La geopolítica internacional del conocimiento

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Reclamo estudiantil reciente en Chile. ¿Con qué categorías se puede analizar este movi¬miento? ¿Cómo combinar su especificidad en determinado momento histórico y políti¬co con las categorías analíticas y los modelos teóricos sobre protesta y movilización?

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La reflexión crítica sobre los flujos transnacionales del conocimiento ha sido tema recurrente de las ciencias sociales, y revela tanto las diversas concepciones posibles de esas disciplinas como las estructuras de poder de las comunidades científicas.


Colaboración académica internacional y geopolítica

La experiencia indica que la colaboración internacional en las ciencias sociales –y quizá también en el resto del campo científico– ha estado en mucha medida traspasada por la geopolítica. Académicos que aparentemente colaboran entre ellos o trabajan juntos actúan a menudo en un marco de relaciones desiguales, en el que la agenda de investigación y los grandes conceptos de las disciplinas –o paradigmas– vienen fijados en forma dominante por las comunidades científicas de los países llamados centrales.

No es este un fenómeno nuevo. Durante los dos últimos siglos, el desarrollo del Estado moderno estuvo unido a la expansión colonial europea e implicó un doble movimiento: por un lado, una creación y consolidación institucional de ese Estado en los países más poderosos, que se concebían a sí mismos como unidades autónomas; por otro, un proceso de intercambios desiguales y de dominación mundial por parte de esos países, para los cuales el resto del mundo estaba allí como colonia o como territorio a ser colonizado y era visto por ellos como ‘primitivo’ o ‘exótico’. La actividad académica no escapó a este marco histórico. Los cambios actuales vinculados con la globalización, sin embargo, están produciendo alteraciones en los ritmos y contenidos de los flujos de conocimiento. Esos flujos no son neutrales ni se mantienen ajenos a las relaciones globales de poder, las que a menudo resultan mantenidas e incluso reforzadas.

A la luz de esta historia, en el contexto presente los flujos transnacionales de conocimiento raramente pueden ser vistos como transacciones igualitarias entre pares o entre instituciones colegas. Son, más bien, parte del escenario geopolítico mundial. La terminología con que se describe a este incluye conceptos como centro-periferia, norte-sur, Occidente y resto del mundo, Primer Mundo-Tercer Mundo, o países desarrollados-en vías de desarrollo. Las preguntas medulares permanecen: ¿qué vínculos se han establecido o pueden establecerse entre socios desiguales?, ¿quién define la agenda internacional?, ¿en qué medida la cooperación académica resulta moldeada por las relaciones económicas y políticas?, ¿cómo se ve el centro desde la periferia, y esta desde aquel?

La argumentación que expongo en esta nota se basa en la historia de los vínculos establecidos en el último medio siglo entre académicos e instituciones de las ciencias sociales de América Latina, y toma también en consideración debates mantenidos en otras partes del mundo. La pregunta que procuro plantear es si existen formas alternativas de cooperación. ¿Es posible establecer vínculos horizontales? ¿Hay indicios de que se están desarrollando formas de colaboración más igualitarias?

Además, en términos más generales, es posible interrogarse sobre si los patrones que prevalecen en las disciplinas sociales son observables en otros campos científicos, y si en las ciencias exactas y naturales se pueden señalar comparables relaciones transnacionales de poder científico.

Una experiencia
En 2004, un grupo asesor del gobierno de Suecia invitó a un conjunto de representantes de las disciplinas sociales de países en desarrollo a estudiar la desigualdad de género en los países nórdicos, según puede leerse en la obra de Naila Kabeer y Agneta Stark, incluida en las lecturas sugeridas. La iniciativa resultó de una directiva de los programas de asistencia internacional de los países nórdicos, por la que estos debían fomentar la igualdad de género en los lugares beneficiados por esos programas. Después de algunos años de insistir en ese principio, se pensó conveniente preguntarse si las políticas de género nórdicas serían aplicables de manera universal. Así, integrantes de diferentes campos disciplinarios de la Argentina, Hungría, la India, Irán, México, Nigeria, Pakistán y Sudáfrica tuvieron oportunidad de investigar la realidad nórdica. Los temas de investigación fueron elegidos por cada integrante del grupo y resultaron muy variados: mercados de trabajo, educación, familia, participación política, políticas sexuales, estadísticas sociales, acción colectiva, etcétera. El análisis de la experiencia nórdica –en realidad, de Suecia y Noruega– se hizo en términos comparativos con la mirada de la experiencia del país de cada colega participante. El planteo puede parecer raro. ¿Qué es posible aprender de comparar la alfabetización en Suecia y en Pakistán? ¿Hay algo en común entre las políticas de maternidad de Noruega y de la República Islámica de Irán? ¿Qué se puede decir de la política de familia en Suecia por comparación con la legislación de familia de raigambre católica de varios países iberoamericanos? ¿Qué tienen en común la prostitución en la India y en Suecia? ¿Cuál es el significado del trabajo a tiempo parcial de las mujeres en Suecia, Noruega y Hungría? En un nivel descriptivo, las diferencias son enormes. No tiene mucho sentido comparar resultados precisos, políticas o instrumentos. Más bien pareció necesario concentrarse en los procesos y propósitos de adoptar unas políticas y no otras, y en las condiciones que facilitan un curso de acción y dificultan otro. Las académicas y activistas feministas escandinavas estaban preocupadas: sentían que eran ellas quienes debían formular la agenda de investigación, pues quienes provenían del extranjero no sabrían elegir los problemas correctos a investigar. El patrón habitual en esos países es que sus claustros académicos asesoren a colegas de otros países, antes que lo contrario. Esta actitud tiene su contracara en las expectativas en los países del sur, donde quienes llegan del extranjero –estudiantes, profesionales o fundaciones– llegan y definen los problemas ‘correctos’ que deben ser estudiados. Claramente, desde su punto de vista, la definición del problema no es una simple cuestión de cooperación internacional sino un ejercicio de poder. En el curso de las investigaciones de ese proyecto, se plantearon cuestiones metodológicas y epistemológicas significativas e innovadoras. Se reveló también cómo miradas extrañas producen novedosas preguntas de investigación e interpretaciones inéditas sobre cuestiones no planteadas antes. En suma, se produce innovación.

Copiar al centro o buscar autenticidad nativa

En enero de 1973 Roberto Schwarz, un crítico literario brasileño de origen austríaco, publicó un artículo en la revista del Centro Brasileiro de Análise e Planejamento con el título de ‘As ideas fora do lugar’ (Estudos, 3, pp. 149-161). Planteó en él las maneras en que en el Brasil –o más generalmente en los países en desarrollo– el debate cultural y político se organizaba en forma binaria: lo importado y lo auténtico, el original y la copia, lo hegemónico y lo dependiente, el centro y la periferia. La nota tuvo importante repercusión en su ámbito académico, lo mismo que un ensayo que escribió una década después y apareció con el título ‘Nacional por subtração’ en un libro del que fue editor (Que horas são? Ensaios, Companhia das Letras, São Paulo, 1987). Ambas piezas siguen siendo cruciales para comprender la geopolítica del conocimiento.

Las categorías europeas de pensamiento y de lenguaje fueron trasplantadas a los países de la periferia en tiempos coloniales. Según el análisis de Schwarz, la respuesta intelectual se polarizó ante este trasplante: hubo quienes vieron en esas ideas la deseada modernidad y la ‘civilización’, y pensaron que bastaba reproducir las tendencias de las metrópolis para alcanzar una activa producción intelectual. También existió una posición nacionalista, tanto en la izquierda como en la derecha política, que buscaba núcleos nacionales genuinos, no adulterados por importaciones o contactos. Para los segundos, esas importaciones no podían ser otra cosa que copias o ‘ideas fuera de lugar’, desubicadas, desajustadas a la realidad.

Estas dos formas de reaccionar ante conceptos y teorías que fueron llegando de Europa y después de los Estados Unidos nos han acompañado desde hace mucho tiempo, y los argumentos que las sostienen no han perdido actualidad. En un extremo están quienes conciben la modernidad europeo-norteamericana como el modelo a seguir, y se preocupan por los obstáculos que pueden crear las tradiciones y los rasgos culturales locales a los procesos de modernización y occidentalización. En el otro extremo se ubican aquellos para quienes todo lo que viene de afuera debe ser visto como foráneo y resistido: son los que buscan una esencia nacional en la autenticidad de las tradiciones y raíces culturales locales, e intentan eliminar –la sustracción, en el giro irónico de Schwarz– todo lo que viene del exterior. ¿Qué queda entonces?

El enfoque localista o nacionalista suele reaparecer periódicamente como reacción al internacionalista, al que concibe como imperialismo cultural. Argumenta que los académicos del sur dependen tanto en materia teórica como institucional de la generación de conocimientos que tiene lugar en el norte. La manera de superar ese imperialismo es, para algunos, buscar conceptos e ideas que no provengan de los países centrales, y generar discursos alternativos anclados en experiencias históricas y prácticas culturales locales y regionales. O sea, buscar una autenticidad nativa u originaria.

Esta posición extrema contrasta con la de Schwarz, para quien las innovaciones locales no necesitan descartar las ideas importadas sino tomarlas como indicación del desafío que esas ideas enfrentan cuando se trasplantan. Para los viajeros europeos de hace un par de siglos, ese trasplante era un viaje al tropicalismo y a lo exótico; para los intelectuales locales, significó confusión y desorientación, el reconocimiento de dualismos, contrastes, anacronismos y contradicciones. Hubo debates políticos e intelectuales interminables, posiciones polarizadas, intentos de encontrar caminos intermedios o síntesis que permitieran superar las paradojas creadas por el encuentro o el choque. Como consecuencia, fue tomando cuerpo el reconocimiento de que los ámbitos académicos del mundo periférico tienen características específicas que les son propias y se pueden identificar. Se trata de ámbitos que forman parte de la dinámica internacional del conocimiento y cuyos integrantes enfrentan el desafío de comprender y explicar su especificidad, lo mismo que su ubicación en esa dinámica internacional.

Esta afirmación, aparentemente tan simple, ha estado en el corazón de una fuerte tradición intelectual latinoamericana, para la cual la condición local o periférica no es un lugar donde están desubicadas las ideas del centro, sino parte de un sistema de relaciones geopolíticas e históricas mundiales. Para esta tradición, cada ámbito periférico es específico y distintivo, y no hay lugar para preguntarse sobre la autenticidad, para denunciar la copia, para buscar la esencia pura y no contaminada de la nación o del pueblo.

Roberto Schwartz, académico y crítico literario brasileño, nacido en Viena en 1938, cuyo pensamiento sobre literatura es inseparable de su reflexión más amplia sobre política y sociedad. Sus textos sobre las corrientes literarias y sus vínculos internacionales, que inspiraron este artículo y son citados en él, plantean cómo el debate cultural latinoamericano refleja las tensiones entre la importación de ideas y la reivindicación de una autenticidad de la región.

Esto permite llegar a una primera conclusión general: el internacionalismo como preocupación académica, intelectual y política surgió y creció en la periferia porque fue allí y no en el centro donde debió enfrentarse la cuestión de las importaciones y las imposiciones. Las ciencias sociales y las humanidades latinoamericanas fueron internacionales desde su nacimiento, pero su internacionalismo, sin embargo, no fue ni es una copia. Desde muy temprano, implicó una consideración crítica y un debate sobre los diversos procesos y mecanismos que lo originaron. En esto, América Latina no está sola. Sus intelectuales concibieron, entre otras, la teoría de la dependencia; también crearon conceptos originales sobre marginalidad, colonialismo, colonialismo interno y culturas híbridas. Los intelectuales de la India, por su parte, abrieron el capítulo de los estudios poscoloniales y los estudios subalternos. ¿Podrían estas contribuciones haber sido hechas en el centro? ¿Cómo llegaron esas ideas al centro? ¿Cómo fueron consumidas y metabolizadas allí?

La producción académica en el centro

Al igual que en otros campos de la ciencia, con las posibles excepciones de la arqueología, la antropología y áreas especiales de la lingüística, los desarrollos académicos de las ciencias sociales tuvieron lugar en los países centrales sin mayor referencia a otros ámbitos que los propios. La modernidad y el racionalismo implicaron una fuerte creencia en el progreso continuo, de manera que se esperaba que esos otros ámbitos (cuando se reconocía su existencia) se asimilaran o siguieran los senderos abiertos por los líderes del progreso mundial.

Los países de desarrollo tardío alcanzarían a los otros; los subdesarrollados se desarrollarían. Si bien siempre hubo formas de colaboración entre científicos de distintos países, en ciertos casos se establecieron modalidades más cercanas a la explotación que a la colaboración. Así, especialmente bajo la órbita de las ciencias sociales norteamericanas de las décadas de 1950 y 1960, se creó una forma específica de división del trabajo internacional: los académicos de los países centrales elaboraban la teoría, mientras que sus colegas del mundo subdesarrollado, además de ser consumidores de sus escritos y de poblar los programas de posgrado de sus universidades, proporcionaban los datos con los que corroborar esas teorías.

Esos intercambios desiguales, semejantes a los verificados en muchas industrias extractivas de la periferia, fueron el modelo que se adoptó para el trabajo académico. En ese modelo, los datos equivalían a las materias primas, y buena parte de la comunidad académica profesional periférica actuaba dominada por formas de gestión administradas desde el centro.

Con el inicio de la Guerra Fría, las posturas ideológicas mundiales se tornaron más polarizadas. La Revolución Cubana introdujo en los Estados Unidos una preocupación importante sobre América Latina, preocupación que condujo a organismos estatales a aplicar diversas políticas, desde intentos de frenar el crecimiento demográfico por las vías de la educación, la distribución de anticonceptivos e incluso la esterilización, hasta acciones clandestinas como las relacionadas con los contras nicaragüenses. ¿Cuántas veces la colaboración académica se convirtió en una máscara de operaciones de inteligencia? Cuando estos casos fueron descubiertos –como sucedió con un proyecto llamado Camelot (una investigación patrocinada por el ejército y el departamento de Defensa de los Estados Unidos a comienzos de la década de 1960, analizada en Irving Louis Horowitz, ed., The Rise and Fall of Project Camelot: Studies in the Relationship between Social Science and Practical Politics, The MIT Press, Cambridge MA, 1967)–, la indignación moral de la comunidad académica del sur no siempre fue compartida por los colegas del norte.

Sin duda, la comunidad universitaria estadounidense no era homogénea en términos ideológicos, y en ella muchas voces críticas se opusieron a las posiciones dominantes. Las tareas académicas nunca estuvieron aisladas de las batallas ideológicas y políticas de la colectividad científica, e iniciativas de diálogo y de colaboración más equitativa convivieron con intentos que reforzaban las desigualdades internacionales.

Las discusiones sobre las relaciones entre Occidente y el resto (the West and the rest) se mantuvieron por décadas. En las ciencias sociales hubo en los Estados Unidos, especialmente durante la década de 1990, debates acerca del cometido de los llamados estudios de áreas (area studies). Para muchos académicos de los países centrales, hay una línea divisoria neta entre las ciencias sociales orientadas teóricamente y los estudios enraizados en realidades concretas, etiquetados con ese nombre. Tal línea divisoria se basa en las fuertes creencias de algunos sobre el carácter ateórico de ese segundo tipo de estudios, y en el convencimiento de que la consideración del contexto histórico en las investigaciones de las diversas ciencias sociales solo sirve para lograr mejores mediciones y datos que puedan alimentar las hipótesis teóricamente orientadas producidas en el norte.

El resultado es una jerarquía del saber en la que los estudios de áreas generan conocimientos de segunda clase, de cuyo carácter científico mismo a veces se duda. Para quienes piensan así, parecería que conocer en profundidad la lengua y las tradiciones históricas y culturales de un grupo social carece de utilidad para el avance del conocimiento y solo sirve para recoger datos que se puedan ubicar en los marcos teóricos significativos desarrollados en el centro.

En este mapa geopolítico –que refleja una parte importante del mundo de las ciencias sociales– la producción intelectual original de la periferia puede ser objeto de tres tratamientos posibles: primero, se la puede ver como algo exótico, merecedor de lo que podríamos llamar ‘turismo intelectual’; segundo, puede ser apropiada e incorporada a los esquemas dominantes con escaso o nulo reconocimiento de autoría; y tercero, puede ser recibida de manera ‘amable’ en el marco de la llamada corrección política (political correctness) del diálogo internacional y confinada a algún rincón específico con el benévolo comentario de ¡qué interesante!

Hacia una mirada transregional

¿Existen modelos alternativos de cooperación? ¿Hay maneras de abordar el avance cooperativo del conocimiento en un marco de mayor igualdad?

Es posible que el momento histórico actual sea propicio para dar este paso. Los cambios geopolíticos recientes confrontan al mundo con un nuevo escenario: la periferia ha cambiado y varios países antes considerados subdesarrollados o tradicionales están mostrando una nueva cara. La China, la India y el Brasil, para nombrar solo tres países clave, pudieron afianzar sus comunidades científicas con modelos que no necesariamente siguen la distinción centro-periferia. Hay comunidades intelectuales activas y dinámicas en otros lugares, desde México hasta Sudáfrica. Al mismo tiempo, hay posibilidades técnicas y políticas que facilitan la creación de redes descentralizadas, con nuevas maneras de establecer contactos e intercambios. Además, en muchos países centrales la política universitaria y científica actual empuja hacia la internacionalización, pues entre otras cosas los sistemas de evaluación requieren mostrar colaboraciones internacionales. ¿Qué implica esto en términos de flujos, de diálogos y de cooperación?

Una primer resultado podría ser estimular la reproducción de los patrones anteriores, con políticas de colaboración que se mantienen asimétricas y se basan en relaciones de poder y subordinación. Pero alternativamente se abrió la posibilidad de formar redes descentralizadas, con una visión del mundo cuyos agrupamientos y regiones –sean geográficas o simbólicas– estén en pie de igualdad, sin centros ni periferias. Hoy es viable imaginar un mundo sin centro, con flujos de información que pueden ir en diversas direcciones, y en el que los cánones y los controles no estén en manos de una autoridad única sino que provengan de formatos múltiples y flexibles.

Para las ciencias sociales, esto implica cambios significativos en la dirección de los flujos de saber. Significa no considerar el conocimiento elaborado en el centro como el más válido y teóricamente más sólido, sino valorar los conocimientos provenientes de otros contextos, y hacer preguntas analíticas y comparativas sobre esa base.

En esta perspectiva de estudios transregionales, los centros tradicionales del poder científico, es decir, Europa occidental y los Estados Unidos, aparecen como regiones entre muchas que requieren ser miradas comparativamente en su especificidad y en el contexto de las relaciones globales de poder. Vistos desde la periferia, se trataría de desprovincializar esos antiguos centros y volverlos más internacionales. Este nuevo internacionalismo de las políticas científicas implica analizar todos los flujos entre regiones con las mismas herramientas.

Una posibilidad que se comienza a entrever es la de revertir la mirada: estudiar el centro por parte de la periferia, como en la experiencia que relata el recuadro con ese título. En tal caso, el desafío estaría en renunciar a la supremacía de fijar la agenda de investigación por parte de quienes tienen los resortes del poder académico y concentran los recursos materiales, y permitir que la periferia analice al centro. Posiblemente esto implique más desorden, pero también más participación democrática.

Esta nota es una versión revisada de un capítulo escrito por la autora y titulado ‘Models of transnational scholarly cooperation: a site of geopolitical struggles?’, publicado en el libro de Barbie Zelizer citado entre las lecturas sugeridas.

Lecturas Sugeridas

AAVV, 2010, World Social Science Report. Knowledge Divides, Unesco-Consejo Internacional de Ciencias Sociales, Paris, accesible en http://www.unesco.org/new/en/social-and-human-sciences/resources/reports/world-social-science-report/.

BEIGEL F, 2013, ‘Centros y periferias en la circulación internacional del conocimiento’, Nueva Sociedad, 245, mayo-junio, pp. 110-123.

KABEER N & STARK A(eds.), 2008, Global Perspectives on Gender Equality. Reversing the Gaze, Routledge, Nueva York-Londres.

ZELIZER B(ed.), 2011, Making the University Matter, Routledge, Londres-Nueva York.