Vacunación

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Hay muchos tipos de enfermedades. Si bien en quienes las contraen todas son el resultado de una interacción entre sus genes y factores ambientales, para su análisis genérico se las puede agrupar de diferentes maneras. Así, se considera que unas son de naturaleza genética: se deben a mutaciones presentes en los genes heredados de los progenitores (existentes en ellos o producidas en el proceso de la concepción). Otras tienen raíz ambiental (incluidos factores sociales), por ejemplo, son el resultado de respirar humo de tabaco a lo largo de mucho tiempo o de exponerse largamente a los rayos solares o de estar sometido a situaciones estresantes. Y están las enfermedades infecciosas, causadas por el ingreso en el organismo de ciertas proteínas, virus, bacterias, protozoos, nematodos, hongos u otros agentes.

Hay enfermedades para las que la medicina actual no tiene remedios y solo puede, a lo sumo, eliminar o morigerar los síntomas: muchas de las que llamamos genéticas (como los males de Tay-Sachs o de Huntington) pertenecen a esta categoría, aunque la lista de las dolencias de ese tipo para las cuales se dispone de remedios se está haciendo cada vez más larga. Otras enfermedades se pueden curar atacando el agente que las produce con antibióticos, antivirales, antimicóticos, etcétera. Y otras, en fin, sobre todo (pero no solo) las provocadas por virus, son combatidas principalmente por la acción del sistema inmune del propio organismo enfermo, una acción que puede acaecer de manera natural o ser provocada por el efecto de una vacuna. Incluso hay enfermedades que, con la tecnología médica de hoy, solo el sistema inmune puede combatir, para las cuales las vacunas son cruciales.

No es este el lugar para explicar qué es una vacuna y cómo actúa, porque el objetivo del presente editorial es analizar la resistencia social a vacunar. El fenómeno no es nuevo: desde los inicios mismos de la vacunación en el siglo XVIII, cuando el procedimiento se aplicó a la viruela, hubo quienes se opusieron a él, sobre todo por principios religiosos, pero en algún caso por razones médicas. Con el avance del conocimiento y la difusión de las vacunas, la oposición médica se fue esfumando, salvo quizá en los márgenes heterodoxos de la profesión, pero se hizo presente una resistencia por parte de diversos grupos sociales y políticos.

En estos momentos, esa resistencia social parece haber crecido, incluso en círculos de lo que podríamos llamar las clases progresistas. Quienes se niegan a vacunarse o a vacunar a sus hijos lo hacen por razones religiosas (posiblemente una minoría), porque creen que las vacunas solo responden a los intereses económicos de los laboratorios que las venden (posiblemente también una minoría) o porque piensan que médicamente son perjudiciales (posiblemente la mayoría).

Las creencias religiosas son respetables pero están basadas, en última instancia, en razones ajenas al análisis científico, lo que las deja fuera del universo conceptual del que se ocupa Ciencia Hoy. Los argumentos de tipo económico o médico, en cambio, son susceptibles de ser sometidos a ese análisis. Que las vacunas respondan a los intereses económicos de los laboratorios que las producen es casi evidente: lo mismo puede decirse de todos los demás bienes y servicios que consumimos. Pero no se sigue de ahí que esa sea la única razón por la que existen y por la que la gente recurre a ellos, ni que el interés económico de los productores sea argumento suficiente para rechazar los productos. Es, en todo caso, motivo suficiente para examinar críticamente las vacunas o, mejor aún, para reclamar que las autoridades sanitarias y las entidades científicas las analicen.

Quienes desechan las vacunas por pensar que son médicamente perjudiciales en muchos casos optan por terapias heterodoxas o alternativas, como la quiropraxia, la homeopatía, la acupuntura, la medicina naturista u otras, que la ciencia médica internacionalmente reconocida acepta a menudo como prácticas complementarias pero que rechaza como caminos sustitutos de la vacunación.

Sin perjuicio de lo anterior, posiblemente la mayoría de quienes se abstienen de vacunarse por razones verificables mediante el análisis científico lo hagan porque crean que el riesgo que corren vacunándose es mayor que el de no vacunarse. Se basan en registros de casos aislados en que se produjeron accidentes médicos o farmacéuticos, como el sucedido en 1955 en los Estados Unidos con un lote de vacunas Salk contra la poliomielitis que, por error, contenía virus activos, o las rarísimas reacciones alérgicas u otras responsables hasta de muertes. Se trató de accidentes estadísticamente no significativos en la cadena de avances de la larga historia de la vacunación, con una bajísima incidencia, comparable, por ejemplo, a los casos de enfermedades transmitidas por error en trasfusiones o, si se quiere, a los accidentes de aviación. Más frecuentes aunque escasas en comparación con las millones de inoculaciones son las reacciones relativamente serias aunque pasajeras del organismo a una vacuna, normalmente sin más consecuencias que la molestia de sufrirlas. También están quienes actúan motivados por versiones sobre efectos adversos de ciertas vacunas, como la que sostiene que algunas de las infantiles producen autismo, la cual ha sido sometida a rigurosas pruebas epidemiológicas que no le encontraron fundamento. Y, por último, está el riesgo de que la vacuna no logre el resultado esperado, ya que ninguna tiene un 100% de eficacia.

En otras palabras, vacunarse implica correr el riesgo pequeñísimo de soportar alguna consecuencia adversa. En el otro plato de la balanza, para el individuo está el beneficio de no adquirir la enfermedad (o sufrirla en forma atenuada), y para la sociedad están éxitos comprobados como, para solo tomar dos ejemplos entre muchos, la erradicación mundial de la viruela en 1977 y la casi erradicación de la polio.

Quienes se niegan a vacunarse o a vacunar sus hijos incurren, en prácticamente todos los países, en incumplimientos más o menos graves y punibles de la legislación; es decir, hoy la vacunación es obligatoria. Las normas que establecen la obligatoriedad se basan en dos clases de razones. Por un lado, la convicción de que, por ignorancia, indolencia u otros motivos, muchas personas no hacen lo que les conviene, lo que justifica que el Estado paternalista las fuerce a hacerlo. Tratándose de adultos, este argumento es relativamente débil y se le puede oponer el de que obligarlas constituye una violación de su libertad individual; para muchos, esta debe prevalecer mientras sean los únicos que sufran las consecuencias. El argumento de la libertad individual, sin embargo, deja de valer para los responsables de vacunar a menores o, en todo caso, se convierte en una discusión sobre la incumbencia del poder público en la tutela del bienestar de estos.

La justificación de la obligatoriedad se apoya, además, en razones de índole social. Son las mismas razones que justifican, por ejemplo, la obligatoriedad de la educación. Esta segunda clase de razones se resume diciendo que vacunarse no solo conviene al individuo: es necesario que lo haga para proteger la salud y el bienestar de otros.

La explicación de lo anterior reside en la llamada inmunidad de rebaño (herd immunity), un concepto sencillo de entender que se aplica a enfermedades contagiosas: hay enfermedades infecciosas no contagiosas, como el tétano, contra el que hay vacuna pero para los adultos no es obligatoria. Para cualquier enfermedad contagiosa, en toda población hay individuos sanos propensos a contraerla, individuos inmunizados (porque la contrajeron y sanaron, o porque fueron vacunados) e individuos enfermos. El ritmo de propagación de la enfermedad depende de qué proporción del total de la población sean los primeros y los terceros, y cuántos individuos sanos y propensos entren en promedio en contacto con un enfermo y puedan contagiarse. Es obvio que, a medida que crece la proporción de individuos inmunizados, disminuye la de sanos susceptibles a enfermar, lo mismo que la de enfermos que los puedan contactar y contagiar. Pasado cierto umbral, la enfermedad deja de propagarse y, con el tiempo, se reduce su frecuencia en la población e, incluso, puede extinguirse, algo que en casos ha alcanzado escala mundial, como sucedió con la viruela.

Además –y esto es de suma importancia–, la inmunidad de rebaño es la única protección disponible para individuos que no puedan ser vacunados por su reducida o avanzada edad, o por razones médicas diversas (padecer de sida o leucemia, por ejemplo). Esto proporciona un argumento aún más poderoso que los anteriores en favor de la obligatoriedad y de su cumplimiento. También, la inmunidad de rebaño es el único camino que permitiría hasta cierto punto respetar la libertad de conciencia de quienes rechazan la vacunación por genuinas razones religiosas (si se tratara de un grupo minoritario).

Las reflexiones anteriores no pretenden ocultar las complejidades del proceso por el que se establece la eficacia de una nueva vacuna, es decir, se la autoriza sobre la base de que sus beneficios superarían sus riesgos. Cada una tiene peculiaridades específicas que impiden generalizar y muchas veces es difícil determinar si es mejor que los métodos de prevención probados y en uso, que tampoco están exentos de riesgo. Esto es particularmente problemático en vacunas dirigidas a prevenir enfermedades susceptibles de ser controladas con medidas sanitarias, ambientales y sociales, como el sida. También está el hecho de que la eficacia de las vacunas puede variar en diferentes poblaciones. Por estas razones, incluidos sus efectos secundarios, hay vacunas que generan gran controversia; por ejemplo, la disponible contra el virus del papiloma humano, asociado con el cáncer de cuello de útero, que en varios países (Francia, Japón) dejó de ser obligatoria pero en nuestro medio se impuso sin mayor discusión.

Además, como sucede con toda decisión colectiva, no se puede ignorar el juego político y la presión de los intereses, tanto de la industria farmacéutica que puede movilizar importantes medios, como de los profesionales de la salud, los investigadores, los funcionarios y los mismos políticos, cuya libertad de opinión y objetividad más de una vez entran en conflicto con sus fuentes de financiación u otros beneficios de orden personal o laboral. De ese juego han resultado campañas mediáticas con información sesgada que generan ansiedad e inducen a error a la población.

En síntesis, en su experiencia de más de dos siglos con vacunas la ciencia médica ha obtenido éxitos ciertos, sin negar los tropiezos y accidentes ocurridos en ese recorrido. En el actual mundo globalizado con 7000 millones de habitantes, la vacunación obligatoria –jurídicamente respaldada por sólidas razones–, si bien no el único ni de aplicación universal, es un instrumento que el cuidado de la salud pública de ningún modo podría prescindir. Y para cada uno de nosotros, una elemental comparación de los riesgos y los beneficios de vacunarnos y vacunar a nuestros hijos con los de no hacerlo nos demuestra que optar sistemáticamente por lo segundo podría llevarnos incurrir en un serio error. Es, además, un comportamiento con repercusiones sociales de las que posiblemente pocos de los que consideran o practican el rechazo completo de la vacunación tienen conciencia.

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