La pérdida también es cambio

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Una interpretación equivocada pero muy difundida del proceso evolutivo es la de la escala natural, es decir, la idea de que, partiendo de organismos muy sencillos, la evolución fue produciendo seres cada vez más complejos, hasta llegar a su destino final y punto más elevado de la escala: el ser humano. De conformidad con esta interpretación y con la visión simplista de que cada gen determina una única característica del organismo, se deduce que los primeros seres vivos que aparecieron en el planeta habrían tenido muy pocos genes, y que el número de estos habría ido aumentando con el surgimiento de nuevas especies. En otras palabras, a medida que las especies ascendían en la escala, se habrían ido generando organismos crecientemente complejos.

Un artículo publicado hace poco en Nature Reviews Genetics ofrece una sorprendente refutación a esta forma de interpretar la evolución. Sus autores, que trabajan en la Universidad de Barcelona, comentan que la reciente secuenciación del genoma de varias especies de medusas y su comparación con las secuencias de numerosos genomas ya secuenciados de otras especies demuestran que el antecesor de los eumetazoos (todos los animales menos las esponjas) poseía un genoma complejo, con un número muy elevado de genes, y que la pérdida de muchos de ellos fue clave en la evolución de numerosos grupos de animales. Esto habría sucedido con frecuencia y tenido una importancia equiparable a la de la aparición de nuevos genes.

Flor de la planta trepadora Ipomoea quamoclit, posiblemente originaria de México, cultivada hoy en regiones tropicales de muchos países y cuyo color, que atrae a los picaflores que la polinizan, se originó en la pérdida de un gen.

La secuenciación de genomas de bacterias, protistas, hongos y plantas ha demostrado que también en esos grupos la pérdida de genes fue frecuente, lo cual indica que se trata de un mecanismo evolutivo que opera en todos los organismos.

La pérdida de genes debería estar asociada con la desaparición de las características biológicas que ellos determinan. Esto es realmente así en las especies que han evolucionado hacia una forma de vida parásita o simbiótica. Sin embargo, la aplicación de técnicas de biología molecular que pueden suprimir la expresión de genes específicos ha demostrado que la mayoría de los genes no son indispensables. Así, el 90% de los genes de bacterias, el 80% de los de levaduras, el 85% de los de la mosca y el 90% de los de las células humanas en cultivo son aparentemente prescindibles para su supervivencia en condiciones de laboratorio.

Al mismo tiempo, la pérdida de genes puede estar asociada con la aparición de nuevas características que favorezcan la adaptación al medio y, por lo tanto, puedan ser beneficiadas por la selección natural, lo que las hace más frecuentes en las sucesivas generaciones de la población. Por ejemplo, en la planta trepadora Ipomoea quamoclit la pérdida de cierto gen (el que codifica la enzima flavonoide 3’ hidroxilasa) hace que sus flores cambien de blanco a rojo intenso, lo cual atrae a las aves y favorece la polinización. Como consecuencia, las plantas con flores rojas tienen más éxito reproductivo y habrá más de ellas en las nuevas generaciones.
En el transcurso de la evolución de Homo sapiens, nuestros antepasados perdieron el gen que codifica a un tipo particular de miosina que hoy es solo encontrada en los músculos de las mandíbulas de todos los primates no humanos. Esa pérdida redujo notablemente el tamaño de dichos músculos, lo cual llevó a que la selección natural favoreciera el incremento de la capacidad craneal, el tamaño cerebral y un control más preciso de la mandíbula. El proceso ayudó también a adquirir la capacidad del habla.

Como dice el epígrafe del artículo que estamos comentando: Pérdida no es otra cosa que cambio, y la naturaleza se deleita con el cambio (Marco Aurelio, 121-180 d.C.).

Más información en Albalat R y Cañestro C, 2016, ‘Evolution by gene loss’, Nature Reviews Genetics, 17: 379.

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