Una actividad conflictiva: La minería

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Una mina es un agujero en la tierra con un mentiroso encima.
Afirmación atribuida a Mark Twain, que hacia 1860 fracasó como explorador minero en el oeste norteamericano

No escapará a nuestros lectores el hecho de que en los ambientes políticos, los medios de comunicación y la opinión pública en general la minería ha sido últimamente objeto de controversia, cuando no de conflictos que, en casos, excedieron los marcos del disenso civilizado y tomaron carices violentos.

Esta situación parece tener su origen en dos circunstancias. Por un lado, si bien en la Argentina la minería no ocupó históricamente un lugar preponderante entre las actividades económicas –afirmación que no pretende desconocer su importancia en ciertas zonas o localidades

del país–, de unos veinte años a esta parte factores como la transformación de los mercados mundiales de ciertas materias primas (o commodities), con subas marcadas de los precios, una mayor apertura de la economía –ahora parcialmente revertida– y condiciones más propicias, tanto en el mundo como en el país, para la inversión externa directa, comenzaron a cambiar aquello de que ‘la Argentina no es un país minero’ y dieron origen a varias grandes explotaciones, como las de Cerro Vanguardia en Santa Cruz, Veladero en San Juan o Bajo de la Alumbrera en Catamarca, lo mismo que a proyectos en avanzada preparación, como El Pachón en San Juan.

La segunda circunstancia es que, también en los últimos años, se fue generando una creciente conciencia ambientalista y una genuina preocupación por el futuro del planeta. Ello llevó a que se generalizara la constitución de asociaciones civiles y vecinos agrupados en torno de la defensa de muy diversos aspectos del ambiente, desde el paisaje y los recursos naturales, la pureza del aire, las aguas y los suelos hasta la biodiversidad y el patrimonio urbanístico y arquitectónico, para mencionar los más frecuentes.

Ambos grupos de factores se han encontrado con frecuencia en situación de conflicto, que una tercera circunstancia por lo común agrava: la pugna que se suele desencadenar entre diversos interesados en recibir la mayor porción posible de los beneficios monetarios de la actividad, incluidos los varios niveles de gobierno (federal, provincial, municipal), habitantes de las zonas y provincias mineras, proveedores de insumos locales o importados, asociaciones profesionales de técnicos y trabajadores, entidades financieras y, en lugar prominente, los inversores.

El tema merece el esfuerzo de reflexión desinteresada que típicamente tendría que poder radicarse en ámbitos académicos. En ese sentido, tanto este editorial como algunos artículos del presente número de Ciencia Hoy quizá contribuyan a esclarecer las ideas y a difundir información objetiva sobre facetas técnicas y conceptuales de la minería, para encontrar posibles caminos de compromiso entre posiciones de partida con no poca tendencia hacia el fundamentalismo y la intolerancia. Solo inteligentes compromisos permitirán armonizar la sustentabilidad económica de la humanidad con la ambiental del planeta.

Conviene tener presente que el concepto de minería abarca un amplio abanico de actividades cuyo rasgo común es que excavan la tierra para extraer minerales. Estos incluyen metales –cuyas minas son posiblemente las más notorias y aquellas que con mayor frecuencia dan lugar a conflictos–, pero también compuestos no metálicos que van desde grafito y diamante a sal, amianto, yeso, mica, fosfatos y otros, lo mismo que materiales de construcción como arena, piedras diversas (mármoles, granitos, pizarra y otros) y materia prima para fabricar cemento y cal. También suele verse como minería a la extracción de combustibles como petróleo, gas y hulla (el uranio es a la vez metal y fuente de energía, aunque no por combustión sino por fisión nuclear).

La mayor parte de la minería moderna se caracteriza por tres atributos: (i) es el origen de productos sin los cuales se derrumbarían en todo el mundo las economías y las sociedades actuales (imagine el lector su vida sin esos productos); (ii) requiere explotaciones de gran escala que, en consecuencia, tienen la capacidad de producir alteraciones sustanciales del medio, y (iii) es una actividad tecnológicamente compleja, cuya operación está más allá de una comprensión inmediata e intuitiva por parte del lego.

Si se intenta analizar los beneficios de la minería para la sociedad para compararlos con los costos que ella le ocasiona, resulta claro que el primero de esos atributos –los productos a que da origen– crea los beneficios, mientras que el segundo –las alteraciones del medio– genera los costos que más alarman, es decir, los que no caen directamente sobre la empresa que explota una mina (como lo hacen los salarios y las compras de bienes corrientes y de capital) sino sobre toda la sociedad bajo la forma de alteraciones ambientales y sus consecuencias. Es una situación desafortunada que los beneficios, por su misma ubicuidad en nuestras vidas, se nos han hecho prácticamente invisibles, mientras que no podemos dejar de advertir situaciones de flagrante visibilidad de los costos ambientales, como la a nuestros ojos descomunal alteración del paisaje que causan las gigantescas excavaciones de ciertas minas a cielo abierto.

El tercer atributo indicado dificulta considerablemente el debate público, que necesita tomar en cuenta de manera simultánea múltiples cuestiones técnicas, organizativas, económicas, sociales y ambientales. De ahí que pueda imperar entre el público un ánimo desfavorable a la minería, bien expresado tal vez por la frase humorística del epígrafe. Y que, también, la minería pudo dar lugar a múltiples mitos que exageran por igual sus beneficios y sus costos, pues están basados en información insuficiente o sesgada, muchas veces difundida por grupos de interés o por medios de comunicación que no hicieron el esfuerzo (o no tienen la capacidad) de informarse con cuidado.

Lo último recalca la importancia de la labor de esclarecimiento que le cabe a la comunidad científica y tecnológica, basada en información obtenida de estudios rigurosos, realizados con las salvaguardas metodológicas que permitan aplicar sus conclusiones a casos reales de la escala relevante. Dejamos fuera de la discusión, por no pertenecer al contexto de lo posible, tanto el rechazo absoluto de toda actividad minera como su incondicional aceptación, independientemente de sus consecuencias ambientales y sociales.

En otras palabras, pensamos que la forma de salir del presente estado indeseable de las cosas en la Argentina es estar en condiciones de presentar al público análisis serios y realistas de los costos y beneficios de la actividad, para que las decisiones tengan a la vez racionalidad técnico económica y participación democrática, y escapen en todo lo posible de ser dirimidas por los juegos de poder y por la presión de intereses. Porque, finalmente, son los ciudadanos quienes deben decidir (en nuestro sistema constitucional, por sus representantes) qué costos están dispuestos a pagar para obtener qué beneficios. Para ello es necesario que conozcan ambos y puedan expresar sus opiniones, y que los políticos reflejen lo anterior en sus decisiones.

Los mitos mencionados dejarían así de serlo y se podrían apreciar en contexto. ¿Las regiones mineras encierran riquezas fabulosas? Eso se puede cuantificar y comparar con las riquezas que encierran otras actividades, como la agricultura o las industrias más modernas. ¿La minería a cielo abierto consume grandes volúmenes de agua? Se puede establecer si hace un uso más o menos eficiente de ella que otros grandes consumidores (cultivos irrigados, urbanizaciones y hasta canchas de golf). Además, el agua casi nunca desaparece sino que se recicla. ¿La minería crea empleo y estimula la economía regional? No es imposible estimar cuánto y qué tipo de empleo, así como los alcances concretos de ese estímulo. ¿Contamina el aire, el suelo y las aguas con productos nocivos al medio natural y a la salud humana? La contaminación no es un concepto absoluto sino relativo, por lo que se establecen límites de tolerancia. Exijamos datos precisos sobre las magnitudes de la contaminación y sobre los niveles admisibles. Por último, ¿destruye el paisaje natural? Esa destrucción se puede comparar con las causadas, por ejemplo, por la agricultura, la industria o la urbanización, y se puede determinar el costo de la reparación paisajística, pues nada impide decidir que esta debe ser parte de los proyectos, de la misma manera que se puede establecer el costo de las tecnologías menos contaminantes y decidir si es adecuado incorporarlas.

Cada una de estas variables tiene diferente peso en las distintas regiones del país, por las particulares condiciones geológicas, geomorfológicas, climáticas y de disponibilidad de agua, y por la diversidad de sus comunidades de flora y fauna y de las poblaciones humanas. Que la minería sea un motor del desarrollo regional, que cree empleos directos e indirectos, que contribuya con impuestos y regalías a las arcas fiscales y que sea imprescindible para que se generen los bienes y servicios demandados por las sociedades actuales no son suficientes argumentos para hacer caso omiso de aquellos costos ambientales y sociales que la gente no quiera pagar. Pero evitar esos costos no es gratuito: significa renunciar a beneficios o destinar a ellos recursos que se podrían emplear para otra cosa.

En abstracto, la minería no es ni buena ni mala. Es, seguramente, un poco de ambas cosas, y es caso por caso como debemos juzgarla. Las proclamas doctrinarias no ayudan; los análisis de situaciones concretas sí, si se realizan con idoneidad técnica, la mente abierta y un sano escepticismo para con los mitos que nos quieren hacer creer quienes tienen intereses en la materia.

Volumen 22 – Nº 128, agosto – septiembre 2012

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