La jubilacion de profesores e investigadores

En los últimos meses, los medios de comunicación se ocuparon repetidamente del malestar exteriorizado por determinados integrantes de la comunidad científica y universitaria, que se enfrentaron con la perspectiva de tener que alejarse obligatoriamente de sus funciones por haber alcanzado la edad legal de la jubilación. Los afectados expresaron su fuerte oposición a una medida que, sin embargo, no constituye una novedad ni es muy distinta de lo usual en otros países u otras actividades, y la fundamentaron en el hecho de que sus respectivas entidades se verían privadas de las personas de mayor experiencia. Por lo general, los medios hicieron suyos estos argumentos, sin entrar en un análisis crítico del asunto. Adhirieron, así, a pautas culturales que tienden a considerar a los de más edad no solo como los más sabios sino también -sobre todo si son varones- como los más indicados para ejercer el poder y conducir las instituciones académicas.

La cuestión, sin embargo, no es tan sencilla como lo dieron a entender tanto los planteos de quienes enfrentan una jubilación forzosa cuanto la reacción de los medios. En lo que sigue, intentaremos señalar otros aspectos que deben tomarse en cuenta para tener una visión más completa de ella y para estimular, así, un debate que conduzca a conclusiones a la vez justas para con los afectados y favorables al buen desenvolvimiento de la vida académica. Para encontrar buenas soluciones se necesita utilizar mecanismos sutiles y matizados, como en todos los conflictos en los que están en juego aspiraciones personales legítimas que entran en colisión con el bien común. Ante todo, conviene señalar que, hoy en día, al mismo tiempo que la perspectiva de una jubilación obligatoria, los integrantes del mundo académico y científico se enfrentan con la igualmente angustiante imposibilidad de jubilarse en términos mínimamente aceptables, pues hacerlo les ocasiona una inhumana reducción de sus ya indignos ingresos. Por ello, si bien para algunos investigadores la obligación de jubilarse significa, sobre todo, verse impedidos de cumplir su deseo de seguir trabajando -algo a lo que nadie debería verse forzado-, para muchos, quizá la mayoría, la perspectiva de continuar activos a pesar de poder retirarse es en sí escasamente atractiva, y solo luchan por ella como medio de escapar de la indigencia.

Como puede advertirse, hay en este estado de cosas una doble injusticia. Algunos se ven compelidos a abandonar una actividad que desearían legítimamente continuar ejerciendo, pues tienen un genuino interés en seguir investigando y enseñando. Normalmente, además, se trata de personas en condiciones de hacer aportes valiosos a la comunidad académica. Pero otros se encuentran impedidos de abandonar obligaciones que ya no les significan mucho. Estos, en consecuencia, poco pueden seguir aportando a dicha comunidad. El concepto de que la jubilación es un derecho adquirído con décadas de aportes y un beneficio que recompensa una vida de trabajo parece haber dejado de tener sentido para la profesión científica, y haber sido reemplazado por el de que se trata de un castigo arbitrario, del que solo se puede escapar, en una suerte similar a la de Sísifo, si se continúa trabajando sin jamás cesar.

La situación descripta comenzó hace ya algunos años, cuando, con las reformas previsionales implantadas por el actual gobierno, las jubilaciones de docentes e investigadores disminuyeron marcadamente con relación a los haberes que perciben en actividad (los que, por otra parte, han venido sufriendo un sensible deterioro comparados en moneda constante con lo que fueron hace tres o cuatro décadas). No es fácil concluir que el único modo de, resolver este dilema es que docentes e investigadores vuelvan a recibir jubilaciones razonables.

Dicho lo anterior, debe reiterarse que para los académicos la obligación de jubilarse no es nueva, como se pudo creer de la lectura de algunos diarios. Tampoco son nuevos los mecanismos por los que un jubilado puede continuar realizando ciertas tareas. Por ejemplo, desde hace décadas el estatuto de la Universidad de Buenos Aires establece la jubilación de oficio a los 65 años, pero el profesor jubilado puede seguir integrando el claustro si es designado en las categorías de emérito, consulto o, simplemente, invitado, y en ese carácter recibir algún pago que suplemente la jubilación. Alguna similitud tiene el caso de la carrera de investigador del CONICET, para la cual las normas fijan la edad de retiro a los 67 años; hasta hace poco, sin embargo, no se obligaba a nadie a jubilarse ni se imponían trabas a quien deseara continuar activo -algo poco aconsejable, como se verá en seguida-, pero las circunstancias económicas de los últimos dos años condujeron a que se revisara esa política y se jubilara de oficio a los investigadores al llegar a la edad establecida, con el ofrecimiento a quien lo desease y -según los criterios del organismo- lo mereciera, de un contrato anual renovable que lo habilitara a seguir activo y a recibir en pago un monto cercano a la disminución de su ingreso por haberse jubilado.

Como se ve, en ninguno de estos dos casos la jubilación significa la prohibición de seguir investigando o enseñando, ni la imposibilidad de percibir una remuneración cercana a la de un profesor o investigador en actividad. Es cierto, sin embargo, que una parte de la retribución del jubilado que sigue activo queda establecida por un contrato, al que no acceden todos y cuya duración es anual. Ello implica un riesgo no menor, sobre todo en épocas de crisis económica, pues es una inveterada costumbre vernácula que la primera medida que se toma para economizar es acabar con los contratos.

Los aspectos comentados hasta acá no agotan la complejidad del tema. Hay otra faceta, igualmente importante, que no se suele traer a colación. El que en esta materia -como en cualquier otra- sea necesario conciliar las aspiraciones individuales con el bien común, lleva a que se requiera diseñar políticas que favorezcan el cumplimiento de las funciones centrales de las instituciones. Estas, en los casos que nos conciernen, son crear y transmitir conocimiento, y un requisito particular que se requiere para ejercerlas en plenitud es que la presencia y el poder de los mayores no ahogue la capacidad de innovación de los jóvenes, pues dicha innovación es indispensable para que florezca un sistema creativo y dinámico. Por otra parte, está ampliamente demostrado que, en muchas ramas del saber, como en las ciencias naturales y, en especial, las exactas, el momento de máxima creatividad de las personas llega cuando son jóvenes, posiblemente entre los 25 y los 40. Esto debe ser tenido en cuenta por los procesos de promoción de la ciencia, en los que sería inadmisible que, para retener a los mayores, se establezcan escalafones basados en la antigüedad y el mérito pasado más que en el rendimiento presente y la promesa del futuro (vicios de los que no está exento el medio local).

Si los jóvenes no son expresamente alentados a emprender su vuelo independiente y no pueden compartir el poder y participar en la toma de decisiones, investigadores talentosos pasarán los años más productivos de sus vidas académicas subordinados a científicos que ya han superado su etapa de máxima creatividad. Lo anterior produce frustración e impide la renovación de las ideas y de las formas de hacer ciencia. En otras palabras, las medidas para facilitar la permanencia de los mayores nunca deben tomarse a expensas del progreso y la emancipación de las nuevas generaciones. Cualquier disposición tendiente a aumentar o eliminar la edad de la jubilación obligatoria debe, al mismo tiempo, estar acompañada de otras que aseguren el puntual acceso de los jóvenes a sucesivas posiciones de responsabilidad y garanticen la aplicación del estricto criterio del mérito para decidir la asignación de recursos y las promociones.

Si garantizar a los mayores la posibilidad de continuar investigando y enseñando, y no excluirlos de seguir brindando su experiencia, no debe convertirse en un instrumento para que las generaciones se perpetúen en el poder y conviertan a las entidades académicas en gerontocracias, tal vez no sea razonable admitir que, pasada cierta edad, la gente no pueda mantener todas las prerrogativas asociadas con el rango académico. Por ejemplo, quizá fuese aconsejable atenerse a que, después de los 65, nadie conserve responsabilidades directivas o administrativas (del tipo director de departamento o de instituto, jefe de cátedra, etc.), pero igualmente establecer que ello no impida, a quien lo desee y sea juzgado idóneo, ejercer las funciones académicas esenciales de investigar y enseñar. Es deber de los mayores ceder las posiciones de poder a los jóvenes, para permitir la necesaria renovación generacional. Los sistemas científicos y la educación superior lo requieren para conservar su dinamismo. Pero, correspondientemente, es deber de las nuevas generaciones permitir que quienes, a una edad avanzada, tengan algo que aportar y deseen hacerlo, puedan seguir participando de la vida académica. Los sistemas científicos y la educación superior también lo requieren, para conservar su tradición. Y es para todos un deber elemental de justicia asegurar que quienes quieran jubilarse y satisfagan los requisitos del caso puedan hacerlo y seguir viviendo en condiciones decorosas.

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