¿Hacia dónde va la ciencia en la Argentina?

Cualquier lector atento de la prensa cotidiana habrá podido advertir el contraste entre dos noticias que se difundieron en las últimas semanas. La primera es que el ministerio de Ciencia y Tecnología del Brasil anunció que su presupuesto para 2001 aumentaría en un 47,6% con relación a 2000, y que el año próximo dicho presupuesto será el mayor de la historia de ese país. La segunda es que el poder Ejecutivo argentino envió al Congreso el proyecto de presupuesto nacional para 2001, con una asignación para ciencia y tecnología similar a la correspondiente a 2000, que, a su vez, había sido reducida respecto de la de 1999. En notable contraposición con el caso brasileño, es posible que sea el menor presupuesto de la historia reciente de este país. Da qué pensar.

Casi al mismo tiempo que las noticias anteriores, se difundió otra de la que este número de Ciencia Hoy se ocupa en la sección Ciencia en el mundo, colocada en seguida del presente editorial. Se trata de los resultados de un esfuerzo cooperativo realizado por cerca de 200 investigadores que trabajan en 35 laboratorios científicos del estado de São Paulo. Fue esencialmente financiado por la Fundação de Amparo à Pesquisa de dicho estado y reveló en todo detalle la estructura genética (o dicho de manera más técnica, el secuenciamiento del genoma) de la bacteria Xylella fastidiosa, que, infectándolas, hace estragos en las importantes plantaciones paulinas de cítricos. Un prestigioso semanario de lengua inglesa escribió que, de ahora en más, la contribución del Brasil a la cultura universal, además de café, fútbol y samba, incluiría a la investigación científica. No exageró.

De la lectura de los dos párrafos anteriores se puede concluir que los dirigentes de la sociedad brasileña se han puesto de acuerdo en dos cosas que no parece integrar el universo de las preocupaciones de sus pares de la Argentina. La primera es que hoy los países de menor desarrollo relativo (como la Argentina, el Brasil o la India) pueden hacer aportes de primera magnitud al empeño internacional de creación de conocimiento. La segunda, corolario inevitable de la anterior, es que resulta importante (además de socialmente rentable) hacer esfuerzos de magnitud -es decir, asignar recursos financieros y humanos- para promover la actividad científica. ¿Qué llevó a que en la Argentina no se llegue en estos momentos a las mismas conclusiones?

Entre aproximadamente 1920 y 1950, por iniciativas individuales, se establecieron en el país algunos grupos de investigación de alta calidad. El activo proselitismo de sus fundadores en favor de la ciencia dio lugar a la creación, poco antes de 1960, de instituciones de financiación de esta, como el CONICET, y a la modernización de las universidades públicas por la institución del profesor investigador con dedicación exclusiva. La investigación se convirtió así en una opción profesional ávidamente aceptada por algunos jóvenes graduados, lo que dio lugar a que en el país se formara una pequeña comunidad científica. En ella prevalecía la convicción -compartida por otros grupos sociales- de que la ciencia, sobre todo por su capacidad de transformar todos los niveles de la educación, contribuiría a modernizar la Argentina, y que el país, en poco tiempo, formaría parte del mundo desarrollado.

Como se advierte, la ciencia profesional nació impulsada por una visión coherente del cometido de la investigación en la sociedad. En las décadas del sesenta y comienzos del setenta, en muchos círculos ella fue sustituida por otra, igualmente coherente, vinculada con el pensamiento político desarrollista y con las ideas de la izquierda nacional. En esos círculos se veía a la ciencia como la base de una tecnología vernácula que permitiese disminuir la dependencia externa. Ciencia Hoy no abre juicio acerca de si estas visiones fueron acertadas en su época. Pero la evolución del mundo y la de la propia ciencia (así como la de la tecnología) han dejado atrás esos programa de acción científica y colocado a sus defensores ante el dilema de cambiar de enfoque o proclamar la imposibilidad de hacer ciencia de avanzada en el país. Ciertas instituciones en las que tales ideas tuvieron alguna relevancia enfrentan igual dilema, que incluso amenaza su misma existencia. ¿Qué los llevó a esa situación?

Las expectativas optimistas contenidas en ambas visiones no se concretaron. Por razones complejas que no es del caso discutir aquí, en vez de integrarse al mundo desarrollado o de emprender un camino autónomo, la sociedad argentina avanzó hacia la intolerancia y el autoritarismo, que culminaron en la violación de los derechos cívicos y de las instituciones democráticas, en el deterioro del sentido de la justicia, la hiperinflación y la corrupción. Fuera de círculos reducidos, la ciencia dejó de ser considerada una actividad socialmente relevante. Y cuando se produjo una reacción, centrada en la instauración de nuevas reglas económicas, la investigación quedó fuera del campo de interés de los dirigentes. Hoy la sociedad argentina, incluidos los investigadores tomados colectivamente, no tienen en claro hacia dónde debe ir la ciencia local. Tanto el gobierno como la oposición hablan de modernización y de inserción del país en la economía global, pero aunque declamen la importancia de la ciencia, no logran definir concretamente qué funciones tendría la investigación en un país que busca incorporarse a esa economía global.

El caso del genoma de la X. fastidiosa es aleccionador porque indica, precisamente, hacia dónde puede ir la ciencia en lugares como la Argentina. Contiene una nueva y moderna visión coherente del cometido de la investigación en la sociedad. De la misma manera que hoy los caminos más atractivos de progreso económico son los que conducen a encontrar formas de competir con productos innovadores y de alto valor agregado en los mercados internacionales -cosa que ya están haciendo diversos países-, el desafío científico es encontrar nichos especializados en los que la ciencia local tendría ventajas comparativas y podría competir con éxito en el concierto internacional de generación de conocimiento. Muchos investigadores argentinos actúan de esa manera, pero lo hacen en forma individual, trabajando aquí o en el extranjero. São Paulo acaba de demostrar que se puede hacer en forma organizada y colectiva. Ya lo había hecho antes la India, particularmente en áreas como las ciencias de la computación y conexas, que este año generarían para ese país exportaciones del orden de los 4000 millones de dólares, producidos por unas 800 empresas especializadas sobre todo en software y concentradas fuertemente en torno a la ciudad de Bangalore, en el sureño estado de Karnataka.

El contraste de la situación argentina con los casos brasileño e indio podría ser un buen estímulo y una luz orientadora del próximo debate legislativo sobre la promoción oficial de la ciencia. Invitamos a quienes intervengan en tal debate a destinarle una seria reflexión. Invitamos también a la comunidad científica a que se ponga en movimiento en esa dirección, porque la sociedad no lo hará si ella misma no encabeza la marcha. Los dilemas en que muchos creen encontrarse se pueden superar. La ciencia argentina podría tener un futuro brillante. Solo hay que empezar a construirlo.

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