Carta de Lectores

¿A QUIÉN ENCUESTÓ Ciencia Hoy?

Acerca de la observación, quizá inoportuna, que hice en la celebración de los diez años de la revista (Ciencia Hoy, 51:12), dicen los editores que la encuesta no apuntó específicamente a los sectores socioeconómicos medio y medio alto sino a cuantos tuviesen educación secundaria completa. Pero, seguramente, hay una importante superposición de ambos conjuntos. Mi comentario se basó en lo escrito en Ciencia Hoy, 48:54, donde se lee: Para la encuesta, realizada por el estudio Mora y Araujo y Asociados, se entrevistaron igual número de hombres y mujeres de nivel socioeconómico medio, medio alto y alto; sin tomar en cuenta aquellos que no poseen educación secundaria completa.

Para disculpar mi posible falta de oportunidad al señalar algo que puede parecer menor frente al esfuerzo realizado, diré que lo sucedido en los últimos diez años en cuanto a marginación o exclusión de la gente, que se instaló en la sociedad argentina ante la indiferencia fatalista de los que nos salvamos, nos obliga a tratar la cuestión con extremo cuidado, pero me impide conservar las formas. Esta especie de discriminación -que a mi entender no fue deliberada- me sensibilizó de manera muy especial. Si la encuesta se hubiese hecho hace algunos años, no hubiese incluido a mis padres, fanáticos admiradores de la ciencia, ni tampoco a los impulsores de los círculos socialistas, que en las primeras décadas de este siglo ponían empeño en hacer la ciencia accesible al pueblo. Y quizá ello se debió, también, a mi más reciente experiencia de campo en el ámbito popular, en la puerta o en los actos de las escuelas públicas de mis nietos. Allí las madres económicamente menos favorecidas, sin la secundaria completa, son las más entusiastas a la hora de impulsar la biblioteca, realizar una excursión a algún museo o aportar para la computadora, por encima de muchas de clase media o media alta, más indiferentes a estas delicias. Quizá traté de expresar imperfectamente mi convicción de que la ciencia, por lo menos en los países periféricos, pierde mucho cuando descuida su asociación virtuosa con la justicia y la igualdad.

Sara Rietti
Buenos Aires

LA JUBILACIÓN DE LOS ACADÉMICOS

En el número 52 de Ciencia Hoy leí un editorial sobre la jubilación de profesores e investigadores en la Argentina. Pese a que el editorialista adujo que el principal combustible del debate sobre la conveniencia de la jubilación obligatoria al llegar a determinada edad fue el malestar experimentado por algunos miembros mayores de la comunidad académica ante su inminente retiro, existe otra fracción de dicha comunidad (a la cual pertenezco), ntegrada por jóvenes en proceso de formación, que también se siente disconforme con la medida. Me parece bien que se pretenda alentar a las nuevas generaciones a emprender vuelo independiente en su vida académica. Sin embargo, impedir que ciertos investigadores mayores sigan trabajando en condiciones normales va en contra de la capacidad productiva de muchos de los más jóvenes.

El asunto no se limita a la discusión sobre el monto -si es adecuado o no- de las jubilaciones; ni siquiera a la edad estipulada. Va más allá del argumento que sostiene el innegable derecho de seguir trabajando de quienes quieren hacerlo. El punto crucial es que, por el bien de la vida científica argentina, algunos deben continuar en funciones, aunque esta afirmación no valga para todos los que alcancen la edad límite. Ello es así, entre otras razones, porque, para obtener financiamiento externo, tan importante cuando los recursos internos son limitados y el intercambio internacional es un factor crucial, es necesario el liderazgo de personas con amplio reconocimiento en la comunidad mundial de la ciencia. De ahí que resulte necesaria la permanencia de algunos investigadores mayores (habría que establecer los criterios para identificarlos). Además, ¿desde cuándo las funciones de los investigadores de mayor experiencia son las mismas que las de los investigadores en su etapa de máxima creatividad? Estos escriben artículos y dedican su tiempo a profundizar en la complejidad de fenómenos específicos a los que se aproximan por primera vez; aquellos escriben libros y se aplican a decantar la sabiduría adquirida en años de trabajo en la forma de hipótesis, modelos y teorías amplias. A mi modo de ver, en esto reside, principalmente, la permanente construcción del cuerpo de la ciencia.

Marcela Pinillos
Buenos Aires

Es digno de encomio el tratamiento público de la jubilación de investigadores y profesores en el editorial del número 52. Sin embargo, a mi juicio no penetra en la entraña del problema, porque omite por lo menos tres aspectos importantes. El razonamiento es ahistórico, pues no considera la evolución del acontecer científico argentino en los últimos cincuenta años y, por ende, enfoca la jubilación en abstracto; en segundo lugar, omite tener en cuenta la prolongación del lapso de vida en ese período, y, en tercero, deja de lado las circunstancias políticas y sociales actuales de las jubilaciones.

Se están jubilando ahora los que hace cuarenta años eligieron el régimen de dedicación exclusiva establecido por la universidad pública y el CONICET de los sesenta, al que accedieron por concursos estrictos. Para la segunda de esas instituciones, tenían la peculiaridad de tratarse de contratos renovables. Sin duda, fue una elección de vida, en contraposición a un medio de vida o, como se dice ahora, una “salida laboral”. Nadie en su sano juicio hubiera optado, solo para ganarse el sustento, por un régimen de 45 horas semanales de trabajo, más el tiempo de estudio, más estar en competencia con investigadores del resto del mundo, más la inseguridad de la renovación del cargo por concurso o contrato. Esas características restringieron la demanda a los más fuertes en vocación y competitividad. De ellos, desgraciadamente muchos emigraron forzadamente y nunca volvieron, por la brutal opresión del país de la que otros cayeron víctimas, especialmente durante el régimen militar. Los que se quedaron eligieron hacerlo a sabiendas de lo que perdían en comparación con los emigrantes, porque prefirieron seguir perteneciendo a la sociedad argentina. Algo que se perdió parcialmente en esos años es la generación intermedia, la de los que hoy tendrían entre 45 y 55, por lo que, en muchas instituciones científicas, hoy alguno de 65 años hace lo que habrían hecho ellos.

¿Le roban estos “viejos” el lugar a los jóvenes? El argumento, inherentemente ruin, parte de un concepto de mercado, por el que los lugares de docencia e investigación son bienes escasos sujetos a la más impiadosa competencia. Si las circunstancias de los años 1958-60 ahuyentaron a jóvenes ambiciosos pero atrajeron a otros con vocación, bastaría con reproducir las exigencias de entonces para limitar la demanda. Pero hoy, por circunstancias políticas, se ofrece a los jóvenes el espectáculo de viejos profesores, jubilados a la fuerza, sacados de sus aulas y laboratorios y echados a puntapiés simbólicos, quizás por no haber comprendido ni aceptado los garrotazos de la noche de los bastones largos (mecanismo por el cual el régimen de Onganía despejó un millar de cargos universitarios, pero no precisamente para beneficiar a los jóvenes). ¿Con qué vocación reemplazarán los más jóvenes a estos viejos estafados y manoseados? ¿Será con la de ser los estafados del futuro?

El editorial, por otra parte, no consideró que en las sociedades occidentales, en estos cincuenta años, la vida de la gente se prolongó: para los varones pasó de 66 años en 1958 a 75 en 1992, y de 71 a 78 para las mujeres (Science, 273:42-48, 1996). Cuando se redactó el estatuto actual de la UBA, el tiempo promedio de vida de los varones era un año más que el límite jubilatorio. Finalmente, el artículo no considera las circunstancias políticas actuales, enmarcadas en una visión para la cual los investigadores son “insumos” casi carentes de derechos. Con la misma visión, se negó el acceso a becas a jóvenes con más de dos años de graduados, sin tomar en cuenta su edad. Es decir, estamos ante un ajuste económico, cuando no ante un ajuste político de cuentas. No hay ciertamente motivos académicos en estas jubilaciones; sí hay vulgares argumentos de caja y, en algunos casos, hasta de camorra.

Alberto Juan Solari
Buenos Aires

ÉTICA, ANTROPOLOGÍA Y CONOCIMIENTO

Deseo expresar mi satisfacción por haberse publicado la nota editorial Ética, ciencia y divulgación, aparecida en el número 51, pero, al mismo tiempo, sentar mi crítica a ciertos conceptos, porque atacan injustamente aspectos de la antropología. Nadie en su sano juicio puede poner en duda la necesidad de reglar el comportamiento humano en el marco de claros principios éticos. Ello no solo vale para determinadas ramas de la investigación científica como las disciplinas biomédicas, o para la antropología, el objeto del editorial. Pero si bien la ética no se puede soslayar en la actividad humana, está teñida de subjetivismo: lo que es justo para algunos podría no serlo para otros, sobre todo cuando se trata de imponer algo bajo la forma de reglamentos. Nadie niega que la experimentación en seres humanos acometida por el nazismo fue aberrante, pero hay quienes se oponen al ensayo de medicamentos en su última fase de pruebas, que se realiza en personas, y otros están en contra de la utilización de animales para la experimentación biológica. ¿Dónde pondremos el límite? Si ese límite no es aceptado por todos, al establecerlo, ¿no estaremos realizando un acto de soberbia, algo claramente contrario a la ética?

Lo dicho es especialmente crítico en antropología, que no puede prescindir de la diversidad de pautas culturales que reglaron la historia de la humanidad. En ese sentido, y a propósito de la crítica de un lector de La Nación (publicada en ese diario como carta el 13 de abril último), que expresa estupor por el tratamiento que se da a restos de personas pertenecientes a antiguas culturas, inhumadas según ritos y creencias tan respetables y exóticos como podrían ser los actuales dentro de cierto número de años, ni el nombrado ni los autores del editorial tuvieron en cuenta que una de las más firmes creencias de nuestra propia cultura es que el conocimiento científico es fundamental para la sociedad humana. Sin conocimiento no habría humanidad y una ética que lo ataque tan de lleno resulta, a mi criterio, algo profundamente antiético, porque ataca a una forma de impartir educación. El editorial parece compartir esta actitud, porque señala que, para dar más fuerza a su argumentación, el lector nombrado se preguntó: ¿por qué no exhibir -por razones educativas y de curiosidad- algún ancestro del siglo pasado de los arqueólogos o directores de museos, con los objetos personales con que fueron inhumados? Porque en nuestra cultura se conoce bien la ropa que pudo vestir, la comida que pudo comer y el ajuar funerario que pudo lucir cualquier arqueólogo o director de museo del siglo XIX. Por la misma razón no se exhibiría un gato doméstico o una cucaracha de cocina en el zoológico y se muestran momias egipcias en los principales museos. El editorial prosigue: Los argumentos de la carta publicada por La Nación no solo están bien fundados en cuestiones de sano sentido histórico, de respeto por los derechos humanos y hasta de elemental decencia [sic] sino, también, se apoyan en los principios éticos relevantes para la investigación arqueológica y antropológica, que nadie trajo a colación [sic]. Yo pregunto: considerar que el ataque a una actividad educativa común en la mayoría de los museos -a los que sin duda concurrirán los hijos del lector y de los periodistas científicos)- está fundado en cuestiones de sano sentido histórico, ¿no es de por sí una actitud contraria a la ética?

Héctor M. Pucciarelli
La Plata

EL AÑO CERO Y EL AÑO UNO

La cuestión de cuándo terminará el siglo XX nos debe tener a todos al borde del agotamiento, pero no puedo evitar un comentario ante la idea claramente equivocada que se lee en la página 40 del número 52 de Ciencia Hoy. El texto señala con acierto que el nuevo siglo comienza en el año 2001, pero afirma que, si bien el cero no es la denominación del primer objeto contado, esta …no es la única opción posible y no suele ser la elegida cuando se trata de objetos divisibles (como kilos de azúcar); en tal caso […] se reserva el uno para expresar las cantidades a partir de la primera unidad completa… Esto es un error conceptual. En realidad, el uno se reserva para la primera unidad completa en todos los casos, sin excepción, no solo cuando se trata de objetos divisibles (por otra parte, ¿qué cosas no son matemáticamente divisibles?). La unidad no puede servir para denominar a fracciones de la unidad, porque ello constituiría una clara contradicción. Me imagino que el error parte de la confusión entre los números cardinales y los ordinales. Cuando un bebé nace, inmediatamente comienza a vivir el primer año de su vida, lo que traducido a números cardinales es el año 1, pero es claro que aún no ha cumplido un año. De la misma forma, cuando nos preguntan por la antigüedad de un auto comprado hace tres meses decimos: es el primer año que lo tengo. El hecho de que esté cursando el primer año, justamente, implica que aún no ha cumplido la unidad, que solo ha recorrido una fracción.

Dionisio hizo lo correcto, más allá de los conocimientos sobre el cero de la época. El momento del nacimiento de Cristo es el punto inicial, a partir del cual se empezó a contar, y ese primer año fue el año 1 de nuestra era; si, como dice más adelante el texto citado, el monje hubiera señalado con el número uno al año que empezó después de transcurridos los primeros doce meses de la vida de Cristo, todo su primer año de vida hubiera transcurrido en un hipotético año cero. Esto no es un simple problema de elección de un nombre, sino un absurdo matemático. No puede existir una unidad completa que se llame cero, porque el cero no es más que la construcción abstracta necesaria para designar la nada, la ausencia de existencia. Si se asignara a un ente real el nombre cero, sería necesario inventar un nuevo nombre para la nada y el cero pasaría a representar lo que actualmente conocemos como el uno, mecanismo a todas luces innecesario e inútil. Podría dar aquí una demostración matemática de que establecer un año cero es un absurdo, pero prefiero aprovechar este espacio para celebrar que Ciencia Hoy haya demostrado cómo se puede hacer una publicación de calidad científica, excelente presentación, variedad y seriedad de contenidos y hasta humor. Espero seguir leyendo la revista en el siglo XXI, es decir, a partir de la hora cero del 1º de enero de 2001.

Gerardo M. Rodríguez Planes
Buenos Aires

¿Y LOS DEMÁS?

Acabo de leer la carta de Ricardo Ferraro en el número 52 de Ciencia Hoy. Me alegró que alguien pudiera expresar algunas de mis preocupaciones: ¿quiénes deben evaluar la ciencia y la tecnología?, ¿quién define las bondades del sistema?, y, fundamentalmente, ¿por qué privilegiar la cofradía de pares? Como dice el nombrado, ¿y si probamos y les preguntamos a todos? Cualquier sistema que se encierre en sí mismo es destructivo, pues no se oxigena. Lamentablemente, Ferraro culmina su carta sosteniendo que le podemos preguntar a todos porque son pocos. Y si fueran muchos ¿qué? ¿Por qué no preguntamos a toda la sociedad? Aún no hay verdades, solo conjeturas.

Elizabeth Pirker
Buenos Aires

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