Carta de Lectores

CHERNOBYL

El recuadro firmado por los editores de Ciencia Hoy, que fue incluido en el artículo sobre centrales nucleares del número 35 (pp. 54-64), proporciona unos datos precisos sobre el accidente ocurrido hace más de diez años cerca de Chernobyl. Señala, también, una de sus consecuencias indirectas, relacionada con la percepción de la energía nuclear por parte de la sociedad. El panorama que proporciona, sin embargo, resulta poco adecuado para quien se interrogue acerca del papel de la ciencia y la tecnología en las sociedades modernas, pues, además de la indicada que parece atraer a los autores de la nota menos que los procesos técnicos del incidente, el trágico episodio englobó otras dimensiones que convendría considerar. En particular una, que brilló por su ausencia. Creo que los lectores de la revista no sólo estamos interesados en las disciplinas científicas y tecnológicas en sí mismas sino, también, en su repercusión en un contexto cultural más amplio. En tal sentido, el accidente en cuestión es un ejemplo casi ideal de –como puede leerse en un editorial de Public Understanding of Science (1, 3:239, julio 1992), firmado por John Durant– singular events of such significance that they transform the cultural landscape (acontecimientos singulares de tal significación que transforman el paisaje cultural). Quede de paso señalada la sugerencia de que la repercusión pública de la ciencia y la tecnología se incluyan entre los temas de la revista.

La primera cuestión tal vez no suficientemente enfatizada es que Chernobyl posiblemente marque un punto de inflexión en la historia del uso civil de la energía nuclear, como la bomba de Hiroshima lo marcó en 1945 con respecto a su empleo militar. Quizá, incluso, marque un hito en la historia de la ciencia y la tecnología occidentales o, más precisamente, en la actitud de la opinión pública ante estas, sobre todo ante la tecnología nuclear, tan vívido fue su impacto en la conciencia de la gente. Chernobyl fue el accidente más grave en la historia civil de la energía nuclear y, citando nuevamente a Durant, una singularidad en la historia de la ciencia y la tecnología que seguramente ocasionó un cambio permanente en el mundo.

La segunda cuestión que debe examinarse a propósito de Chernobyl, quizá aun más importante, se relaciona con factores políticos. No fue hasta dos días después del desastre, el 28 de abril, cuando el gobierno soviético reveló a la población lo que había ocurrido, pero ya desde el mismo 26 sus consecuencias se habían registrado en Europa occidental, pues, primero en Suecia y luego en otros países, se midieron incrementos de radiación en la atmósfera. La mayor preocupación de los funcionarios del estado y del partido fue ocultar los hechos a la ciudadanía soviética y al mundo. Es posible que, algunos años antes, este último propósito se hubiese logrado, por lo menos parcialmente (como aconteció con accidentes anteriores que se fueron descubriendo), pero para 1986 ya habían comenzado los esfuerzos liberalizadores de Gorbachov y la política de glasnost había abierto brechas incontrolables en las barreras a la diseminación de información en el territorio soviético, sobre todo la proveniente de Occidente. En no mucho tiempo, el accidente de Chernobyl, además de sus consecuencias económicas y ambientales, incluida la tragedia provocada por la radioactividad, demostró la criminal irresponsabilidad con que el gobierno de la ex URSS había manejado las instalaciones nucleares (entre ellas, las naves propulsadas por energía de reactores, cuyos residuos se arrojaban al crítico) y el engaño del público que consumó por décadas. ¿Y quién puede afirmar que no contribuyó al derrumbe del estado soviético, por haber destruido su confianza en poder usar tecnología bélica avanzada y su arsenal nuclear?

El manejo del problema de salud pública creado en Ucrania y Bielorrusia no fue mucho mejor. Se caracterizó por una mezcla de ignorancia, ineptitud, ocultamiento y deliberado engaño, cuyas repercusiones reales sobre cientos de miles de familias, en última instancia, se ignoran. Nadie se hace ilusiones en cuanto a que no podrían ser otra cosa que muy graves, aunque tal vez no lo hayan sido tanto como las del accidente de Bhopal. Con la misma actitud, en la que se mezclan incapacidad e irresponsabilidad, el gobierno soviético recibió un informe técnico que solicitó a la Agencia Internacional de Energía Atómica, el que ciertos órganos oficiales de prensa calificaron de deshonesto y producto de la ‘mafia internacional de la energía nuclear’.

Como se aprecia, el poder de la tecnología moderna puede ser tal que difícilmente sea aceptable que quede en manos de gobiernos en los que los controles públicos no operan. Por otro lado, las consecuencias de su manejo irresponsable entrañan un potencial políticamente tan subversivo que carece de antecedentes en la historia.

Santiago Despaux
Buenos Aires

MANIFIESTO DEL ESCORIAL

E. Fernández Stacco hizo llegar a la redacción un documento aparecido en el diario madrileño El País el 7 de agosto de 1996, emitido como manifiesto por participantes en conversaciones científicas celebradas en San Lorenzo del Escorial, en los cursos de verano de la Universidad Complutense. Los editores de Ciencia Hoy que comparten muchas de sus consideraciones pero no toman posición acerca de las medidas que recomienda, dado que se refieren a un medio en el que no actúan– lo dan a conocer porque creen que interesará a la comunidad académica local, sobre todo en momentos en que se debaten en la Argentina cuestiones semejantes

Desde la Ilustración del siglo XVIII, la ciencia y la tecnología están íntimamente unidas a la buena fortuna de la empresa humana, pues la capacidad de entender y aplicar las leyes de la naturaleza es esencial para el progreso y la prosperidad de las naciones.

Pero en España no triunfó plenamente la Ilustración, y se agravó así una carencia científica ya existente, lo que condicionó de modo muy negativo nuestra vida económica y política durante el siglo XIX y gran parte del XX. Como resultado, hay una relación de causalidad muy directa entre esa carencia científica y nuestra situación desfavorable de riqueza relativa respecto a los países avanzados o en el seno de la Unión Europea. A ello se debe, sin duda, nuestra manifiesta incapacidad de corregir graves cifras de paro, ya que, para hacerlo, es necesario mejorar antes la eficacia y competitividad de las empresas, en un mundo interdependiente que se basa cada vez más en la innovación tecnológica.

En los últimos veinticinco años la ciencia española ha experimentado un desarrollo muy fuerte, de manera que hoy tenemos un buen nivel en la mayoría de los campos, y grupos y figuras destacadas con contribuciones importantes en muchos. Pero se dan dos características que hay que conocer:

(i) el número de investigadores por habitante sigue siendo muy bajo, menos que la mitad del de la Unión Europea, por ejemplo, y

(ii) la relación entre ciencia y tecnología, es decir, entre la ciencia y el mundo productivo, es muy escasa. La ciencia básica ha crecido mucho más que sus aplicaciones prácticas, y empeorado así, en términos relativos, el desequilibrio que ya existía. Una consecuencia grave es el fuerte descenso que estamos sufriendo estos años en la clasificación mundial de la competitividad. Mientras que en España no se establezca una relación más fluida entre la ciencia y sus aplicaciones, las empresas españolas estarán en desventaja ante sus competidoras extranjeras. Aceptar, como solución, que nuestra economía se base sobre todo en los servicios significa renunciar a que España sea un país creativo en el seno de las naciones avanzadas e implica relegarnos, nosotros mismos, a un papel secundario y subalterno.

En 1975, el gran reto de España era acceder a las formas políticas habituales en las naciones democráticas; conseguimos hacerlo gracias a un esfuerzo colectivo lleno de ilusión. Pero, aunque necesarias, las formas políticas no son suficientes para integrarnos plenamente en el grupo de las naciones avanzadas. Es necesario, también, asegurar el futuro económico e industrial mediante una relación ciencia-tecnología que garantice la innovación y la competitividad de las empresas. Ello es así porque en el mundo de hoy sólo se puede competir o con salarios bajos o con capacidad de innovación tecnológica, y España está obligada a seguir esta segunda vía si quiere evitar que su futuro corra un serio riesgo.

La situación exige cambiar algunos hábitos y actitudes característicos de la cultura española, lo que puede y debe hacerse manteniendo y potenciando el gran legado de nuestra tradición humanística. El desarrollo científico y tecnológico que proponemos no se basa en un enfrentamiento entre lo que se llama las dos culturas, sino, muy al contrario, en una progresión conjunta que beneficie a las dos, al hacer que se comprendan y complementen mejor. Creemos que insertar efectivamente la ciencia en nuestro mundo cultural es una necesidad histórica que debe considerarse como el gran reto español del momento. El problema de la ciencia en España debe ser considerado como una cuestión de estado. También como un grave problema cultural, ya que ni la opinión pública ni muchos dirigentes políticos o económicos son conscientes de esta raíz de muchos de nuestros males. Es preciso abrir un debate nacional en el que los medios de comunicación deben desempeñar un papel muy importante.

Esa discusión debe incluir una comunicación fluida entre las universidades y centros públicos de investigación, por un lado, y las empresas, por otro. Estas tienen que comprender la necesidad de absorber investigadores, crear sus propios laboratorios o establecer acuerdos con aquellos para desarrollar tecnologías emergentes, con el fin de mejorar su productividad en un mundo cada vez más competitivo. Todo ello exige un cambio de mentalidad, tanto de los investigadores como de los empresarios, que debe ser impulsado desde el gobierno mediante todos los estímulos que sean necesarios, incluso los fiscales.

Al mismo tiempo, es necesario potenciar el apoyo público a la ciencia básica en las universidades y centros de investigación, incluyendo:

(i) mantener el Consejo Superior de Investigaciones Científicas como organismo estatal y aumentar de modo notable su número de investigadores y técnicos de laboratorio;

(ii) continuar con la política, interrumpida hace pocos años, de creación de centros de excelencia y potenciar la investigación biomédica en los centros hospitalarios y demás instituciones sanitarias;

(iii) mantener el proceso de exigencia y control de la calidad investigadora que funciona desde hace algunos años y realizar de modo efectivo el seguimiento de los proyectos subvencionados;

(iv) incrementar las relaciones entre las universidades y el CSIC;

(v) introducir con criterios de excelencia las figuras de investigador y técnico de laboratorio contratado en las universidades y el CSIC;

(vi) asegurar la reinserción de los científicos formados en el extranjero, y

(vii) modificar el sistema actual de acceso a las plazas docentes e investigadoras para acabar con la endogamia.

Algunos se oponen a medidas como estas porque las consideran costosas, sin preguntarse por las consecuencias de no tomarlas. Es cierto que la ciencia es cara, pero, ¿cuánto costaría prescindir de ella? Creemos que España pagaría un precio muy superior.

FECHA DE PASCUA

Pablo Ubierna, de la Cátedra de Historia Medieval (FFyL, UBA), hizo llegar los siguientes comentarios acerca del artículo de Richard L. Branham Jr. sobre la fecha de la Pascua, aparecido en el número 35.

El cristianismo primitivo estuvo muy influenciado por la tradición computista del mundo judío y griego de la época helenística, lo que llevó a que se sucedieran los cálculos sobre el origen del mundo (con cómputos basados en fuentes que excedían los datos escriturarios) sobre el día en que habrían de cumplirse las profecías escatológicas contenidas en el libro de Daniel y también sobre la fecha de Pascua. Esto dio origen a un género, el de las Chronografias (distinto del de las Historias y del de los Annales), que tuvo una larga herencia en el mundo bizantino –desde Eusebio de Cesarea hasta Giorgos Syncellus– y en el mundo latino occidental de la Edad Media. La fuerza de esta tradición computista (y no los posibles sucesos fatídicos ocurridos en esos años) es lo que explica, por ejemplo, la proliferación de textos apocalípticos alrededor de una fecha tan sintomática como el año 5000. En conexión con esto, es dable destacar que el profesor Richard Landes, de la Universidad de Boston, está organizando un simposio en el que se analizarán los ‘terrores del año mil’ (su existencia ha hecho correr ríos de tinta en la historiografía medieval) cuya magnitud y universalidad también se explicarían por la fuerza de la tradición de cómputos teóricos sobre el fin del mundo.

La importancia del cálculo de la Pascua radica en que fue uno de los elementos que intervinieron en la constitución de la teoría de las eras del mundo, sobre la que se estructuraría la espera de una parusía más omenos cercana. En la conformación de esta teoría confluían, por un lado, una idea mística en correspondencia con los seis días de la Creación (idea en la que mil años son como un día a los ojos del Creador), por otro, la cronología de la vida de Jesús y, sobre todo, la fecha de su muerte, sobre la que encontramos una divergencia en los relatos evangélicos. La imprecisión sobre la fecha del bautismo de Jesús (‘alrededor’ de los treinta años) y sobre la duración de su ministerio: el relato sinóptico no es preciso sobre si ese ministerio abarcó un segundo año y más de una Pascua, siendo la segunda la de la Pasión; el relato de Juan, por su parte, pareciera incluir tres Pascuas, comprendida la de su inmolación. La adopción de una de estas versiones (prevaleció la segunda) condiciona sin duda el ordenamiento de la cronología cósmica. El tercer elemento que interviene en la determinación de las eras del mundo es el cómputo pascual. Diversos cánones o ciclos fueron concebidos para establecer por adelantado la Pascua (14 lunae del primer mes lunar, Nisan) y que debían atender a las fases de la Luna, al equinoccio de primavera boreal, al curso solar y a la distribución de los días de la semana: toda una serie de características que debían reproducirse después de cierta cantidad de revoluciones del ciclo. Fue de esta manera que surgieron cálculos tendientes a una organización coherente del tiempo y tablas pascuales, a lo largo y a lo ancho del mundo cristiano: las tablas de Hipólito y del pseudo-Cipriano, las tablas pascuales de un computista anónimo del año 243 (todas de ciclos lunares de 112 años); el ciclo lunar romano de 84 años del Laterculus Augustalis y el ciclo de Sextus Julius Africanus (primer tercio del siglo III), entre los más conocidos de los primeros siglos. Pero no hubo ningún tipo de acuerdo sobre la estructura y duración de estos ciclos y, paralelamente, se usaban ciclos de 10, 14, 15, 17 o 30 años (el Chronicon Paschale trae noticia de estos ciclos olvidados). El más célebre de estos ciclos lunares –y que habría de suplantar a todos– fue el ciclo lunar de 19 años atribuido a Metón, bien conocido ya por los astrónomos antiguos y adaptado al cómputo pascual por Anatolio, un alejandrino que fue obispo de Laodicea de Siria. Este ciclo, fundado en el mes pascual que comienza en el equinoccio de marzo, fue favorablemente recibido en todo el Oriente y, sobre todo, en Egipto, país natal del autor. Pero unos cincuenta años después (ca. 303-304) fue corregido por iniciativa de un grupo de sabios egipcios comandados por Pedro de Alejandría, quien ubicaba el inicio del ciclo el primer día del mes egipcio Tot (29 de agosto) del año 284-285 (primero de Diocleciano). Esta corrección fue seguida por la de Teófilo (quien llegaría a ser obispo de Alejandría) y por la de Cirilo (ca. 431), quien postuló un ciclo de 95 años, conformando lo que conocemos como era alejandrina. Esta versión del ciclo anatólico de 19 años, en su trasposición alejandrina y bajo la forma de cómputo de Cirilo, fue traducida al latín y, después de una resistencia más o menos larga, adoptada universalmente en Occidente. Pero hubo en Oriente otras reformas al ciclo de Anatolio, como la constantinopolitana del año 353 (que difiere de la alejandrina en tres años y es origen de la era protobizantina), las efectuadas bajo Justiniano y bajo Heraclio (ambas fueron el fundamento de lo que llamamos la era bizantina, siendo esta la base de los ciclos lunares adoptados por armenios y georgianos), las de Giorgos Syncellus, el Chronicon Paschale, Psellos, Juan Damasceno, Blastares e Isaac Argyros. El ciclo lunar de 19 años (junto con todas las reformas) era suficiente para asegurar la ubicación del XIV lunae, pero no para saber qué día de la semana caía (y la Pascua cristiana se celebra al día siguiente al XIV lunae) por lo que se hicieron necesarios cálculos solares muchas veces descriptos: el de 28 años (los 7 días x 4 correspondientes a la tetrateridad juliana y el de 532 años (18 x 19), este último desarrollado por Annianos, Victorio de Aquitania y Metrodoro. De la relación del calendario lunar y el solar salía el cálculo sobre la fecha de la Pascua.

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