Cinco minutos más. Tengo sueño…

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Todos los días, cuando despierto a mi hijo de nueve años para ir al colegio, lo primero que me dice son esas palabras: ‘Cinco minutos más, cinco minutos más’. ¡Lo que me espera cuando sea adolescente!

Según los cronobiólogos, llegado ese momento, combatir su resistencia frente a mi desesperado intento para sacarlo de la cama será una lucha perdida. Ello se debe a que, durante los años de la adolescencia, el reloj biológico de los jóvenes está atrasado con respecto al de los adultos. Ese reloj, que regula un conjunto de variaciones fisiológicas y comportamentales, entre ellas los patrones de sueño y vigilia, tiene un período cercano a veinticuatro horas, razón por la que se habla de ritmos circadianos.

5 minutos mas. Tengo sueño

Cada individuo tiene un ritmo circadiano endógeno, que se sincroniza con estímulos externos como la luz. Sin embargo, existen variaciones individuales en dicha sincronización, lo cual configura diversos cronotipos. De estos, se suele describir dos principales, comúnmente llamados alondras y búhos, respectivamente aves del amanecer y nocturnas. Los adolescentes son un claro ejemplo del cronotipo búho, caracterizado por un alargamiento del período de vigilia luego del inicio de la noche. Concomitantemente, se modifica en ellos el ritmo de aumento de la presión homeostática que regula el sueño, la cual se va incrementando a medida que pasan las horas. Estos factores, entre otros, determinan que durante la época escolar los adolescentes duerman menos que las ocho a diez horas recomendadas, y que, además, en las primeras clases de la mañana, si bien parecen estar despiertos, estén prácticamente dormidos, con el consiguiente perjuicio de su rendimiento escolar.

Aunque sobre la base de lo informado por los adolescentes ya se había postulado que si se les permite entrar más tarde a la escuela duermen más, no existían hasta el presente mediciones objetivas ni un estudio sistemático de la cuestión. Eso es justamente lo que realizó un grupo de investigación de la Universidad de Washington, en Seattle, liderado por el biólogo argentino Horacio de la Iglesia, el cual registró de manera rigurosa los efectos de retrasar 55 minutos la hora de inicio de las clases matutinas.

Con el acuerdo del distrito escolar de Seattle, dicho grupo logró que en el año escolar 2016-2017 se llevara el inicio de las clases de las escuelas secundarias de las 7.50 a las 8.45. Al mismo tiempo, utilizando dispositivos llamados actímetros, que se colocan en un brazo y registran en forma constante la actividad motriz –semejantes a los relojes que cuentan cuántos pasos da una persona–, los investigadores midieron de manera precisa, antes del cambio de horario, las horas de sueño y de vigilia de un grupo de aproximadamente noventa adolescentes de dieciséis años, alumnos del antepenúltimo año del secundario de dos escuelas públicas. Las mediciones se realizaron de manera continua durante dos semanas en la primavera boreal de 2016. Al cabo de un año el estudio se repitió con otro grupo de igual tamaño y características equivalentes, cuyos miembros, en consecuencia, concurrían a clase en el horario retrasado desde hacía varios meses. Además de lo anterior, los científicos registraron el rendimiento académico y las ausencias de todos los participantes a lo largo del tiempo de los relevamientos.

Los estudios no solo se realizaron en las mismas escuelas del mismo distrito escolar sino, también, con estudiantes que cursaban la misma materia a cargo de los mismos docentes. Esto es importante pues reduce la variabilidad de la performance de los alumnos. En adición, la medición por instrumentos de las horas de sueño, a diferencia de hacerlo exclusivamente pidiendo a los jóvenes que las registren en planillas, proporciona datos objetivos y confiables.

Los investigadores encontraron que el retraso matutino del horario escolar tuvo un cambio significativo en los alumnos. Durmieron más (34 minutos como incremento mediano), mejoraron su rendimiento en clase y faltaron menos. Son resultados sorprendentes, en línea con lo que supusieron los científicos en sus hipótesis. Quedó así claro que incrementar las horas de sueño de un estudiante redunda en un mejor rendimiento académico.

En síntesis, la ciencia muestra que el reloj biológico de cada persona (o grupo de personas) debería ser tenido en cuenta al momento de determinar, entre otras cosas, el horario de ingreso a clase, aunque existen numerosas complicaciones para atrasar dicho ingreso en una sociedad como la nuestra, en la que en la mayoría de los hogares ambos padres trabajan y no podrían llevar a sus hijos más tarde a la escuela. Esto abre la puerta para una interesante discusión. De todos modos, hay medidas que podemos tomar, como tener en cuenta el cronotipo de los adolescentes cuando les pedimos que resuelvan operaciones matemáticas en la primera hora de clase, en la que todavía están dormidos. 

Nicolás Pírez
[email protected]

Más información en DUNSTER GP et al., 2018, ´Sleepmore in Seattle. Later school start times are associated with more sleep and better performance in high school students´, Science Advances, 12, 4, 12: eaau6200.



Nota traducida y adaptada de La Recherche, 542, diciembre de 2018

Alzheimer: la pista epigenética

Los biólogos han descubierto más de 4000 modificaciones epigenéticas –cambios en las regiones reguladoras del ADN– implicadas en la enfermedad de Alzheimer. Ellas nos permiten comprender mejor esa patología.

Un equipo de biólogos dirigido por Jonathan Mill, de la Universidad de Exeter, acaba de inventariar más de cuatro mil modificaciones epigenéticas relacionadas con el mal de Alzheimer. Dichas modificaciones no conciernen a los propios genes (cuya secuencia de nucleótidos no cambia) sino al conjunto de factores externos que modulan su expresión.

Para identificarlos, los investigadores compararon ADN obtenido post mortem del cerebro de 24 pacientes de Alzheimer con el de 23 personas fallecidas libres de esa enfermedad. Jérémie Poschmann, investigador de epigenética de la Universidad de Nantes y parte del equipo, explica: ‘Empleando secuenciadores de alto rendimiento, localizamos regiones reguladoras de la expresión del ADN, es decir, los sitios donde se encuentran las proteínas conocidas como factores de transcripción, que prenden o apagan los genes’.

En la práctica, los científicos detectaron las zonas en las que el ADN se enrolla alrededor de unas proteínas llamadas histonas. De estas, las que poseen un grupo acetilo son las que cumplen la función reguladora. En ellas el ADN se encuentra en una configuración que lleva al gen a expresarse. Comparando la tasa de acetilación de histonas, los biólogos identificaron 4162 regiones reguladoras que se activan en forma diferente en el grupo con Alzheimer que en el grupo sin esa enfermedad.

Un hecho interesante es que varias de estas regiones eran ya conocidas por los genetistas, por estar asociadas con los genes que regulan el progreso de las placas amiloideas y la degeneración de la proteína tau, dos lesiones cerebrales presentes en las personas afectadas por la enfermedad de Alzheimer.

Aunque es difícil discernir si estas diferencias epigenéticas son la causa o la consecuencia de la patología, su descubrimiento es un argumento suplementario que indica que el ambiente, además de la herencia, desempeña ciertamente un papel importante. ‘Cuantificar la acetilación de las histonas puede señalar nuevas direcciones a la investigación médica e identificar nuevos blancos terapéuticos no genéticos’, apunta Poschmann. ‘Y no solamente para la enfermedad de Alzheimer. Hemos empleado este método para el autismo y lo estamos adaptando al estudio de enfermedades inflamatorias e inmunitarias como la esclerosis de placas.’

Gautier Cariou

Más información en MARZI SJ et al., 2018, ‘A histone acetylome-wide association study of Alzheimer’s disease identifies disease-associated H3K27ac differences in the entorhinal cortex’, Nature Neuroscience, 21: 1616-1627, y en SUN W, 2016, ‘Histone acetylomewide association study of autism spectrum disorder’, Cell, 167, 5: 1385-1397. Sobre epigenética: ALLÓ M, 2011, ‘Epigenética: más allá de los genomas’, Ciencia Hoy, 21, 123: 9-15.


Cuán grande es nuestro pecado

En 1941, los estadounidenses George Beadle (1903-1989) y Edward Tatum (1909-1975), quienes en 1958 recibirían el premio Nobel de medicina, publicaron un estudio sobre cómo los genes son responsables de la producción o síntesis de las enzimas que controlan los procesos metabólicos de los seres vivos. El artículo –aparecido en el órgano de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos– inspiró el aforismo ‘un gen, una enzima’, que con el tiempo se extendió a ‘un gen, una proteína’, es decir, la idea de que existe una relación biunívoca entre genes y enzimas o proteínas.

A partir de allí, probablemente como una necesidad de nuestra mente de simplificar la realidad para poder comprenderla, dicha máxima se transformó en ‘un gen, una característica’. Es cierto que existen caracteres biológicos discretos que parecen estar determinados por un único gen (o caracteres monogénicos), como aquellos elegidos por el monje Gregor Mendel (1822-1884) para sus conocidos experimentos con alverjillas, que le permitieron postular las leyes básicas de la genética.

Sin embargo, esto es una simplificación, pues la enorme mayoría de los caracteres, especialmente los más complejos, están determinados por múltiples genes interactuando entre ellos y con el ambiente (son caracteres poligénicos). Si bien la simplificación indicada resulta útil como hipótesis de trabajo, puede ser muy perniciosa. Así, no es raro leer, aun en medios serios, sobre genes que controlan facetas de la personalidad o comportamientos humanos complejos como la homosexualidad, la agresividad o la inteligencia. Si determinadas características que conducen a la pobreza, la violencia u otros males sociales estuvieran rígida y biológicamente determinadas por uno o unos pocos genes, habría que concluir que sería inútil intentar mejorar las condiciones de vida de las personas que los poseen, por ejemplo, por medio de la educación.

En un ejemplo de atribución de un carácter complejo a un único gen, los autores de un artículo publicado en 2002 en la revista Nature concluyeron que la evolución del lenguaje humano dependió de mutaciones en un gen denominado FOXP2, ya que dichas mutaciones no se encontraban en ningún otro primate y la nueva forma del gen había sido seleccionado positivamente en los humanos modernos. En otras palabra, se había difundido en la población por acción de la selección natural gracias a que otorgaba una importante ventaja adaptativa. El caso fue descripto en libros de texto ampliamente citado en la literatura científica. Este estudio se basó en los genomas de solo veinte individuos y nunca fue repetido.

Recientemente otro grupo de investigación informó en un artículo publicado en el número 174 de la revista Cell que había reexaminado la historia evolutiva del gen FOXP2 teniendo en cuenta un mayor número de genomas ahora disponibles de una población más numerosa y diversa. De esta manera determinó que la evidencia reportada mostrando que el gen había sido seleccionado positivamente en los humanos modernos había sido una conclusión estadística errónea debido principalmente al bajo número de genomas utilizados. Para el genetista británico Simon Fisher, director del Instituto Max Planck para Psicolingüística, de Nijmegen (Holanda), ‘el lenguaje es complicado y nunca se lo explicará en los humanos modernos por la mutación en un solo gen. Necesitamos tener explicaciones más complejas que abarquen múltiples genes. El gen FOXP2 será una pieza de un complicado rompecabezas’.

Pero los organismos siempre son más intrincados de lo que pensamos. Investigadores de la Universidad Stanford acaban de postular un modelo omnigénico, una hipótesis según la cual los genes no funcionan aisladamente, sino que están interconectados en forma de intrincadas redes. Esto significa que cambios en cualquier gen podrían afectar a la red entera e influir sobre los genes que controlan cada rasgo particular. En otras palabras, cada gen podría influir, en mayor o menor medida, en casi todas las características del organismo. Debemos, en consecuencia, ser más conscientes de lo mucho que nos falta por conocer y cuidadosos al referirnos al gen que codifica tal o cual característica particular, porque, como escribió Darwin en 1836, en El viaje del Beagle, ‘si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado’.

Alejandro Curino
[email protected]

Más información en ENARD W et al., 2002, ‘Molecular evolution of FOXP2, a gene involved in speech and language’, Nature, 418: 869-872. DOI: 10.1038/nature01025; ATKINSON EG et al., 2018, ‘No evidence for recent selection at FOXP2 among diverse human populations’, Cell, 174: 1424-1435. DOI: 10.1016/j.cell.2018.06.048, y BOYLE EA et al., 2017, ‘An expanded view of complex traits: From polygenic to omnigenic’, Cell, 169: 1177-1186. DOI: 10.1016/j.cell.2017.05.038.


Un antivirus que viene de la prehistoria

El hombre de Neandertal contagió al Homo sapiens enfermedades virales pero, con el mestizaje, al mismo tiempo le traspasó los genes para combatirla.

Cuando el hombre moderno salió de África, entró en contacto con el hombre de Neandertal, que ya vivía en Asia (especialmente en el Medio Oriente) y en Europa. Se sabe que estos encuentros dieron lugar a uniones fértiles por lo menos durante dos episodios, hace respectivamente 100.000 y 50.000 años. David Enard, de la Universidad de Arizona, y Dimitri A Petrov, de Stanford, han planteado la hipótesis de que ello ocasionó un intercambio de patógenos. Han desarrollado un método para identificar las trazas que las infecciones virales dejaron en nuestro genoma.

Es un método necesariamente indirecto: si bien se sabe secuenciar un ADN de hace varias decenas de miles de años, se ignora cómo identificar en los fósiles el genoma de ARN de los virus que eventualmente infectaron a los individuos. Esas pequeñas fracciones de ARN, que se degradan rápido, están inmersas en el genoma de numerosos parásitos que proliferaron en el fósil.

Por otra parte, un virus deja trazas en el genoma infectado. Hospedador y patógeno coevolucionaron de forma tal que el primero habría podido torcer en su provecho las herramientas celulares del segundo sin provocar la muerte de este. Esas secuencias genéticas implicadas en la interacción con virus son comunes y están inventariadas en bases dispersas de datos. El equipo de trabajo de los mencionados investigadores identificó en la literatura unas 4500 de dichas secuencias para constituir una biblioteca de consulta.

Dos por ciento de nuestro genoma

Interpretación del aspecto que pudo haber tenido un Homo neanderthalensis (para algunos, Homo sapiens neanderthalensis)

Luego este repertorio de secuencias se cruzó con el de las secuencias genéticas heredadas de Neandertal, que representan hoy el 2% de nuestro genoma pero contienen una proporción importante de genes de interacción viral. Lo último es signo de que estos resultaron sin duda provechosos. Sea por contacto directo con el hombre de Neandertal, sea porque penetraba en su ambiente, el hombre moderno habría estado expuesto a patógenos que para los Neandertales eran familiares. ‘Gracias a los genes heredados de los Neandertales en los episodios de interfecundidad, el Homo sapiens se adaptó rápidamente a nuevas enfermedades’, explica Enard. ‘Pero esas secuencias genéticas solo constituyeron una protección de corta duración, ya que la relación entre un virus y su hospedador es una carrera sin fin. Cuando los virus mutaron, o el hombre moderno se encontró confrontado con otros ambientes, debió adaptarse solo.’ Gracias al repertorio constituido por los genes de interacción viral, se puede identificar las enfermedades que debió sufrir luego. Una herramienta que podría ser valiosa para el estudio de epidemias en la época prehistórica.

Anne Debroise

Más información en ENARD D & PETROV DA, 2018, ‘Evidence that RNA viruses drove adaptive introgression between Neanderthals and modern humans’, Cell, 175: 360-371.


Una marea de desperdicios plásticos

En solo un año, el mundo produce 275 millones de toneladas de desechos de plástico, 100 millones de ellas en regiones costeras. Con el tiempo, gran parte de esos desperdicios, que no fueron incinerados ni reciclados, se acumula y contamina las tierras y los océanos. La situación es insostenible, tanto local cuanto globalmente.

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