¿Epopeya civilizadora o genocidio? Una discusión académica esclarecedora con la que los medios de comunicación y el gran público tienen poca familiaridad.
Cuando asistía a la escuela primaria, en 1979, se celebró el centenario de la ‘conquista del desierto’ (término que pusimos entre comillas por razones que la lectura de lo que sigue dejará en claro). Fue ocasión para que orquestas militares recorrieran los colegios, se construyeran mangrullos en las plazas representando a los fortines del desierto, diarios nacionales y regionales y revistas infantiles publicaran suplementos especiales e, incluso, para que el canal 9 de Buenos Aires emitiera Fortín Quieto, la primera miniserie televisiva en color en el país. En General Roca, en el valle del río Negro, tuvo lugar un congreso de historia sobre las campañas militares, y en Choele Choel se inauguró un imponente monumento y se realizó una cabalgata conmemorativa.
A mis once años, me enseñaron que la ‘conquista del desierto’ puso fin a los malones de los indios bárbaros, los cuales robaban ganado, mujeres y niños, y asesinaban a los varones. Me dijeron que los indios no eran nativos sino que venían de Chile, adonde llevaban las riquezas robadas en las estancias y los pueblos de nuestra pampa. Por fin, me aseguraron que las campañas militares de 1878-1885 habían sido necesarias para no perder la Patagonia a manos de los chilenos. Ese era el relato legado por la generación de 1880, que se mantenía vigente entones, en plena dictadura militar, cuando estaban frescos los aires de guerra con Chile por las islas del canal de Beagle, así como el llamado Operativo Independencia, realizado en Tucumán en 1975 para eliminar a quienes la dictadura consideraba un ‘enemigo con ideas foráneas’.
En mis estudios universitarios de historia solo leí un texto sobre vida y cultura de los pueblos de las pampas y del norte de la Patagonia, escrito por el historiador Raúl Mandrini (1943-2015), en un curso de antropología del Ciclo Básico Común de la UBA. Fue uno de los trabajos más estimulantes de los que llegaron a mis manos en toda mi carrera de grado. Para entonces tomaba forma un profundo cambio historiográfico sobre estas cuestiones, influido tanto por una renovación del pensamiento internacional acerca de las relaciones entre las potencias colonizadoras y los pueblos nativos, como por un mayor reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas por parte de las Naciones Unidas y de la Organización Internacional del Trabajo.
En esas circunstancias, tanto la antropología como la historia académicas estaban cuestionando los relatos que, aun con matices y leves renovaciones, habían permanecido inalterados por un siglo y dado lugar a políticas estatales de sometimiento de los pueblos indígenas basadas en dos conceptos: la guerra y la asimilación. Así, el discurso de la ‘guerra ganada’ aparecía ya en los partes militares del general Julio A Roca, ministro de Guerra y Marina, quien los esgrimió como propaganda en la disputa electoral que lo llevó a la presidencia de la república en 1880.
El sometimiento indígena se consideraba en aquellos tiempos un capítulo más del avance de la civilización sobre la barbarie. En ese contexto, las arengas a la tropa y las memorias del ministerio de Guerra y Marina incluían citas de la literatura universal por las que se presentaban las campañas militares en la pampa y el norte de Patagonia de 1878-1885 como continuación de la tarea inconclusa de la conquista española. El discurso dejó en el olvido más de trescientos años de relaciones entre españoles, hispanocriollos y poblaciones indígenas en que los enfrentamientos estuvieron matizados por alianzas y tratados.
El discurso del ministerio de Guerra y Marina fue reforzado por figuras de gravitación política e intelectual, como Estanislao Zeballos (1854-1923), cuyos libros fueron lectura obligatoria para los oficiales de las fuerzas armadas. A pesar de que hablaba de una comunidad de lengua y costumbres a uno y otro lado de la cordillera norpatagónica, y de su relato de intercambios y de relaciones sociales transcordilleranas, Zeballos acusaba al cacique Calfucurá de extranjero invasor que había sometido a los indígenas de la pampa.
En el ámbito parlamentario y en la prensa, sin embargo, se oyeron críticas a la campaña de Roca en el mismo momento en el que esta tenía lugar. El propio diario La Nación, dirigido por Bartolomé Mitre, llegó a acusar a Roca y a su hermano Rudecindo, comandante de frontera, de cometer delitos de lesa humanidad. No obstante, a la vez que el roquismo y el Partido Autonomista Nacional se consolidaban como fuerza nacional dominante, también comenzó a imponerse la idea de que la ‘conquista del desierto’ debía recordarse por siempre como una epopeya de la civilización argentina.
La otra justificación del proceso de sometimiento, la retórica de la asimilación, se presentaba ya en la década de 1870 –e incluso desde mucho antes, pues se pueden rastrear sus antecedentes coloniales– como una conversión de los pueblos originarios a la civilización y como la eliminación de su condición indígena. Es la visión que transmiten discursos, iniciativas y medidas protagonizados por políticos, intelectuales y religiosos de la época, que apuntaban a la eliminación del orden social y cultural de los pueblos indígenas.
Entre las formas de promover la asimilación estaba el empleo de los indígenas como mano de obra, la distribución de menores y jóvenes entre familias criollas y la evangelización. La eliminación del mundo indígena fue entendida como parte de una historia evolutiva, lo cual quedó expresado con claridad, por ejemplo, por Francisco P Moreno, director fundador del Museo de Historia Natural de La Plata, quien en 1887 aclaraba que la historia natural del país consistía en el avance de sociedades superiores sobre las menos complejas. De esta forma, el proceso de sometimiento de los pueblos originarios era entendido como parte de la historia de la evolución humana.
A lo largo de un siglo, en los debates parlamentarios, en la prensa y en las políticas de los distintos gobiernos nacionales se advierte esta doble interpretación del sometimiento indígena que aseguraba la inminente extinción de sus sociedades: la guerra para mantener la integridad territorial nacional y la asimilación civilizadora como proceso evolutivo y natural y como misión protagonizada por el Estado con la asistencia de Iglesias, sociedades de beneficencia y otras instituciones ocupadas de tutelar la inclusión de los indígenas en la sociedad nacional.
El cacique Villamain y su tribu en sus tolderías en Ñorquín, en el noroeste de Neuquén, 1883. Foto Pedro Morelli. Servicio Histórico del Ejército.
Esta manera de concebir la cuestión indígena tuvo un efecto negativo sobre los reclamos políticos y jurídicos de comunidades, organizaciones, familias y personas, ya que les impidió invocar sus derechos y tradiciones como pueblos precolombinos. Si bien existieron voces críticas que denunciaban la violencia del sometimiento y la incorporación indígena, estas no cuestionaron los argumentos de fondo que hablaban de la conquista como un episodio deseable e inevitable. Frente a autoridades estatales e instituciones de la sociedad que entendían que las culturas y organizaciones originarias deberían tarde o temprano desaparecer, las comunidades indígenas tuvieron todo tipo de dificultades para preservar sus formas de vida.
El retorno al gobierno constitucional en 1983, que permitió el cuestionamiento legal de los crímenes cometidos por la dictadura militar, condujo a que se creara una nueva conciencia de los derechos civiles. En este nuevo marco, los pueblos indígenas, por la acción de sus organizaciones, lograron incorporar por primera vez sus derechos en una agenda más amplia, enmarcada en la categoría de derechos humanos. El contexto internacional también se volvió favorable a este reclamo, a partir de similares tomas de conciencia del sometimiento de la población indígena de muchos lugares del mundo y de la violencia ejercida contra ella.
La conmemoración de los 500 años del viaje de Colón de 1992 fue una instancia clave para que estas denuncias llegaran a los medios y al gran público de toda América, y se popularizaran los conceptos de genocidio y etnocidio. También comenzaron a emplearlos y a discutirlos en esos años historiadores, antropólogos y sociólogos, los que retomaron y profundizaron planteos previos de investigadores como el mexicano Miguel León Portilla o el francés Nathan Wachtel. Este replanteo adoptó formas diferentes en diversos países, entre ellos, los latinoamericanos, los Estados Unidos o Australia.
Instrucción del batallón 2 de infantería de línea. Foto Pedro Morelli. Servicio Histórico del Ejército.
Asimismo, 1983 marcó el inicio de cambios en la forma de analizar el sometimiento indígena en el medio académico argentino y, más importante, en la construcción del conocimiento de la cultura, la historia y el presente de esos pueblos. Figuras destacadas de ese giro fueron la antropóloga Martha Bechis y el mencionado Mandrini, quienes propusieron abordar la historia de los pueblos pampeanos y norpatagónicos en un marco de referencia que excediera la frontera nacional e incluyera la Araucanía chilena. Sus trabajos, igual que los de otros autores argentinos como Miguel Ángel Palermo y Lidia Nacuzzi, o los de académicos chilenos como José Bengoa, Leonardo León Solis y Jorge Pinto Rodríguez, rompieron los estereotipos que concebían a las sociedades indígenas de la región como un mundo social estático cuya modificaciones solo consistían en pérdidas culturales, extinciones de grupos o dominio de un grupo sobre otro. Investigadores europeos y norteamericanos, como el francés Guillaume Boccara y la estadounidense Kristine Jones, adoptaron puntos de vista similares.
Los enfoques arqueológicos y la etnohistoria también ayudaron a desentrañar el complejo panorama de relaciones sociales, económicas y políticas de los diversos grupos indígenas asentados en el extenso espacio entre el Pacífico y el Atlántico, en el que también habitaban hispanocriollos. Se puso así de manifiesto que las fronteras entre las sociedades de estos y de aquellos eran porosas y cambiantes, y que la cordillera de los Andes había sido atravesada de modo continuo en una y otra dirección a lo largo de los siglos, mucho antes de la formación de los Estados chileno y argentino.
Una importante novedad metodológica de las últimas décadas fue el uso de la memoria oral como fuente histórica. Los relatos transmitidos de generación en generación permitieron complementar los conocimientos obtenidos de la documentación de archivos históricos y comprender mejor el funcionamiento de redes sociales y los patrones de movilidad espacial. Ello también abrió la posibilidad de conocer la perspectiva indígena sobre estas cuestiones.
Misioneros en Choele Choel, entre los que se encontraba Antonio Espinosa, futuro arzobispo de Buenos Aires, impartiendo instrucción religiosa a indígenas, principalmente niños, 1879. Foto Antonio Pozzo. AGN
De lo anterior resultaron nuevas preguntas con las que volver a los repositorios documentales. De hecho, en diversos archivos nacionales y provinciales, lo mismo que en la prensa y en registros parroquiales, estaban disponibles listas de personas concentradas y trasladadas, de menores apropiados, descripciones de los procesos de confinamiento y explotación laboral esperando ser utilizadas.
Hoy advertimos dos tendencias contrapuestas en los enfoques de las investigaciones sobre la ‘conquista del desierto’. Por un lado, algunos identifican más elementos de continuidad que de cambio. En sintonía con lógicas anteriores de enfrentamiento en la frontera, conciben los sucesos de 1878-1885 como un capítulo de una guerra más larga. La participación de indígenas en las filas de las fuerzas armadas nacionales sería una prueba de esa continuidad. Por otro lado, están quienes enfatizan que la conquista significó un cambio drástico de las relaciones entre fuerzas estatales e indígenas, y enfatizan la política de exclusión y el propósito de eliminar los pueblos a los que estos pertenecían. En otras palabras, para los segundos las campañas de esos años no son vistas solo como parte de conflicto armado sino también como un genocidio.
Quienes adoptan la visión de la guerra argumentan que hablar de genocidio supone victimizar a los indígenas e impide advertir que ellos resistieron y, en ocasiones, optaron por unirse a los vencedores. Quienes defienden la interpretación del genocidio sostienen que el enfoque del conflicto armado desconoce la importancia de la expropiación, deportación, división de familias, ocultamiento de la identidad de menores y negación de las formas de organización política, social y económica de los pueblos indígenas, lo cual –sugieren– configuró una política de Estado destinada a eliminar la misma existencia de esos pueblos. Para este enfoque, hablar de genocidio no supone ignorar la resistencia de las personas y los grupos que fueron objeto de violencia, pero la coloca en el marco de sus reales condiciones y posibilidades.
Los estudios académicos sobre el proceso de sometimiento estatal de los pueblos indígenas se han multiplicado notablemente en los últimos veinte años. Más allá de los diferentes enfoques, existe consenso en la necesidad de superar el estereotipo del indígena como un salvaje dedicado a robar ganado, mujeres y otros bienes para llevarlos a Chile, de donde supuestamente provenía, retratado en la tradición romántica por el pintor Ángel Della Valle (1852-1903) en su conocido La vuelta del malón (1892). No obstante, el estereotipo aún perdura con fuerza en la sociedad argentina: no es raro que los medios de comunicación todavía se refieran a los mapuches como chilenos que exterminaron a los tehuelches argentinos, en la ignorancia del conocimiento académico acumulado en estas décadas.
La vigencia de estos prejuicios indica la fuerza que todavía posee el discurso dominante desde fines del siglo XIX, y el hondo arraigo en la sociedad de ciertas creencias. El nuevo conocimiento académico y las iniciativas políticas de los pueblos indígenas, así como las discusiones actuales sobre la legitimidad de estatuas, nombres de calles y plazas conmemorativas de la ‘conquista del desierto’, por contraste, reflejan los esfuerzos de una sociedad en cambio por comprender mejor el pasado e interpretar de otro modo este capítulo de su historia.
Ángel Della Valle, La vuelta del malón, 1892. Escena de tradición romántica que contribuyó a construir el estereotipo del indígena como ‘un salvaje dedicado a robar ganado, mujeres y otros bienes para llevarlos a Chile’, de donde supuestamente provenía. Casi medio siglo antes Johann Moritz Rugendas había pintado escenas similares. Foto MNBA. https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/6297