La ciencia argentina: termina un año perdido y comienza uno incierto

Con la aparición de este número, el último del corriente año 2000, se completan el sexto volumen y doce años de vida de Ciencia Hoy. También el gobierno de la Alianza llega al fin de su primer año de gestión. La situación, pues, nos parece propicia para esbozar un balance de lo realizado en esos doce meses por los organismos nacionales que se ocupan de la ciencia y la tecnología, y así volver a examinar, con una mirada más general, un asunto que fue tema de todos los editoriales de los correspondientes seis números de la revista. Quien los relea en orden cronológico advertirá que su tono se hizo crecientemente crítico y su visión cada vez más negativa. Esta visión parece ser compartida, en una poco frecuente muestra de coincidencia, por casi todos los sectores del quehacer científico local, cuya reacción desfavorable llevó a que en el curso de 2000 el periodismo dedicara un espacio sin precedentes a los problemas de la ciencia en la Argentina.

Una explicación simplista del malestar de los científicos, que serviría de defensa fácil de las autoridades ante las críticas de las que son objeto, es sostener que las dificultades de la investigación son irremediable consecuencia de la deteriorada situación fiscal. Si bien no se puede negar la incidencia de este factor, no es la única causa de tales dificultades, ni siquiera la más importante. Más peso tiene, a nuestro juicio –y ello posiblemente sea lo que más alarme a los científicos–, la peligrosa asociación de la indiferencia imperante en las esferas más altas del gobierno acerca de la ciencia y la tecnología, con la falta de rumbo que se infiere de las políticas proclamadas y las acciones ejecutadas por los organismos oficiales del sector. Para muchos, las restricciones presupuestarias más que causa son consecuencia y prueba objetiva de la falta de interés oficial por el desarrollo científico.

Con la designación de Dante Caputo en enero pasado al frente de la antigua secretaría de Ciencia y Tecnología, el cambio de la denominación de esta por el de secretaría para la Tecnología, la Ciencia y la Innovación Productiva, y su traslado de la órbita del ministerio de Educación al de la presidencia de la Nación, la comunidad científica pensó que el gobierno tenía ideas específicas y planes concretos en carpeta, dada, además, la importante experiencia del nombrado funcionario como canciller del presidente Alfonsín. Esas expectativas, sin embargo, tardaron poco en disiparse. Después de cuatro meses, en abril, las autoridades hicieron un primer anuncio de sus políticas al declarar que el objetivo central de su gestión sería lograr el ingreso definitivo del país en la sociedad de la información, mediante la promoción activa del uso de la Internet en las escuelas y por parte de la población en general. Ello desconcertó y a la vez preocupó a los científicos, que no desconocen la importancia de tal instrumento para la praxis de la enseñanza y de la investigación (y por ello están ciertamente de acuerdo con su difusión), pero que también saben que está lejos de ser lo esencial para producir buena ciencia. Esta, no está demás repetirlo, solo se logra estimulando la creatividad intelectual en un clima de respeto por los valores académicos, de libertad y de reconocimiento del mérito. Tales conceptos no formaban parte del discurso oficial, que, por ello, fue recibido con frialdad, cuando no con cierta hostil ironía por la comunidad científica. De todos modos, la SETCIP no dio pasos prácticos en la dirección de dicha sociedad de la información y, en medio de reacciones ya inequívocamente negativas de aquella comunidad, la iniciativa fue desapareciendo progresivamente del discurso oficial. La Argentina, en consecuencia, no avanzó demasiado hacia la sociedad de la información en momentos en que tiene lugar un importante aunque no muy visible cambio en los instrumentos teleinformáticos de uso académico. Nos referimos a la llamada Internet 2, que proporciona un enorme aumento de la capacidad de transmitir datos y da acceso a aplicaciones inaccesibles a la Internet actual, como bibliotecas digitales, laboratorios virtuales, educación a distancia, teleprocesamiento de datos y telegestión. Pero el entusiasmo informático de las autoridades no incluyó este desarrollo. Hasta donde sabemos, la única institución argentina que está procurando poner la Internet 2 al alcance del sistema científico es la Asociación Ciencia Hoy, editora de la revista, por medio de la red RETINA.

En julio último, la SETCIP hizo público un documento titulado Programa para el financiamiento y organización del sistema de ciencia y técnica. El escrito (comentado con algún detalle en el número 58) esbozó los lineamientos de una profunda transformación del sistema científico sin –para citarnos– “el andamiaje de datos y de la complejidad y sutileza de razonamiento requeridos para fundamentar tamañas reformas”. La reacción que suscitó fue casi sin excepciones negativa. Su difusión en un momento de agudas dificultades financieras para el sector público en general y el científico en particular, y el hecho de haber sido elaborado a puertas cerradas, sin consulta y menos discusión con los participantes primarios, determinó que muchos lo interpretaran no como un proyecto de reorganización sino de destrucción del sistema científico. Los autores y promotores de dicho plan cometieron el error de no advertir en la mayoría de los científicos una fuerte adhesión al statu quo y a las instituciones establecidas y sus modos de operar, en particular al CONICET. Tampoco cayeron en la cuenta de que, en las actuales circunstancias, toda propuesta de reforma institucional es intensamente sospechosa de no ser otra cosa que un ajuste financiero para cumplir con compromisos adquiridos u obtener ayuda de organismos internacionales de crédito.

En el momento de escribir este editorial, al igual que lo acontecido con el primer anuncio sobre la sociedad de la información, el mencionado programa parece haberse ido esfumando en silencio, lo que hace dudar de la convicción con la que fue propuesto y de que hubiera sólidas razones para haberlo lanzado. Nada ha aparecido en su reemplazo, cosa que tal vez no sea tan mala noticia después de todo, pues ya nadie está de humor para otra iniciativa que intente sostenerse sobre pies de barro. Pero ello significa que la actividad científica nacional está ahora transcurriendo como en un sopor, relegada a un mundo sin sentido de su futuro. No se puede exagerar la gravedad de tan absurda situación, cuando se había esperado que el presente gobierno tuviese la iniciativa y la visión de atacar las enmarañadas deficiencias estructurales (detalladas en parte en el editorial del número 56) del sistema institucional de promoción y ejecución de la ciencia. Tampoco se puede exagerar el daño que causa esta incertidumbre en la parte más valiosa y sensible de la comunidad académica: las generaciones de jóvenes que están terminando su formación en el país o en el extranjero y están concluyendo que les resultará imposible incorporarse a un esfuerzo científico nacional en vías de extinción. Esta señal negativa se extiende también a quienes están considerando la posibilidad de realizar estudios científicos cuando ingresen a la universidad. La caída de la matrícula en las carreras científicas, observada en los últimos años, posiblemente se relacione con una percepción negativa del estado de la ciencia en el país.

Además de la debilidad o ausencia de conducción que se desprende de lo explicado, en los tiempos recientes hemos asistido al poco edificante espectáculo de enfrentamientos públicos de funcionarios superiores, con el consiguiente daño a las instituciones cuyo gobierno les fue confiado. Ello ha sido particularmente notorio en el caso del CONICET. Durante el año comentado, la institución tuvo dos presidentes (desde julio de 1989 tuvo diez: Cavotti, Quartino, Matera, Liotta, Aceñolaza, Stefani, del Bello, Bertranou, Jakovkis y Carrasco, es decir, sufrió un número de cambios suficiente como para destruir a cualquier institución, aun la mejor organizada, lo que no es el caso de esta). A lo largo de estos meses, el conflicto entre el presidente de la entidad y su directorio se fue agravando y culminó con la publicación de acusaciones recíprocas, en muchos casos difundidas por los canales de comunicación con investigadores, becarios y técnicos. Hoy, a todos los efectos prácticos, reina un estado de anarquía, con un directorio que ha declarado su independencia del presidente y colocado a la institución en la imposibilidad de cumplir siquiera fuese mínimamente con sus funciones.

La crisis de la ciencia argentina es aún más flagrante ante el florecimiento de la actividad en otros países. El Brasil, por ejemplo, prevé aumentar en 2001 el presupuesto federal destinado a ciencia y tecnología en 47%. Además, mediante la gestión de proyectos en los que intervienen numerosos laboratorios y cuentan con abundante financiación, tanto pública como privada, ese país está ingresando en una etapa en que la producción de conocimientos se está convirtiendo en un bien social apreciado por todos y en un servicio exportable (como lo explicamos en el editorial del número 59). Debería preocupar a las autoridades el que en los Estados Unidos, junto con un aumento del presupuesto federal destinado a ciencia y tecnología, el Congreso haya aprobado elevar durante los próximos tres años de 115 a 195 mil el número de visas concedidas anualmente a personas con altas calificaciones científicas y tecnológicas, y que haya eliminado el límite al número de extranjeros que pueden contratar las universidades y otras organizaciones académicas. Cien millones de dólares de los ingresos generados por las visas que gestionen las empresas se destinarán a la National Science Foundation, para sus programas de formación de científicos e ingenieros (véase Science, 290:249, 2000). Tal situación crea un terreno propicio para la emigración de los investigadores a quienes la ceguera de nuestros gobernantes priva de las condiciones mínimas para que realicen su trabajo aquí.

Es casi un lugar común decir que el principal sustento de la prosperidad de una nación, su posibilidad de participar con éxito en la economía globalizada y de proporcionar un nivel de vida adecuado a toda su población reside en su capacidad de producir, transformar y organizar el conocimiento. Si ella se pierde, es difícil lograr que un país sea un actor importante en la economía global e impedir la marginalización de sectores amplios de su población. En ocasiones anteriores Ciencia Hoy ha sostenido que un sistema científico subfinanciado y arbitrario no desaparece sino que involuciona y se torna mediocre, inútil y refractario a toda mejora. En la Argentina se hace todavía investigación de calidad, que contribuye no solo a la empresa internacional de creación del conocimiento sino, también, al bienestar de la población. Para poder vivir en un país civilizado, por no decir moderno, esa investigación no puede abandonarse. La revista ha tratado de transmitir esta idea en los 60 números que lleva publicados. Esperamos que las autoridades la entiendan y reemplacen su discurso errático y las más de las veces vacío por señales claras y objetivas de que, a pesar de las limitaciones impuestas por una difícil situación de las finanzas publicas, existe un genuino interés por que la ciencia sobreviva en la Argentina.

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