Los Meetings

Let’s have a drink, let’s have dinner, let’s have breakfast together. It’s this kind of informal contact that’s the real raison d’être ofa conference, not the programme of papers and lectures which has ostensibly brought the participants together but which most of them find intolerably tedious.¹
David Lodge, SmaII World

HUMOR

¹ Tomemos una copa, comamos, desayunemos juntos, este tipo de contacto informal constituye la razón de ser de una conferencia, no el programa de comunicaciones y disertaciones que, aparentemente, reunió a los visitantes, pero que la mayoria encuentra intolerablemente tedioso.

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Rito comunitario cuya repetición garantiza la subsistencia del cosmos científico, meta culminante del ignorado esfuerzo, olímpica palestra que nos corona de imaginarios laureles o nos relega al (también imaginario) olvido, el meeting, la conferencia o el congreso son prácticamente la gregaria razón de ser de nuestres arduos trabajos y solitarios días. ¿Sería posible nuestra rutinaria existencia de formularios, experimentos, seminarios, clases, papers, jefes, e-mails y consejos directivos sin esas ocasionales escapadas a exóticos lugares del planeta con el único fin de charlar, ver viejos amigos, hacer miniturismo y tratar de convencer a otros individuos de nuestro mismo pelaje de que somos más inteligentes que ellos? ¿Podríamos tolerar nuestra parroquial existencia sin esas ventanas a un mundo que, aunque simétricamente provinciano, se nos aparece como más dilatado por el mero efecto óptico de la distancia? ¿Estaríamos en condiciones de aguantar nuestros suelditos, la falta de identidad social y la frustración crónica sin el periódico acceso a esa caja de sorpresas fantástica y efímera que son los congresos, esa mezcla de chismes, lectures, ideas originales (las nuestras), resultados refritos (los ajenos), coktails y trabajos corregidos-en-la-pieza-del-hotel-la-noche-antes? Sospecho que no.

La gran aventura del viaje a la conferencia comienza cuando enviás el abstract con resultados que, por supuesto, todavía no tenés, mientras implorás a las deidades del método experimental poder llegar a conseguirlos sin macanear demasiado. Después empieza el siempre penoso operativo de conseguir la plata, solicitando aquí, mendigando allá, distrayendo de aquel subsidio o reduciendo las vacaciones una semana, ya que el monto de las becas de viaje nunca alcanza ni para un paseo por el Tigre.

El viaje en avión (inevitablemente en clase turistica) es un capitulo en si mismo; por lo menos doce horas encastrado en un silloncito con un gordo repantigado, al que hay que pedirle permiso para ir al baño, sentado del lado del pasillo, comida de plástico con cubiertos de metal, películas con el audio que no furiciona o que ya viste por cable, retrasos de seis horas por la nieve o por alguna huelga en el aeropuerto de Cracovia, conexiones y valijas perdidas, múltiples revisiones de equipaje y controles de pasaporte, por eso de ser argentino y otras lindezas.

Una vez llegado a tu destino, puede suceder que no tengas más remedio que hospedarte en un hotel, con lo cual gastás en un día lo que acá usás para comer durante una semana. En Europa, donde todo es chiquito, incómodo y carísimo, tenés que someterte a las manipulaciones de los bell boys, confraternizar con la mucama que habla español y acostarte en una cama digna de un faquir. En los EE.UU., donde todo es grandilocuente, cachirulo y (asimismo) carísimo, tenés que soportar la televisión y los tipos del cuarto de al lado que chupan cerveza, se ponen en curda y gritan pavadas hasta la hora de despertarse. Si elegís la solución económica de los moteles, bed and breakfast u hosterías periféricas, habrás de soportar viajes diarios al congreso cuya duración no baja de una hora y media. En el caso de que los organizadores del encuentro tengan ínfulas histórico-culturales y decidan efectuar el meeting en algún lugar venerable, como un abadía del siglo XIV o algún college oxoniense, encontrás que te cortan la calefacción por la noche (y que no hay frazadas en el armario), que el baño es común y queda a no menos de cincuenta metros de la espartana habitación que te han asignado y que la comida (pese a su pretenciosa descripción en francés en el menú) consiste, en realidad, en sopa de vegetales, guiso frío y agua.

Sin embargo, todos nos sometemos a estos encantos con tal de participar en el gran juego del meeting. Dicho certamen consiste, básicamente, en lograr que nos escuchen y evitar escuchar. En otras palabras, gana el que logra la mayor tasa ‘oyentes de la propia comunicación (lectores de posters) / comunicaciones escuchadas (posters leídos)’. En los rarísimos casos en que alguien se tome la cosa en serio, deberá saltar como langosta de sesión en sesión para tratar de escuchar a fulanito o discutirle a menganito, fatigar los pasillos con el programa arrugado en la mano y llegar siempre tarde a todos lados; en todo caso, tendrá que cambiar su sintonía auditiva, con más rapidez que la de adolescente que recorre las FM, para entender el inglés gutural de los hindúes, el inglés demasiado correcto de los alemanes, el inglés gangoso de los franceses, el inglés italiano de los italianos y el inglés ininteligible de los ingleses (aunque, como a nadie le importa demasiado lo que dice el que habla, ¿qué más da si no se entiende a nadie?).

Es sabido que una de las habilidades congresísticas consiste en lograr que a uno lo enchufen temprano en el programa, cosa de pasar el mal trago de una buena vez y poder dedicarse a pasear ir a la playa o, simplemente, criticar distendidamente al prójimo, sin temor de que la víctima vaya a tomar represalias. Pero, tarde o temprano, llega el gran momento. No importa cuántas veces hayas corregido el original, practicado tu speech o controlado el orden de las diapositivas, siempre, siempre sale algo mal: o te olvidás de citar el trabajo del tipo que está en la primera fila y te mira como si te quisiera comer crudo, o tu becario se confundió cuando te pasó los resultados del experimento, o te das cuenta, en un rapto de intuición fulminante acompañado con un frío que te recorre la espalda y te deja casi mudo en medio de una frase, que lo que hiciste no tiene ningún sentido y que los otros, advertidos del asunto, ya festejan a los codazos sin el menor disimulo. Con respecto a las preguntas recibidas y emitidas, no vale la pena preocuparse demasiado. Todos sabemos que el único y real objetivo de las preguntas es demostrar que une sabe algo que el otro ignora, aprovechar la oportunidad de promocionar el trabajo propio o exhibirse ante los miembros de jurados otorgadores de subsidios ( jamás, pero jamás, contribuir críticamente a la construcción del conocimiento).

Lo esencial del congreso, claro, no son las sesiones de comunicaciones, los posters primorosa y laboriosamente preparados, ni el discurso principal del jerarca consagrado, sino el programa social. Los más lanzados (una minoría audaz) entiende por esto la búsqueda y, en el mejor de los casos, el encuentro, de espasmódicos, tórridos y necesariamente efímeros romances entre colegas de diferentes nacionalidades en el mejor estilo de El crucero del amor. La mayoría, sin embargo, opta por diversiones más conservadoras. Un clásico son los cocktails a la tardecita del primer día. En los EE.UU. estos encuentros consisten en reunir un grupo de personas que -se supone- deben ‘socializar’. El juego aquí consiste en hacer contactos (verbales), intercambiar con el mayor número de personas la mayor cantidad de intrascendencias en el menor tiempo posible. Los grupos se arman y se desarman con una regularidad sorprendente y tienen un turn-over de aproximadamente diez a quince minutos (es de rigor mantener un vaso semivacio en la mano y estamparse una sonrisa pH=7 mientras se mira a diestra y siniestra a cuál de los grupos se emigrará cuando el actual se disgregue).

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Otro acontecimiento tradicional es la cena de despedida. Aquí, invariablemente, a uno le toca sentarse entre algún profesor asociado de una universidad de Uzbekistán y un chino que hace un mes llegó al gran país del norte y no hace otra cosa que mover la cabeza de arriba a abajo, gentilmente y en respetuoso silencio. Otra posibilidad es quedar encastrado entre dos gerontes que se conocen desde los tiempos de las centrifugas manuales y que se pasan la noche comentando las virtudes de la cerveza de algún remoto condado de Gales, el precio de la comida en los hoteles de Budapest en los años cincuenta o los progresos de sus nietos en el college. Lo peor es que alguno de estos plomos, en un arranque de falsa conciencia primermundista, te pregunte, poniendo cara muy seria de estar interesado, cómo andan las cosas en la Argentina, y vos tenés que estrujarte el cerebro para tratar de traducir la política económica criolla de la última década a alguna narrativa con visos de coherencia (empresa condenada de entrada al fracaso).

El último día del congreso se utiliza, casi invariablemente, para patear como enloquecidos por la ciudad y tratar de cumplir con los encarguitos familiares, o en visitar algún museo que queda en la última estación del métro, el U-Bahn o el tube, para contemplar en vivo y en directo aquel cuadro cuya reproducción en blanco y negro viste alguna tarde de lluvia de tu lejana niñez en el Tesoro de la juventud, y te prometiste que cuando fueras científico y anduvieras viajando por el mundo no dejarías de admirar personalmente. Esto, si la conferencia no incluye entre sus atracciones la visita en alegre caravana a algún museo local de artesanías en alambre de cobre, o la velada musical con la presentación del Mesías de Haendel, ejecutada por el coro de niños de Kalamazoo (Michigan).

Ya con el pie en el avión, aún tenés que atravesar la amargura de hacer las cuentas finales (y encontrar que, si no hubieras llevado la tarjeta, habrías tenido que pasar las dos últimas noches en la calle) y decidir si le das o no una copia de tu comunicación a ese tipo que sospechás que te va a afanar los resultados. Pero esto es nada comparado con la llegada a Ezeiza, ese preanuricio de la reinstalación en la rutina, ese reconocimiento de olores y gestos que, en apenas una semana, de familiares se tornaron curiosos, y la conciencia de que tendrás que esperar varios meses (en el mejor de les casos) para reincidir en esa adicción de atravesar el ecuador de tanto en tanto, con tal de no dejar de soñar que hay alguien, por lo menos alguien, en este vasto mundo, que puede llegar a entender las razones de tu insomnio y tus fatigas.

Miguel de Asúa

Miguel de Asúa

Doctor en medicina, UBA. PhD en historia, University of Notre Dame. Profesor titular, Universidad Nacional de San Martín. Investigador principal del Conicet.

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