El patrimonio cultural y sus usos

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Patrimonio, dice el Diccionario de la Real Academia Española, es ‘hacienda que una persona ha heredado de sus ascendientes’. Los medios suelen difundir con regularidad noticias relacionadas con una particular categoría de patrimonio: aquellos elementos materiales o creaciones inmateriales denominados genéricamente patrimonio cultural o, también, bienes patrimoniales. Bajo estos nombres quedan incluidos, por ejemplo, objetos ligados con acontecimientos históricos o personajes dignos de recordar, piezas arqueológicas, obras de todo tipo de las artes visuales, creaciones literarias y musicales, fotografías, cine, arquitectura, mobiliario, artesanías, etcétera, siempre, claro está, que se trate de una producción de interés, entre otras razones, por su belleza, antigüedad, rareza o vínculos con la memoria o ideología de algún sector de la sociedad. El concepto suele incluir a restos humanos del pasado remoto, y extenderse algo forzadamente a ciertos objetos naturales, como los fósiles paleontológicos.

Los bienes patrimoniales movilizan hoy a muchos interesados. Además de un amplio público de aficionados y conocedores, este incluye, entre otros, a organismos públicos, museos, investigadores académicos, coleccionistas, galeristas de arte, anticuarios y asociaciones de defensa del patrimonio o de partes de este, sin olvidar a periodistas generales y especializados. Un particular grupo de interesados está constituido por diversos grupos étnicos o sociales interesados en preservar y difundir los relatos que conforman su memoria colectiva, para prevalecer en varias disputas sobre el pasado y el futuro, en particular, para tener una voz en la permanente construcción de la Nación y la nacionalidad.

Muchos de esos grupos, en adición, procuran apropiarse moral, conceptual y hasta materialmente de porciones del patrimonio cultural, aunque existen fuertes diferencias en cuanto a la legitimidad y la legalidad de sus reclamos. Mientras, por ejemplo, los pueblos indígenas van obteniendo el control de su patrimonio cultural tangible e intangible -incluidos en la categoría de derechos humanos en la Declaración de la ONU de 2007 sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, otros grupos, entre ellos los coleccionistas, los anticuarios y hasta los museos van perdiendo algo de la libertad de acción de la que supieron gozar. La menor permisividad de las normas vigentes en los ámbitos nacional e internacional así como la mayor efectividad de su aplicación, lo mismo que los acuerdos de colaboración entre estados, la difusión de códigos de ética profesional y la diseminación de información sobre bienes robados han creado un nuevo marco para el patrimonio cultural.

En líneas generales, para la creación contemporánea, en paralelo a las acciones estatales y privadas de fomento de la actividad, y a la calificación de los méritos de sus resultados por investigadores, museos, academias y críticos, opera un activo mercado del que participan los artistas, intermediarios diversos, y compradores institucionales e individuales. Lo mismo es cierto para las obras artísticas de cierta antigüedad que normalmente se puede comercializar sin mayores restricciones, aunque no son raros los países que ponen trabas a su movimiento internacional.

En cambio, para las piezas de mayor antigüedad, incluidas las arqueológicas y paleontológicas, el comercio o, en términos más generales, el mercado está en casi todos lados sujeto a diversas restricciones, cuando no vedado sin más. Así, en la Argentina la ley 25.743 de Protección del Patrimonio Arqueológico y Paleontológico prohíbe la actividad comercial con ese tipo de bienes.

Se puede decir que existe un amplio espectro de opiniones sobre el valor del patrimonio cultural, que se extienden entre un extremo en el que se lo ve como una mercancía, sujeta a las prácticas del mercado, y otro extremo en el que se le asigna un carácter cuasi sagrado, con todas las combinaciones posibles entre ambos. Según quien opine, la misma pieza puede aparecer en diversas posiciones de ese espectro: pensemos, por ejemplo, en el sable corvo de San Martín, que para amplios sectores constituiría la representación simbólica por antonomasia de la Nación y de la nacionalidad, más allá de cualquier valor mercantil o estético, pero para otros -o en un contexto social distinto valdría sobre todo por la calidad de su diseño o por su precio en el mercado de antigüedades.

Como se puede apreciar, se trata de un panorama complejo, que, además, fue cambiando a lo largo del tiempo, en el que conviven los intereses culturales de museos, los profesionales de artistas y estudiosos, los políticos de gobernantes, los ideológicos de grupos activistas, y los comerciales de galeristas, anticuarios y hasta inversores, así como las variadas motivaciones personales de coleccionistas. Es lógico que los criterios, objetivos y procedimientos de tan diversos actores entren en conflicto.

Casi siempre las razones del conflicto radican en lo que podríamos llamar los usos del patrimonio cultural, que difieren según dónde se ubique quien lo considere en el espectro de opiniones indicado y, consecuentemente, qué significado le atribuya. Tomemos como otro ejemplo la imaginería religiosa colonial en Iberoamérica, en particular la que todavía está en templos con feligresía apegada al cuidado de la imagen milagrosa de su devoción. Lo que para unos es una obra de arte escultórico a ser admirada, además de cuidadosamente preservada intacta en su integridad material, para otros es un objeto ritual o de culto, destinado a ceremonias religiosas, cuyo carácter sagrado no impide sino más bien exige su continua actualización al gusto del momento.

De la misma manera, antiguos restos humanos cuyo análisis de laboratorio daría a un biólogo evolucionista o un antropólogo claves para entender las primeras etapas del poblamiento de la parte de la Tierra en que se los halló, para quienes se consideran descendientes del grupo en cuestión, a quienes eso los tiene sin cuidado, son ancestros que deben recibir tradicional sepultura y no pueden ser profanados por la ciencia occidental.

Esta clase de conflictos no se da solo entre integrantes de culturas aborígenes y de las sociedades urbanas modernas: dentro de estas afloran entre grupos con intereses marcadamente distintos, en particular para citar solo a los tres a cuyas miradas hemos aludido un poco antes entre aquellos que consideran predominantes los valores estéticos de los bienes patrimoniales, otros que están interesados ante todo en su potencial económico, y quienes tienen dominantemente en cuenta su simbolismo político-ideológico. Cada uno de los tres invoca muy buenas razones para defender su posición.

En las últimas décadas, se ha enfatizado de manera creciente el carácter de atractivo turístico del patrimonio cultural y, como tal, su calidad de motor de una actividad que en forma directa o indirecta proporciona empleos y constituye el sustento a un considerable número de familias. Si se considera la situación de grandes museos como el Louvre con un costo de la entrada de 10 euros y 8,5 millones de visitantes en 2010, para muchos de los cuales esa visita es un motivo importante de viaje a la capital francesa o, por lo menos, de una más larga permanencia en ella, resulta difícil dejar de lado el argumento del valor económico del patrimonio para la sociedad. Otro tanto podría decirse de monumentos y sitios visitados por miles de turistas, que constituyen verdaderos pilares de la economía regional o nacional. Ello indica la conveniencia de que las normas contemplen con realismo los aspectos sociales, culturales y económicos del patrimonio.

Si los valores estéticos y económicos del patrimonio cultural son relativamente evidentes, no siempre sucede lo mismo con su uso simbólico, el que se vislumbra en el ámbito de muchas acciones gubernamentales. Es un uso que se fue afirmando con la creación en varios países de Europa, hacia fines del siglo XVIII con frecuencia sobre la base de colecciones reales o de la nobleza, de los que terminaron ocupando las primeras posiciones entre los museos actuales, como el British Museum, que abrió en 1759, o el citado Louvre, que lo hizo en 1793. Los gobernantes de esos países procuraban atesorar en sus museos, entre otras cosas, objetos a los que atribuían una relación real o imaginaria con la historia de sus respectivas naciones, los cuales pasaron de esa manera a integrar los relatos de construcción de las nacionalidades modernas. Las antigüedades egipcias y mesopotámicas, lo mismo que el arte grecorromano, postulaban en Londres, París o Berlín supuestos vínculos culturales de los Estados nacionales decimonónicos con los orígenes percibidos de la civilización, al tiempo que eran presentados a los habitantes del país y al mundo como indicadores de las visiones políticas de los gobernantes.

La vinculación del patrimonio con la identidad nacional ha guiado la selección de gran parte de las reliquias históricas y monumentos nacionales en la Argentina. Pero esa vinculación no está libre de controversias. Por ejemplo, las armas, banderas, cartas y caricaturas relacionadas con el combate de la Vuelta de Obligado traen ese episodio militar de 1845 al presente y constituyen objetos de veneración para el revisionismo histórico y sus descendientes, aunque no para otras escuelas historiográficas y para diversos sectores de la población.

Como es de esperar, con el trascurso de las décadas y de los cambios políticos fue evolucionando el relato de construcción nacional y, concordantemente, variaron los objetos patrimoniales con valor simbólico. Así, en las Américas ese relato se amplió para incluir a las poblaciones precolombinas, con lo que se despertó el interés por la producción cultural de estas y recibieron nuevo sentido sus bienes arqueológicos. Los indígenas dejaron de ser considerados propios de los museos de ciencias naturales e ingresaron en los históricos, como sucedió en Buenos Aires con su salida del museo del Parque Centenario (aunque eso no acaeció en La Plata). De la misma manera que ciertos bienes patrimoniales adquirieron una presencia y un simbolismo de los que antes carecían, otros entraron progresivamente en conos de sombra o tomaron connotaciones negativas por simbolizar rasgos culturales que habían dejado de ser atrayentes.

Estos cambios de valoración han hecho variar el juicio que merecen determinadas acciones y convertido en inadmisibles y hasta delictivas conductas antes normales e incluso loables. La colección de unas 12.000 piezas arqueológicas del noroeste argentino y otras áreas andinas reunida a comienzos del siglo XX por Benjamín Muñiz Barreto, adquirida en 1933 por el museo de La Plata, fue vista en su momento como el resultado de un meritorio esfuerzo de rescate patrimonial realizado por el coleccionista, pero en el contexto actual su acción sería calificada de acto de pillaje por huaqueros y sancionada por la justicia.

De la misma manera, lo que entonces muchos consideraban el salvataje de esculturas de la acrópolis de Atenas, realizado en la primera década del siglo XIX por el embajador británico en el Imperio Otomano, Lord Elgin, que se adelantó a los esfuerzos de Napoleón por llevarlas a París y las envió a Londres, donde ahora son exhibidas en el Museo Británico, en la actualidad sería también visto como un acto de pillaje (y se discute si corresponde su devolución en el marco de los modernos criterios). Por otro lado, estos son asuntos en que es frecuente caer en el anacronismo de juzgar el pasado en virtud de los cánones del presente, incluso hacer críticas por no emplear los métodos de la actual arqueología científica en épocas en que aún no habían sido inventados.

Queremos concluir sintetizando el argumento central del editorial: el concepto de patrimonio cultural engloba una enorme variedad de situaciones y está sujeto a cambios con el transcurso del tiempo. Ello no solo exige no descuidar su conservación sino, también, tener la mente abierta y libre de dogmatismos en cuanto a cómo protegerlo, regular su uso y escuchar las voces de todos los legítimos interesados.

Los editores agradecen los esclarecedores comentarios de José A Pérez Gollán al primer borrador del presente editorial.

Volumen 22 – Nº 127, junio – julio 2012

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