciencia. Esto que parece tan simple es objeto de airadas discusiones en el mundo académico de la comunicación de las ciencias. Lo cierto es que hoy existe creciente interés por parte de los científicos por contar lo que hacen y, también, una creciente profesionalización del periodismo científico, que permite un diálogo más fluido y ameno entre las partes, con la necesaria mirada crítica sobre la ciencia y sus circunstancias. En este contexto, es necesario que la formación del científico incluya capacitarse en contar, en compartir su conocimiento, y que la educación del periodista abarque la mirada científica del mundo. Lo último, diría, vale tanto si se dedica a las noticias sobre ciencia como a la crónica policial o a los números de la quiniela. Solo así iremos acercando las famosas dos culturas de las que habló CP Snow –citado en la página 85– y podremos considerar, de una vez, la ciencia como una de las luces de la humanidad, junto con la literatura, el teatro, el fútbol o la belleza.

Permítaseme detenerme en el pasado reciente de esta comunicación científica en la Argentina. Más allá de las consabidas historias decimonónicas de sabios extranjeros, pioneros naturalistas y comienzos institucionales, el siglo XX trajo consigo la organización de la actividad científica en el país y, solo con el tiempo, de su difusión. Aún hoy vivimos bajo la influencia de las grandes escuelas de investigación en fisiología, bioquímica, neurociencias o física, por lo general conformadas en torno a figuras conductoras que tendemos a concebir como una mezcla de caudillos y próceres, a pesar de que la divulgación no solía estar entre los objetivos primordiales de sus actividades. Hubo, sin duda, algunas honrosas excepciones al desinterés divulgativo, como la atención que recibió la visita de Einstein en 1925, periódicos fascinantes como Luz del porvenir o Frente antituberculoso o, más tarde, los intentos de Eudeba y el Centro Editor de América Latina de alcanzar públicos masivos.

Hay cientos de historias que muestran la posición de la última dictadura militar ante la ciencia y los científicos. Así, el exilio, el miedo y la mediocridad sumieron a las actividades científicas en un pozo del que nos llevó tiempo recuperarnos. Como en muchas otras áreas, la falta de una generación se hizo sentir. Si en 1983 se pensó que con la democracia se come, se cura y se educa, se constató que no necesariamente se hace o se cuenta la ciencia. Más allá de los encomiables esfuerzos de las autoridades del sector, la debacle que terminó con el primer gobierno constitucional posdictadura también postergó el cumplimento de buena parte de los sueños renacentistas.

Postergación, sin embargo, no significó cancelación sino, quizá, demorada y distinta forma de cumplimiento; al punto que hoy, a veinte años de esa debacle, la comunicación de la ciencia conoce un período de florecimiento, con los periodistas científicos profesionales agrupados en la Red Argentina de Periodismo Científico y varias instancias de formación de posgrado en la materia. Si bien se redujo el espacio para la divulgación de ciencia en diversos medios, se abrió en otros, y tanto la radio como la televisión nos han acogido para contar lo que hacemos. Además, la ciencia ingresó en el discurso oficial. En palabras del científico y escritor Marcelino Cereijido, acaeció un cambio preposicional, de oír del gobierno la promesa de apoyar ‘a’ la ciencia, ahora oímos la de apoyarse ‘en’ la ciencia. No es poco.

En términos personales, la historia de Ciencia Hoy coincide con mi experiencia en la comunicación de la ciencia. Tímidamente al principio, desfachatadamente (para algunos) más adelante, tuve el placer y el honor de colaborar con diversos medios gráficos y televisivos, así como de acompañar a esta revista desde diversas tribunas. Puesto ante la disyuntiva de contar la investigación profesional (que magistralmente hacen varios periodistas científicos) o compartir la ciencia como actitud, casi como verbo (aquél que conjuga las acciones de mirar, experimentar, hacer preguntas, maravillarse, querer conocer más y más), elegí la segunda: contar la ciencia como algo cotidiano, una parte indisoluble de la cultura, tan indisoluble como la literatura, el teatro, el fútbol o la belleza. Contar lo propio y lo de los colegas, pero siempre destacando la maravilla de ver las cosas de todos los días con anteojos de científico.

La premisa es que, una vez asegurado el rigor científico –que no puede estar comprometido–, todo vale para aprovechar al máximo los recursos del medio utilizado. Es común, al hacer un programa de televisión o al escribir un libro, que uno tenga en mente la ciencia que procura divulgar y olvide la necesidad de lograr que el espectador detenga el zapping y quede atrapado por lo que acontece en la pantalla, o se deje absorber por lo que relatan las páginas impresas. También me resulta fascinante lograr una comunicación de la ciencia con múltiples niveles de lectura: que los más chicos queden felizmente sorprendidos por los experimentos y la actitud preguntona, y los menos chicos –sean adolescentes o abuelos– puedan reflexionar sobre los hechos y métodos de la ciencia. Para ello, pienso que la cotidianeidad de la cocina, el baño, el colectivo, el amor o la música son puertas inmejorables para entrar en el mundo de las preguntas científicas.

El químico Carl Djerassi (1923) habló de la ciencia que se esconde en la ficción. Se la puede encontrar en todo recoveco que le deja la literatura, desde los best-sellers de Michael Crichton hasta las novelas de Michel Houllebecq, lo mismo que en las letras de Gilberto Gil o en el ‘verás que todo es mentira’ del tango, peligrosamente parecido a la paradoja de Zenón. Siguiendo esta idea, me gusta llamarla ‘ciencia de contrabando’. Es decir, introducir conceptos y miradas científicas donde nadie las espera: en la comba de la pelota en un córner durante el relato de un partido de fútbol o en las ilusiones visuales o auditivas de una película. Allí hay ciencia, mucha y fascinante. Tal vez ese contrabando también sea útil en el aula, que es donde se enseña la ciencia. La divulgación solo puede complementar la educación formal, generar interés y entusiasmo entre los alumnos y brindar herramientas a los docentes.

Quizá pasar ciencia de contrabando ayude a acercar las mencionadas dos culturas, encarnadas en dos bandos aparentemente irreconciliables: los científicos y el resto del mundo. Hasta el cantor Fito Páez da por sentada su existencia cuando se refiere a ‘una flaca de Exactas explicando lo que no hay que explicar’. Contar la ciencia de la vida cotidiana sería una especie de tercera posición que tiende a hacernos gozar la ciencia tanto como lo hacemos del arte, de un buen vino o de un libro compañero.

Por otra parte, el científico que se expone en los medios masivos de comunicación levanta sospechas y atrae ojos escrutadores. Se habla del síndrome Sagan, en recuerdo del excelentísimo investigador y comunicador estadounidense excluido de la Academia de Ciencias de su país por –se sospecha– su (merecida) fama mundial. Si bien eso no deja de existir, creo que en estos años ha cambiado la actitud de nuestros colegas e instituciones ante la manía que tenemos algunos de comunicar nuestra labor al público con tanta pasión como la que ponemos cuando trabajamos de científicos. Para nosotros, contar lo que hacemos es parte de lo que hacemos, y ahora hasta podemos volcarlo en los informes periódicos por los que nos evalúan, e incluso pedir financiamiento para ese tipo de actividades.

La ciencia es posiblemente el mayor invento de la humanidad. Contar y compartir este invento es un deber, un camino amplio en el que todos –investigadores, periodistas, divulgadores, editores– cabemos. Vale la pena compartir lo que ven estos ojos científicos, tal vez más pensativos pero no menos soñadores. Vale la pena ayudar a que los del otro bando descubran sus mecanismos. Vale la pena que todos descubran ese pedacito de la naturaleza que la ciencia logra explicar. Acompañar a los científicos en sus cotidianos ‘no sé’ puede ser la mejor de las aventuras: contar la ciencia puede ser tan fascinante como hacerla. La ciencia es un arma cargada de futuro.

Lecturas Sugeridas

CAZAUX D, 2010, Historia de la divulgación científica en la Argentina, Teseo, Buenos Aires.

DE AMBROSIO M , 2012, Contar la ciencia. De ratones mutantes, personas búho y proezas espaciales en 40 notas publicadas en los medios en 2011, Red Argentina de Periodismo Científico.

DE AMBROSIO M , 2013, Ciencia en palabras. Del Titanic a la máquina del Big Bang en 37 notas publicadas en los medios, Red Argentina de Periodismo Científico.

DJERASSI C, 1998, ‘Ethical discourse by science-in-fiction’, Nature, 393: 511. Ver también www.djerassi.com.

ORIONE J, 2008, Historia crítica de la ciencia argentina, Capital Intelectual, Buenos Aires.

Diego A Golombek

Diego A Golombek

Doctor en biología, UBA.
Profesor titular, UNQ.
Investigador principal del Conicet.

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