Los museos en los albores del Siglo XXI

Conferencia del director del National Museum of the American Indian.

Conferencia pronunciada en inglés, en octubre de 1996, en el Museo Etnográfico (FFyL, UBA), con el título Merging the Museum and the Hobby Shop: Some Thoughts on Museum Master Plans in Entering the 21st Century. Traducción y recuadros de Ciencia Hoy.

Las imágenes que ilustran esta nota, fueron tomadas de Creation’s Journey, National Museum of the American Indian, Washington,1994.
Las imágenes que ilustran esta nota, fueron tomadas de Creation’s Journey, National Museum of the American Indian, Washington,1994.

Hablaré sobre la posibilidad de concretar nuevas realidades por el camino de concebir a los museos, no como relicarios que conmemoran objetos del pasado, sino como oportunidades de repensar los fundamentos de cómo trabajan y para quiénes son importantes. Hago esta reflexión esperanzado en el advenimiento de una nueva época para los museos. Juzgo que, en el nuevo medio social hacia el cual se encaminan, será necesario preguntarse qué es lo relevante, importará la claridad de propósitos y, a pesar de la sensación de que los recursos serán siempre escasos, habrá la oportunidad de planificar en gran escala.

Espero que la segunda parte de esta charla les dé un sentido más claro de los problemas que enfrenta la Smithsonian Institution –a la que pertenece el National Museum of the American Indian, donde me desempeño como subdirector de exposiciones–. Hablaré desde una perspectiva norteamericana y abrigo la esperanza de que puedan hilvanar estos comentarios aislados en un tejido significativo.

Mi museo crece en este momento amparado por un conjunto muy particular de circunstancias. Fue creado por ley en 1989 y tiene tres sedes: una para exposiciones temporarias, que se inauguró en la ciudad de Nueva York en 1994; otra para guardar las colecciones, que está en proceso de construcción en las afueras del distrito de Columbia, y, por último, las salas para desplegar la muestra permanente, situadas frente al Capitolio, en Washington, que se inaugurarán el año 2002. Con relación a la mayoría de los museos, mi institución ha comenzado a avanzar por una nueva senda. Si bien en muchas cosas actúa como lo hacen los demás, también se encuentra en la situación privilegiada –lo cual no deja de causarnos alguna ansiedad– de plantearse caminos alternativos y nuevos paradigmas, de poder cuestionar algunas de las prácticas fundamentales de los museos y de preguntarse hasta dónde podrían llegar y, también, de explorar algo de lo que nos ofrecerán en el siglo XXI.

Cuando era niño en Saint Paul, en el estado de Minnesota, todos los sábados eran iguales. Temprano por la mañana iba al museo de ciencias, cuyos temas abarcaban desde la maraña de las constelaciones hasta la complejidad anatómica de las estrellas de mar. Los programas de aquel museo siempre me deslumbraron, pero ahora, con algunos años de contacto directo con estas instituciones a cuestas, advierto que simplemente vertían información en una mente joven y ávida. Sobre este punto volveré más adelante. Después, desde ese imponente templo de piedra consagrado a la taxonomía caminaba hasta una escuela de barberos, a que me cortaran el pelo por cincuenta centavos: el sistema consistía en que los jóvenes sometiéramos nuestras cabelleras a estudiantes vehementes que blandían filosos instrumentos. Mi última parada en la excursión sabatina era un local que vendía, entre otras cosas, cientos de modelos en escala de aeroplanos, barcos y automóviles, de plástico, madera balsa y tela, así como, a veces, algún barco de madera maciza con terminaciones de bronce. Solía pasarme toda la tarde estudiando cuidadosamente cada modelo.

En esa tienda fue donde se me abrió el mundo. Como joven aeromodelista, contemplaba con asombro todos esos aviones de los más variados tipos, espléndidamente terminados con un absoluto respeto por los más mínimos detalles. Quería conocer todos los secretos del aeromodelismo, tales como, la manera de lograr un acabado perfecto, la de que mis modelos parecieran reales y todo lo que se pudiese saber sobre los aviones. Dado que el examen me llevaba horas –para desazón del propietario del negocio– solía estar allí cuando llegaban unos hombres mayores con modelos que acababan de terminar; entonces podía conversar directamente con quienes sabían todo lo que yo pretendía saber y podían hacer todo lo que yo quería hacer. Ellos estaban en condiciones de explicarme los secretos internos del oficio, por lo menos los que no fueran demasiado complejos.

Para que no piensen que en esta charla me estoy aventurando demasiado lejos por los callejones de la memoria, permítanme explicar, con la perspectiva de quien tiene veinte años de experiencia en la actividad de diseñar exposiciones, que he llegado a la conclusión de que aquella tienda de modelismo me proporcionó el esquema de un modo de aprendizaje del que los museos bien se podrían servir. Quizá nada tenga mayores posibilidades que colocar a los objetos de manera tal que puedan interactuar con quienes los contemplan. La vinculación directa entre mi mente joven y quienes hacían las cosas que me interesaban constituiría otra de las lecciones que un museo podría aprender analizando mi experiencia.

En esta charla trataré de explorar algunas de las complejidades de esta experiencia aparentemente tan simple, con el propósito de reflexionar sobre el futuro de las exposiciones. Nadie negaría que hoy los museos norteamericanos han adquirido una nueva autoridad.

Se están volviendo instrumentos sociales, y su evolución, en los últimos 35 años, ha conducido a una renovada apertura, consistente en una actitud de establecer diálogo con el visitante, considerado partícipe en un proceso de aprendizaje. La educadora estadounidense Lisa Roberts escribió en el Journal of Museum Education: La idea de presentar exposiciones pensadas para el visitante nació de haber tomado conciencia de que el hecho central de cualquier visita al museo no es lo que hacemos, lo que queremos o lo que decimos, sino la experiencia por la que pasa el visitante.

En todo el mundo los museos están asumiendo las nuevas actitudes de pensar de manera más integral y de ir al encuentro del visitante. Esto es sencillo de comprobar en la rápida expansión de los museos para niños, y en cómo han cultivado la interacción. Han tenido lugar debates centrados en el modo de aprender de la gente y de relacionarse con el ambiente en que se encuentra, y en las estrategias didácticas a adoptar. Los programas educativos de los museos ya alcanzaron edad adulta; ahora buscamos nuevas herramientas y renovadas maneras de comunicarnos con los visitantes, a la vez que disponemos de vocabularios que poco tienen que ver con las aburridas listas que antes formaban los catálogos.

The National Museum of the American Indian

El National Museum of the American Indian es una institución dedicada a preservar, estudiar y exhibir la vida, lenguas, literatura, historia y artes de los pueblos indígenas de América, desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Fue creado en 1990, cuando se incorporó a la Smithsonian Institution la colección del antiguo museo, de similar nombre, de la fundación Heye. Su colección de objetos de la cultura material indígena es considerada una de las más importantes del mundo, pues se trata de un fondo museográfico de un millón de ejemplares arqueológicos y etnográficos y más 86.000 fotografías, que se comenzó a formar en 1903, por el interés personal de George Gustav Heye (1874-1957), quien viajó por toda América recolectando piezas. En 1922 fundó el Museum of the American Indian, en el Bronx, y fue su primer director.

La colección comprende, entre otras piezas, tallas en madera, asta y piedra de la costa noroccidental de América del Norte, tejidos de los navajos, objetos arqueológicos del Caribe, textiles prehispánicos del Perú y México, cestería del sudoeste de los Estados Unidos, piezas de oro de Colombia, jades mayas y olmecas, mosaicos aztecas, cueros pintados de los indígenas de las llanuras norteamericanas y objetos rituales en madera del noroeste de la Argentina.

Desde 1994 el National Museum of the American Indian exhibe una parte de esta colección en su sede de la ciudad de Nueva York. Destina 6500 metros cuadrados a exposiciones y actividades del público, en el antiguo y bello edificio de la aduana de los Estados Unidos, construido en 1907 en la parte sur de Manhattan por el arquitecto Cass Gilbert.

Ahora, tal vez, nos encaminamos en una dirección que lleve el discurso al próximo nivel, según el siguiente razonamiento: si los museos han de ser importantes para el visitante, entonces este debe hallar en ellos algo que le pertenezca. Para que ello ocurra, con un público cada vez más diverso, no será ya posible que el museo sea la única voz con autoridad para describir los objetos. Jane Pierson Jones, en un artículo aparecido en el Museum Journal, escribió: La práctica profesional ha investido de autoridad a ciertas voces en detrimento de otras. Esa autoridad es desafiada lentamente y se la está volviendo a negociar, en un proceso que implica la redistribución del poder, la revalorización de vertientes profesionales distintas y la aceptación de que existen diversas voces idóneas. La inclusión de estas voces, que antes estaban excluidas del trabajo de curaduría, representa un cambio fundamental, necesario para la evolución de los museos.

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W. Richard West, director del National Museum of the American Indian, que a su vez pertenece a la etnia cheyenne arapahoe, expresa estas ideas de manera sucinta: Para instituciones que pretenden interpretar y representar a la cultura, no se trata de decir a un público culturalmente más heterogéneo las cosas que siempre se han dicho. Se trata de algo mucho más importante: que ingresen a los museos esos diversos elementos […] de la vida cultural que puedan hablar por sí mismos a través de unas instituciones que tienen un cometido tan definitorio en describir, modelar y establecer el lugar que aquellos ocupan en […] la cultura.

Estos comentarios sugieren que quienes trabajan en los museos deben replantearse a fondo su manera de hacer las cosas. Sugieren, también, que el panorama que se abre con la ampliación del espectro conceptual que deberían manejar los museos implica reconocer que los objetos encierran múltiples verdades y que, en realidad, podrían expresar distintas ideas, igualmente verdaderas pero no necesariamente compatibles entre ellas.

David Hurst Thomas, destacado arqueólogo americanista, en un ensayo titulado ‘Perspectivas cubistas en las fronteras españolas: pasado, presente y futuro’, que es la introducción del libro Columbian Consequences, expresó: Podemos comparar la visión académica tradicional con la obra de los maestros renacentistas, que intentaban capturar la realidad desde un único punto de vista. Nosotros, en cambio, sostenemos que una comprensión más cabal de los encuentros colombinos sólo es posible mediante una visión cubista. Ello excluye el enfoque según el cual el museo da la última palabra, como si mirara desde el único punto de vista de la perspectiva renacentista, y lo convierte en un foro donde se presentan múltiples perspectivas, igual que la pintura cubista ofrece visiones múltiples y simultáneas de un mismo objeto. La disciplina histórica puede establecer, como un hecho definitivo, que una batalla ocurrió en determinado lugar, pero las visiones que pudieron tener de tal acontecimiento el general y un soldado no habrían sido iguales; sus relatos –me aventuraría a afirmar– habrían descripto un conjunto enteramente diferente de valores y detalles.

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Ahora volveré a situarme en el esquema que presenté del valor de la tienda de modelos y me ocuparé de los enfoques de mi museo con respecto al diseño de las muestras. Me referiré a una exposición en la recientemente renovada sede neoyorquina del museo, que permite describir algunos de los nuevos procesos. Se llamó Creation’s Journey: Masterworks of Native Identity and Belief. Consistió en presentar unos doscientos objetos, seleccionados de entre las más de un millón de piezas que forman la colección del museo, que cubren 5000 años y provienen de todo el hemisferio occidental. La exposición llevó al público, mediante textos e imágenes, múltiples interpretaciones de las cuestiones indicadas en su título, según los diferentes contextos antropológicos y etnográficos, incluyendo las creencias de los indígenas norteamericanos, cuyas canciones y relatos se presentaron en un pie de igualdad con el registro histórico. Entiendo que, como profesionales de los museos, tenemos mucho que perder si se impide que se expresen los conceptos de los indígenas sobre los objetos en cuestión, y poco que temer si se permite que lo hagan.

Voy a relatar una historia relacionada con la preparación de la muestra que estoy comentando. En la colección del museo hay un sombrero adquirido hace más de cincuenta años, propio del clan del oso, de la tribu Chilkat, que habita el norte de la costa norteamericana del Pacífico. La prenda exhibe la cara tallada de un oso y unos aros que simbolizan el poder y riqueza de quien lo lleva puesto. Podría proporcionarles una infinidad de datos etnográficos acerca del sombrero e, incluso, transcribir su ficha de inventario. Pero, como hubiese afirmado Hurst Thomas, ello no nos acercaría a una mejor comprensión del objeto. El sombrero fue hecho para que lo usara una determinada persona, un pescador de Alaska llamado Joe Hotch, a quien, en el transcurso del armado de la exposición, invitamos a venir a Nueva York, donde fuimos testigos de un notable reencuentro. Cuando se puso el sombrero, comenzó a hablar del pasado, el presente y futuro del pueblo Chilkat. Nadie habría podido entender mejor que él el significado pleno de ese objeto, de donde quedó claro para el museo que el camino más adecuado era volver a vincular esos objetos con quienes los hicieron, para beneficio de los visitantes.

Museos

Los museos muchas veces han sido llamados catedrales de la ciencia, no sólo para aludir a la atmósfera solemne de su arquitectura, sino también, para describirlos como los lugares consagrados, por excelencia, al conocimiento científico. En los distintos matices del pensamiento cientificista de fines del siglo XIX y comienzos del XX, el museo ocupaba un lugar importante, relacionado con la promoción del ‘Progreso’ y la difusión de las verdades develadas por el método científico. Según tal forma de pensar, los museos de antropología eran las instituciones que podían hablar con rigor de las sociedades indígenas; además, se aceptaba que sus exhibiciones de objetos del pasado eran de por sí bastante elocuentes.

Pero James Volkert se ubica y expresa en un contexto institucional muy distinto. Su museo no está pensado como una galería de reliquias donde las sociedades indias aparezcan congeladas en otra edad de la historia. El punto de partida es, por el contrario, el reconocimiento claro de una importante diferencia: que la sociedad norteamericana del siglo XX –y también la argentina– es multiétnica y pluricultural.

Acorde con esta perspectiva, el National Museum of the American Indian reconoce y respalda, ante las comunidades aborígenes del hemisferio occidental y el público general, los logros culturales del pasado y la cultura contemporánea de aquellos. Difunde –en consulta, colaboración y cooperación con los propios indígenas– el conocimiento y la comprensión de las civilizaciones americanas, incluyendo su arte, historia y lenguaje, y reconoce la especial responsabilidad de los museos para proteger, apoyar y acrecentar el desarrollo, mantenimiento y perduración de las culturas y comunidades aborígenes. Además, buena parte del personal técnico y científico del museo procede de grupos étnicos americanos.

Pensar en un museo para el siglo XXI es, sobre todo, imaginar una sociedad pluralista y respetuosa de las diferencias étnicas y culturales.

Con la afirmación anterior estamos regresando a la tienda de modelos de mi infancia. Esas tardes de los sábados me abrieron la mente hacia nuevas direcciones, relevantes para mi tarea de diseñar exhibiciones en un medio multicultural, porque no había una única forma de acercarse al conocimiento de los aviones de madera balsa o de tela y plástico. Lo que más se acerca a la verdad es vislumbrar la magia del objeto, como la captan los que lo hicieron y las historia que ellos relatan.

Ahora puedo explicar cómo el National Museum of the American Indian aplicó este tipo de pensamiento. La forma más directa de hacerlo es citar unas palabras de Rick West, que datan de 1991. De una manera que es característica de declaraciones iniciales, esa afirmación sirvió de medida, guía y esperanzada profecía a un museo que tomaba forma en el paisaje cultural de fines del siglo XX, propicio para alentar nuevas exploraciones de contenidos, procesos y significados. Su advertencia era: Mi más alta aspiración para el National Museum of the American Indian es que analice nuevamente, reencauce y, en muchos casos, reformule por completo los conceptos y presentaciones del pasado con relación a la cultura indígena. Esta fue una declaración que, a pesar de su timbre museístico, basado en un lenguaje de investigación, puso en movimiento una secuencia de hechos cuya inercia, si se mantiene, dejará una marca indeleble en la actividad y brindará un camino en dirección al museo de Washington.

Además de la exposición que mencioné, en las salas neoyorquinas del museo tuvieron lugar otras dos: All Roads are Good: Native Voices on Life and Culture, y This Path We Travel: Celebrations of Contemporary Native American Creativity. Cada una se basó en las palabras clave del texto de esperanza transcripto y fue parte de una exploración ideológica de las intenciones y significado de los museos.

Rick Hill, que pertenece a la etnia indígena tuscarona y fue mi compañero en diseñar estas muestras, describe los tres viajes que hicieron los objetos de nuestras colecciones. El primero data de cuando formaban parte de la vida cotidiana; el segundo consistió en su vida en el museo y, ahora, despunta el tercero, es decir, que conduce a volver a vincular estos objetos con las personas para quienes tienen el significado más profundo.

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Diré dos palabras sobre All Roads are Good: Native Voices on Life and Culture, que está ubicada en el centro del museo y en el corazón mismo de las declaraciones del mencionado Rick Hill; además, para el National Museum of the American Indian, reformula la presentación de la cultura india. Para esta exhibición, el museo se hizo la más elemental de las preguntas: ¿No es acaso el que selecciona las piezas quien influye en el resultado de la muestra?

La respuesta a esta pregunta condujo a que se invitara a veintitrés seleccionadores nativos (como se los llamó) a que pasaran una semana en contacto con las colecciones del museo.

Procedían de todos los rumbos del mundo indígena americano y tuvieron la oportunidad de examinar y hablar sobre todo lo que les interesó. El proceso condujo a la identificación de más de mil objetos, de entre el millón de la colección, y a que se establecieran vínculos que iban desde la labor intelectual de construir una aproximación estética a una pieza, hasta la respuesta profundamente personal de reconocer otra hecha por el propio maestro.

Los curadores del museo apoyaron el ejercicio y lo documentaron. Con este solo gesto, el museo amplió la noción de investigación y transfirió su considerable autoridad a los indígenas, para que hablaran ellos mismos sobre sus objetos. Clara Sue Kidwell, la anterior subdirectora de recursos culturales, describió este resultado en el prólogo de un catálogo: Las razones de sus elecciones no necesariamente reflejan los patrones de valor estético o histórico que pueden respaldar las muestras en un museo histórico o antropológico. Mas bien, los objetos se transforman en expresiones de distintas maneras de ver el mundo y en el punto de partida de una comprensión cultural diferente de la colección.

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La muestra This Path We Travel: Celebrations of Contemporary Native American Creativity fue más allá de la colección para ver a los artistas como portadores de continuidad cultural y exponentes de adaptación cultural. La exhibición encaminó la mirada hacia el arte contemporáneo y consistió en una instalación en la que colaboraron quince artistas nativos. Su origen fue una discusión que tuvo lugar en 1990, en la casa de un respetado intelectual indígena de Santa Fe, en el estado norteamericano de Nuevo México, de la que participaron artistas, escritores, narradores y cineastas indígenas. Uno de los presentes, un artista, dijo que le gustaría visitar la colección del museo para ver los objetos pertenecientes al patrimonio de su cultura.

Otro observó que podría hacer un objeto en respuesta a esa experiencia y un tercero, pintor, expresó su deseo de realizar una ceremonia, para la que le gustaría pintar los cuerpos. En ese instante nació una muestra para expresar la interrelación de las expresiones nativas y del papel del artista en conservar el pasado y mirar hacia el futuro tecnológico. Los artistas se reunieron en tres diferentes localidades y, en cada una, crearon obras de arte específicas del lugar y llevaron a cabo ceremonias; luego se trasladaron a Nueva York, como la cuarta dirección cardinal, y crearon una exposición que combinó instalaciones, escultura, actuación, poesía, música y vídeo.

Cerrando el círculo, la discusión vuelve así a la idea de unir el museo con la tienda de modelos, pues el verdadero poder de los museos descansa en aquellos a quienes les transfieren autoridad. Algunas veces es a su propio equipo de curadores; otras, al director, pero, en ciertas ocasiones, es a las personas para quienes los objetos tienen el sentido más intenso. Si tuviera que hacer una exhibición de aeromodelismo, conferiría la autoridad de hablar sobre los avioncitos a los que saben: los viejos que se reunían en el negocio de modelos de mi infancia.

James Volkert

James Volkert

National Museum of the American Indian, Nueva York
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