Carta de Lectores

LOS VOLCANES Y EL CLIMA

Roberto Fernández Prini, del INQUIMAE -FCEyN. UBA – envió la nota que se transcribe a continuación sobre el artículo de Luz C. Baldicero Molion (Ciencia Hoy, 38:31.1997).

Los comentarios del autor, a quien los editores la hicieron llegar, no habían arribado al momento de entrar en prensa, por lo que quedan para una entrega futura.

He leído con gran interés ‘Los volcanes afectan el clima del planeta’, articulo que aborda un tema fascinante: la interacción, hasta hace poco no considerada de trascendencia, entre distintos fenómenos naturales. La noción de globalización de los efectos geológicos, oceanográficos y meteorológicos es una importante contribución del conocimiento científico actual. El autor se refiere, también, a la importancia de la actividad humana en los cambios climáticos globales, que pueden modificar substancialmente las condiciones de vida en el planeta.

Dicho lo anterior, creo importante señalar que en el recuadro sobre la contribución de los volcanes a la destrucción del ozono estratosférico se ha deslizado un error. Es cierto que los volcanes aportan a la atmósfera una cantidad apreciablemente mayor de cloro que la dispersada por la actividad humana en forma de compuestos clorofluorcarbonados (CFCs), pero, ¿cuál es su efecto sobre la destrucción del ozono estratosférico? Como afirma el autor, el cloro emitido en las erupciones volcánicas, fundamentalmente, se encuentra en la forma de cloruro de hidrógeno, es decir, como un compuesto inorgánico, distinto del cloro o el bromo unidos a una molécula hidrocarbonada, porque su química es diferente. Las reacciones no sólo dependen de los elementos que intervienen sino también, de manera esencial, de los compuestos que forman. En el caso que nos ocupa, las reacciones que contribuyen a la destrucción del ozono estratosférico requieren la presencia de moléculas que posean cloro o bromo unidos a una cadena hidrocarbonada, y que sean lo suficientemente estables como para alcanzar la estratosfera antes de descomponerse -como los halones y los freones o CFCs-. Tal mecanismo de reacción nunca puede tener lugar a partir de cloro inorgánico (véase ‘Los clorofluorcarbonados y el ozono estratosférico’, Ciencia Hoy, 36:51, 1996).

Por lo tanto, comparar esos dos aportes de cloro a la atmósfera a los efectos de considerar la destrucción del ozono estratosférico es comparar cosas heterogéneas. La emisión antropogénica de CFCs es específicamente destructora del ozono estratosférico; la de cloro de origen volcánico, no.

La concentración de aerosoles en la atmósfera debida a erupciones volcánicas podría contribuir a aumentar la descomposición del ozono sí algunos de ellos alcanzaran la estratosfera, porque una etapa de la cadena de reacciones químicas de dicha descomposición requiere de superficies para producir el intermediario agresivo. Habría entonces, en tal caso, otra contribución, que se sumaría a la de los hidrocarburos substituidos por cloro o bromo.

Para evaluar cabalmente las consecuencias de ciertos fenómenos naturales, como los que presentó de modo tan claro y competente Baldicero Molion, apreciar su contribución al cambio climático global y compararla con aportes antropogénicos, aún se necesita un gran esfuerzo por parte de los científicos. No menos trascendente es el reconocimiento general de que un meteoro, que hizo impacto en la Tierra hace 65 millones de años, provocó los cambios que llevaron a la extinción de muchas especies, entre ellas los populares dinosaurios. Dicho impacto causó más perturbaciones en el clima terrestre que la erupción de varios volcanes. Sabemos que los fenómenos naturales tienen una magnitud que, aun hoy, afortunadamente, no está al alcance del hombre. Ante ello caben dos actitudes: la del campesino, abrumado por la imposibilidad de prevenir los fenómenos climáticos que condicionan sus cosechas, o una más racional, que acepte que la actividad humana tiene necesariamente que afectar al medio y que, por ello, busca evaluar cuidadosamente sus consecuencias. El peligro de la primera actitud es que, sí la actividad humana afectara substancialmente al clima, cuando se tenga certidumbre de que es así, podría ser demasiado tarde. Ese debe ser el mensaje de la ciencia a la sociedad: no uno alarmista, ni complaciente, sino sólo precavido.

LA SOCIOLOGÍA DE LA CIENCIA

Llegó una carta de Fernando J. Peliche, médico de Río Gallegos, acerca de la nota de Héctor Ciapuscio ‘Estudios sobre ciencia y tecnología’ (Ciencia Hoy, 38:60,1997), cuyos principales conceptos se sintetizan a continuación, seguidos de un comentario del autor.

H. Ciapuscio se refiere a los Science and Technology Studies (STS) dirigidos a entender y controlar la ciencia y la tecnología. Creo que eso no es tan sencillo y que merece algunos comentarios. En primer lugar, Bunge no se opone a la sociología de la ciencia, sino que menciona la posibilidad de su crítica destructiva -por ejemplo, la de Popper- y la alternativa de una crítica constructiva, que él propone. La cuestión no es negar que los científicos sean estudiados con los métodos de la sociología, sino saber qué teoría subyace a esos métodos. Lo que Bunge crítica es que, desde los años sesenta, la sociología de la ciencia (por lo menos en su variante de moda) esté impregnada de externalismo (que considera el contenido conceptual determinado por el marco social), constructivismo (para el que el investigador construye, no una teoría, sino los hechos) y relativismo (que niega la existencia de verdades objetivas y universales). Además adopta, según Bunge, doctrinas psicológicas obsoletas, como el conductismo o el psicoanálisis, y se nutre de multitud de doctrinas anticientíficas, como el postestructuralismo, el deconstructivismo, la escuela de semiótica francesa, etc. Parece que Occidente, al ver fracasar su sueño más radicalizado, el socialismo, abjura de todos sus sueños, hasta de los que lo caracterizaban por excelencia, como el iluminismo.

Sí se acepta, sin más, el relativismo cultural y se supone, además, que los STS tienen como finalidad, entre otras cosas, controlar a la ciencia, el panorama es desolador. Asusta. Si la ciencia es sólo política por otros medios, como dice Latour (‘Gíve me a lab and l’ll raise the world’, en Knorr-Cetina & Mulkay, 1983, Science Observed, Sage, Londres), entonces Hitler no andaba tan errado y Stalin y Lysenko tampoco (y esto vale también para el arte, la cultura, etc.). No creo que sea de hombres cultos al filo del siglo XXI ponernos reivindicar a esos sujetos. El postmodernismo epistemológico, inspirado en Kuhn o en Feyerabend, nos lleva a la fantástica conjetura de que la verdad científica es una construcción social, arbitraria y descartable. ¿Por qué, después de 2500 años e infinidad de cambios históricos, el cuadrado de la hipotenusa se mantiene igual a la suma de los cuadrados de los catetos? En nombre del irracionalismo pseudoprogresista que menciona Jacovkis en el mismo número de la revista, el postmodernismo parece suponer que la moxibustion o la brujería tienen el mismo valor que la penicilina.

En realidad, la discusión es tan antigua como la ilustración. Universalistas contra localistas, Condorcet contra Gobineau, Kant contra Nietzsche. Plus ca change, plus c’est la meme chose. Si de lo que se tratase fuese de cerrar la brecha entre las dos culturas de Snow, sería fácil. Que la gente de formación humanista, de donde salen nuestros gobernantes, aprenda algo de ciencia. La inversa no es tan necesaria. Los científicos no gobiernan salvo en la República de Platón, que -por suerte- no existe. ¿Alguien acaso cree que Houssay, Braun o Lanari no habían leído a Shakespeare? El problema es el analfabetismo matemático-científico de los gobernantes y no la falta de cultura de los científicos. Hay que recordar que, ayer nomás, la matemática moderna era parte de la conspiración apátrida judeomasónico-comunista.

Si se trata de la antropología de la ciencia, como el caso de Latour & Woolgar (Laboratory Life, Sage, Londres, 1979), tengo para mí que a los autores les fue como a Malinowski o a Margaret Mead en el Pacífico: los nativos les dijeron lo que querían oír. Como decía Borges, esos libros de antropología, más que un documento lejano de la credulidad de los primitivos, son un documento cercano de la credulidad de los antropólogos. Creo que ni Bunge ni ningún científico normal se opone a la sociología de la ciencia: lo hacen a una que parece ser una defensa del pluralismo contra el dogma, pero, en realidad, es la negación de todo criterio de verdad. ¿La izquierda del irracionalismo o irracionalismo de izquierda? Ningún científico serio avala el relativismo en la ciencia, que ha llevado a concepciones aberrantes, como la clasificación de ciencia aria o judía realizada por los nazis, ciencia burguesa o proletaria por los stalinistas y, más cercanamente, ciencia nacional o imperialista por los tercermundistas.

El postmodernismo, con toda su pretensión progresista, es sólo una traición a la ilustración, que nos deja sin criterios de verdad, y, sin estos, no hay ciencia, ni hay ética, ni ninguna otra cosa. Las altas cumbres del pensamiento ético nos fueron legadas por hombres como Aristóteles o Kant, que conocían muy bien la ciencia de su época. Tres siglos después de Newton, la ilustración se ve asediada por el pensamiento mágico, caldo de cultivo de inquisiciones. La traición a la ilustración (para usar las palabras de J.C. Guillebaud) no es sólo un error. Es una imprudencia.

El lector dice que mi nota se refiere a los Science and Technology Studies del hemisferio norte, como dirigidos o entender y controlar a la ciencia y la tecnología. Pero yo describí algo distinto: Mientras en el norte se debatía sobre los efectos preocupantes de la copiosidad, amplitud y velocidad de los productos de la revolución en la tecnología científica (y consecuentemente se iniciaban los STS, primordialmente dirigidos a entenderla y controlarla), en Latinoamérica… Si no se tiene en cuenta el contexto y no se distingue la ciencia que se ocupa del conocimiento- de la tecnología -que atiende a la acción-, diferentes, además, en cuanto a profesionales, métodos, criterios para los resultados, etc., estamos en Babel.

En otro párrafo se plantea una suposición caprichosa con respecto al articulo (si se acepta, sin más, el relativismo cultural…) y después se insiste en traducir por controlar lo ciencia el textual efectos […] de los productos de la revolución en la tecnología científica. La mención de Hitler, Stalin y Lysenko que viene en seguida no ayuda precisamente a quitar dramatismo a la suposición relativista (ausente en mi texto) y al reiterado desplazamiento semántico.

Creo que el objetivo del lector tiene, en realidad, poco que ver con mi nota, una escueta relación de los STS de los EE.UU., Gran Bretaña, etc. Su interés es criticar cosas como el relativismo científico, el postmodemismo, el constructivismo, el irracionalismo seudoprogresista, etc. Y su manera de referirse a esos asuntos -que son materia de madura reflexión en esos países- traduce temor ante esa problemática. Eso no me parece bien. Como recomendaba Spinoza, el más adorable de los filósofos, según Borges, es bueno non ridere, non lugere neque detestari, sed intelligere. Negarse a discutir; exorcizar, tomar actitud de de eso no se habla, no son enfoques correctos. Creo que asustarse ante la perspectiva de un diálogo sobre problemas contemporáneos vivos, en virtud de la fragilidad del sistema, no es lo más conveniente para vigorizar nuestra academia.

En cuanto al problema de las dos culturas, encuentro razonable el deseo del lector, aunque la coda sea un poco sesgada. Pero el tema no es tan simple. Hay diversas fórmulas para superar la technical illiteracy de los gobernantes (y de los gobernados: Cfr. G. Fourez, Alfabetización científica y tecnológica, 1997, Ediciones Colihue, Buenos Aires) y, para peor, parece que hay más de dos culturas. El propio Snow (1964) sugirió una tercera, puente entre humanistas y científicos, que incluiría algunas artes y ciencias sociales. El pensador francés Edgar Morin consideró, hace poco, también la existencia de una tercera, la cultura de masas. Últimamente, con el aparente visto bueno de científicos del porte de Murray Gell-Mann, Lynn Margulis, Roger Penrose y Daniel Dennet, John Brockman (La tercera cultura. Mas allá de la Revolución Científica, 1996, Tusquets, Barcelona) propone, asimismo, una diferente. Se expresaría en libros escritos por investigadores de renombre que se ocupan. con éxito editorial, de problemas científicos fundamentales.

Así las cosas, me inclino por la esperanza de Jacob Bronowski (The Common Sense of Science, 1979, Harvard University Press, Cambridge): la humanidad ha de pugnar para que la ciencia, el arte y la literatura se integren como sucedió en cada época de oro de la historia de Occidente- en un amplio y general lenguaje de la cultura.

Todos estos asuntos pueden conformar una agenda para las discusiones públicas que nos están haciendo falta.

Héctor Ciapuscio

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