Ciudadanos, políticos y científicos

En los últimos tiempos, la prensa mundial –incluida la argentina– se ha ocupado repetidamente de algunos asuntos de gran repercusión relacionados de manera directa o indirecta con la investigación científica, sus aplicaciones o sus consecuencias. Nos referimos a cuestiones como la difusión cada vez mayor y la creciente oposición a los alimentos genéticamente modificados por procedimientos de laboratorio (a diferencia de la modificación genética que se produce cruzando sistemáticamente individuos con los caracteres deseables en un proceso de cría controlada, según lo ha venido realizando la humanidad desde los comienzos de la agricultura y de la domesticación animal). O como los inesperados rebrotes de fiebre aftosa en el ganado, tanto en la Argentina como en Europa. O como la reiterada aparición de casos de encefalopatía espongiforme bovina (o enfermedad de la vaca loca) en varios países europeos, después de haberse constatado la existencia en humanos de una variante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob que se habría originado en dicha patología vacuna (contrariando la hipótesis hasta hace poco considerada probable, que excluía el salto de especies, es decir, el pasaje del mal del ganado a las personas). O como la posible clonación de seres humanos en un contexto de reproducción asistida de parejas infértiles. Las noticias que se difundieron, las explicaciones dadas por académicos y políticos, las diversas iniciativas de acción emanadas de ámbitos administrativos, legislativos y de acción ciudadana, así como la perplejidad en que todo ello ha tendido a sumir al público, llevan a reflexionar una vez más, como lo hicimos en editoriales anteriores (véase, por ejemplo, “Pares e impares”, Ciencia Hoy, 34: 7-8, 1996, número que también contiene una nota sobre la enfermedad de la vaca loca), sobre la forma de tomar decisiones de política pública, en las sociedades modernas, en asuntos que se caracterizan por su complejidad científica o tecnológica, por no poca incertidumbre sobre su gravedad o evolución y por un sustrato técnico solo al alcance de especialistas. A los ejemplos mencionados podrían agregarse otros, que cada tanto ocupan los titulares de la prensa y las preocupaciones ciudadanas: el destino final de los residuos radiactivos de centrales nucleares (recuérdese el proyecto de instalar un repositorio o basurero en Gastre), las alteraciones ambientales de obras públicas (recuérdense las reacciones al gasoducto norandino, que cruza las selvas de las Yungas y la puna jujeña) y los ya clásicos efecto invernadero y deterioro de la capa de ozono estratosférico.

Se puede advertir que todas estas situaciones tienen, en mayor o menor grado, varios elementos en común, a saber: (i) se trata de cuestiones complejas, relacionadas con áreas novedosas y, aun para muchos especialistas, poco conocidas de la ciencia; (ii) existe por ello no poco margen de incertidumbre acerca de sus bases científicas; (iii) son percibidas por el público como peligrosas; (iv) los expertos discrepan sobre su gravedad, los riesgos que encierran y la viabilidad de las soluciones que se proponen; (v) son políticamente controvertidas y, en algunos casos, merecen reparos éticos, y (vi) en la mayoría hay importantes intereses en juego, sobre todo económicos. La pregunta más importante que se plantea es cuál es la mejor forma de decidir qué hacer, e incluso cómo decidir si se requiere hacer algo. Si se pasa brevemente revista a los ejemplos citados, se concluirá que entre nosotros (y muchas veces también entre otros con sistemas políticos más asentados) las decisiones que se tomaron u omitieron fueron producto más de presiones políticas o del cabildeo de grupos de interés que de una reflexión serena y madura sobre los riesgos y beneficios. Pero, ¿es posible tal reflexión en circunstancias en que el público y los políticos están en la oscuridad sobre las bases científicas y tecnológicas de las cuestiones? ¿No habría que dejar que los especialistas resuelvan a su leal saber y entender? ¿O debería insistirse en que sea el público, por el conducto de las instituciones políticas, quien tenga la última palabra, aun sabiendo que el fondo técnico de la cuestión se le continuará escapando, por más que los científicos se empeñen en explicárselo?

En 1993, sin habernos formulado las anteriores preguntas en forma tan explícita, las contestamos en estas mismas páginas cuando, refiriéndonos a la divulgación científica, escribimos: Queremos indicar a la sociedad que la ciencia no es algo que atañe solamente a los científicos ni que solo está al alcance de ellos. Queremos mostrar las bases científicas sobre las que se deben apoyar determinadas decisiones políticas o éticas; pero así como manifestamos que sin conocer aquellas bases mal se tomarán estas decisiones, también proclamamos que tomarlas no es tarea que la comunidad deba ni pueda delegar en los científicos (Ciencia Hoy, 24: 7, 1993).

La solución de poner las decisiones en manos de los expertos es propia de sociedades tradicionales paternalistas, o de aquellas que, aun siendo modernas, funcionan principalmente apoyadas en la autoridad que automáticamente se les reconoce a quienes ocupan ciertos cargos o alcanzan determinadas posiciones. En tal contexto, para cada asunto suele haber alguna autoridad reconocida: por ejemplo, los médicos resuelven todo lo relacionado con la medicina o la salud pública y dirimen sus diferencias entre ellos y en sus instituciones –la facultad o la academia de Medicina–, a espaldas del público. Pero este ha advertido, con toda razón, que normalmente los expertos no están de acuerdo entre ellos, y que especialistas con credenciales profesionales igualmente valiosos se pronuncian por medidas diferentes. Y solo otro experto podría juzgar las recetas divergentes de dos expertos, con la consiguiente regresión al infinito. Además, lo que el público quizá intuye pero no expresa con la misma claridad es que, cuando recomiendan políticas públicas, los especialistas no actúan en condición de tales sino de simples ciudadanos. Si bien sus conocimientos les permiten analizar mejor el contexto de una decisión, son finalmente sus valores y objetivos políticos o sus intereses económicos los que los llevan a recomendarla, y en esto son iguales a todos los demás. Por ello, la solución de “que resuelvan los que saben” no se compadece con el funcionamiento de una sociedad democrática, cuyos integrantes deben actuar como personas libres y responsables de sus actos. Poner las decisiones en manos de expertos sería eludir la responsabilidad de tomarlas y aceptar permanecer a la merced de lo que decidan tales especialistas. En vez de democracia se tendría una tecnocracia (o, si se prefiere, la república de Platón, gobernada por los filósofos, una fórmula muy poco recomendable).

Otra solución espuria, posiblemente bastante común, es que la gente adhiera dogmáticamente a alguna de las propuestas en discusión, basándose en factores externos como el miedo, la ilusión del progreso o la pertenencia a corrientes ideológicas, fracciones políticas, iglesias o grupos de interés. Posiblemente a pocos sorprenda constatar que las reacciones de la opinión pública ante cuestiones como los residuos nucleares (el síndrome Chernobyl) o los alimentos genéticamente alterados (la comida de Frankenstein) son mayoritariamente de este tipo. Es difícil predecir si esta forma de tomar las decisiones conduce a resultados más o menos satisfactorios que la anterior, pero tiene la ventaja de respetar la libertad individual, aunque seguramente desemboque en las frustraciones de quien no está en condiciones de ejercer responsablemente esa libertad. Tiene, por otro lado, el inconveniente de instaurar hábitos de irracionalidad, dogmatismo, intolerancia y hasta frivolidad. Es el predominio de las opiniones (medidas contando votos) por sobre los argumentos. La tecnocracia vendría reemplazada por el populismo o la demagogia.

¿Hay alguna vía para salir del atolladero eludiendo ambos escollos? Creemos que sí. De lo que se trata es que la gente pueda elegir entre alternativas posibles, conociendo en líneas generales lo que la ciencia sabe y lo que ignora, habiendo sido informada acerca del grado de acuerdo o de desacuerdo entre los especialistas, y sabiendo también en líneas generales las probabilidades de que se produzcan los efectos favorables que se quieren lograr o los desfavorables que se desean evitar. De aquí se puede concluir que la responsabilidad de los expertos, es decir, de la comunidad científica y tecnológica, es proporcionar de manera lo más clara y veraz posible el contexto técnico de la decisión, con toda la información auxiliar requerida para comprenderlo, y abstenerse de presentar sus preferencias económicas, políticas o ideológicas como si fueran resultados científicos. ¿Procedemos siempre así? Que cada uno reflexione y saque sus propias conclusiones. Por su lado, la responsabilidad del público es esforzarse por analizar los asuntos de forma racional y reflexiva, a la luz de todos los elementos técnicos que proporcionen los expertos y de los valores individuales o colectivos que crea relevantes. Las autoridades tienen la responsabilidad de facilitar el proceso mediante la libre y activa circulación de la información y el fomento del debate ilustrado. No es esto lo que nuestros políticos suelen hacer. (Y no hay duda de que, tanto en la Argentina como en Europa, las autoridades incurrieron en el vergonzoso comportamiento de ocultar deliberadamente información sobre los recientes brotes de aftosa).

El modelo de funcionamiento social que defendemos podría parecer irrealizable a quien piense que el público, mal informado e incapaz de comprender temas científicos, seguramente no reaccionará como se espera. Otros podrían agregar que con frecuencia los científicos y las autoridades tienen más interés en esconder que en difundir la información. Por estas razones, se podrían ver como inevitables ya sea el modelo paternalista tecnocrático o el irracionalista demagógico. Sin embargo, algunos estudios empíricos realizados en los EE.UU. desmintieron por lo menos la primera de las objeciones (y el funcionamiento de las sociedades más avanzadas demuestra que las otras dos no son inevitables). En uno de esos estudios (John Doble, “Public opinion about issues characterised by technological complexity and scientific uncertainty”, Public Understanding of Science, 4, 2:95-118, abril de 1995), que analizó la conducta de una muestra de 400 personas, se concluyó que la gente tiene capacidad y disposición de evaluar de manera racional cuestiones científicamente complejas acerca de las cuales los expertos discrepan de forma marcada, si ha sido bien ilustrada y tuvo oportunidad de reflexionar. También se llegó a la conclusión de que la falta de conocimientos técnicos o el desacuerdo de los expertos no impiden al público tomar decisiones en temas relacionados con ciencia y tecnología, si tiene un marco general de referencia que defina las alternativas viables, sus ventajas y sus inconvenientes (o, como lo expresaría un economista, sus costos y sus beneficios). Tampoco requiere la gente que los riesgos sean nulos o que la ciencia despeje toda incertidumbre.

Unas conclusiones alentadoras. ¿Podremos comportarnos a la altura de ellas? Es hora de que comencemos a intentarlo.

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