Breve elogio de la omphaloskepsis

Hace poco, un conocido científico de nuestro medio envió una carta a un diario afirmando que, mientras en el Brasil el presupuesto de ciencia y técnica experimenta sustanciales incrementos, nuestros funcionarios del área se entregan a la práctica de la omphaloskepsis (La Nación, 10 de septiembre).

HUMOR

Dos cosas me mueven a escribir esta breve nota: (a) que estamos lejos de la época en que Maxwell ornaba sus papers con citas textuales en griego, con lo cual se impone una aclaración del significado de la curiosa palabreja; (b) que puedo coincidir en muchas cosas con el autor de la carta, pero nunca aceptaré que, como él sugiere, la omphaloskepsis sea algo pasible de censura.

Veamos. En el Webster’s Collegiate Dictionary se lee que omphaloskepsis significa “la contemplación del ombligo como un auxiliar de la meditación”; la segunda acepción es “inercia”. El término proviene del griego: omphalós (ombligo), skepsis (examen) y, curiosamente, es un neologismo, ya que –siempre según el Webster– nació en 1925.

Pero díganme, ¿hay algo más noble y más digno de alabanza que la contemplación del ombligo con el fin de conducir el pensamiento hacia los inextricables laberintos de la cavilación? ¿No es este, acaso, el ideal del filósofo que nos propone Aristóteles? ¿Qué cosa más loable que, partiendo de esa humilde cicatriz que nos recuerda nuestra fábrica mortal, elevarnos hacia las inmateriales regiones de la especulación inane? La omphaloskepsis no solo no es criticable, es un desiderátum, un camino de perfección del espíritu, una meta sublime. Mirarnos el propio ombligo –con reconcentrada atención, con infinita paciencia, con íntimo cariño– luego, despejando la mente de cualquier preocupación mundana, subir, subir, subir, hasta perdernos en el vacío de la nada inconmensurable. ¿Qué utopía más bella que esta? En una de las formulaciones del imperativo categórico, Kant afirmaba algo así como: “obra de tal manera que el principio que guía cada uno de tus actos pueda ser elevado a ley universal”. Si aplicamos esta máxima a la cuestión en debate, resultaría un mundo de “omphaloskepticos”, es decir, miríadas de contempladores del propio ombligo. ¿Se imaginan lo que sería eso?: una multitud de pura pasividad, un manso paraíso. Nada de las angustias del 12%, de tener que sufrir porque no tenés subsidio con el que seguir trabajando, de calcular si te conviene pedir el retiro voluntario y comprar un taxi, de despertarte a la mitad de la noche pensando que tiraste los mejores años de tu vida por algo que nunca existió –o, al menos, que ya no existe–. No señor, nada de eso ocurriría si todos nos ejercitáramos asiduamente en la práctica de la omphaloskepsis. En lugar de trabajos y afanes, encontraríamos la etérea pero nunca defraudadora sensación de vagar eternamente por áticas colinas, ocasionalmente iluminadas por lagos donde, como otros tantos Narcisos, pudiéramos contemplar con serenidad la incomparable imagen de nuestro propio rostro.

Miguel de Asúa

Miguel de Asúa

Doctor en medicina, UBA. PhD en historia, University of Notre Dame. Profesor titular, Universidad Nacional de San Martín. Investigador principal del Conicet.

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