El sistema científico y el libre acceso a la ciencia

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En los últimos tiempos se ha extendido en el mundo de la investigación científica un debate sobre la función que cumplen las revistas especializadas en las que los investigadores dan a conocer los resultados de su labor. Es un debate que se relaciona con los criterios básicos de funcionamiento del sistema científico, cuyos integrantes se ajustan a particulares formas de operar. Estas fueron establecidas principalmente a lo largo del siglo XX a medida que la actividad de crear conocimiento se fue profesionalizando y adquiriendo los atributos de un campo intelectual diferenciado (para usar las palabras del sociólogo francés Pierre Bourdieu).

Este editorial tratará de explicar algunas de esas formas de operar y su relación con el debate sobre las revistas científicas, con la aclaración de que se refiere a la ciencia que se hace en ámbitos académicos. No considera aquella practicada en empresas, ni en organismos públicos que investigan con propósitos determinados (como la CONEA o el INIDEP), ni desarrollos tecnológicos, de los que se pueden derivar patentes, que operan de otra manera.

La mayoría de los investigadores científicos profesionales que trabajan en dicho ámbito lo hacen a tiempo completo en un instituto de investigación de una universidad, de una organización pública dedicada a promover la ciencia –como en la Argentina el Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas)– o de una entidad privada sin fines de lucro dedicada a la investigación. Casi sin excepciones, cobran un sueldo que puede provenir tanto de la entidad en que investigan o de otra fuente, como un órgano estatal de fomento científico. No es raro, pues, que muchos se desempeñen en una universidad o una fundación pero reciban su sueldo del Conicet, algo que no tiene muchos equivalentes en otros ámbitos laborales.

Otra peculiaridad de la labor científica es que (si dejamos de lado a quienes están ingresando en el sistema como estudiantes de doctorado o posdoctorales) los investigadores académicos deciden ellos mismos los temas que estudiarán y cómo harán para estudiarlos. Resuelven de por sí, y sin que un jefe lo disponga, el uso de su tiempo, entre otras cuestiones, la proporción de este que dedicarán a la investigación, a la enseñanza, a la comunicación de la ciencia al público general (por ejemplo, escribiendo un artículo en Ciencia Hoy) y a la conducción de los organismos académicos (una tarea que no podrían realizar administradores profesionales ajenos al sistema). Técnicamente, se dice que actúan en un marco de libertad académica, la que es imprescindible para que pueda existir un sistema científico saludable y constituye uno de los valores más apreciados por sus integrantes.

¿Significa esto que los científicos pueden hacer lo que se les antoje, cobrar su sueldo tan campantes y no rendir cuentas a nadie? No exactamente. Las instituciones en que trabajan o les pagan ese sueldo evalúan periódicamente su desempeño y, con las salvaguardas procesales del caso, si este no es satisfactorio pueden imponerles sanciones y hasta dar por terminada la relación laboral. Por otro lado, solo cobrar un sueldo no proporciona todo lo necesario para hacer ciencia: hace falta tener, entre otras muchas cosas y según la disciplina, colaboradores –principalmente estudiantes de posgrado y personal de apoyo–, instrumental, equipos y materiales de laboratorio, acceso a bibliografía, computadoras y viajes a reuniones científicas, para citar los más frecuentes. Todo eso se financia principalmente con dinero que los investigadores reciben en forma de subsidios concedidos por organizaciones diversas (por ejemplo, en la Argentina, la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica). Esos subsidios se otorgan a pedido del interesado y por diversos procedimientos que implican competir con otros solicitantes, en un contexto –aquí y en todos los países– de recursos escasos.

Se puede deducir de lo anterior que una de las piedras angulares del funcionamiento de un sistema científico es la mencionada evaluación, por la que el propio sistema determina la calidad de la ciencia que produce y el valor de la contribución de cada investigador. Otra particularidad del campo de la ciencia es que los evaluadores o árbitros (como también se los llama) deben ser especialistas en el tema del evaluado, sobre todo si este apunta a avanzar la frontera del conocimiento. Solo un físico de partículas, por ejemplo, y que además esté activo en la disciplina, puede evaluar un proyecto de física experimental del tipo de los que se llevan a cabo en aceleradores de partículas como el del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN). En otras palabras, la única evaluación posible en el sistema científico es la evaluación por pares.

Nótese que esa evaluación va mucho más allá del desempeño de un investigador o de un grupo de ellos. Es la forma de determinar el valor de todo nuevo conocimiento, al punto de que se toma como principio universalmente aceptado que ningún resultado científico que no haya emergido con éxito de una rigurosa evaluación por pares puede ser considerado parte del corpus de conocimiento reconocido de una disciplina.

Desde mediados del siglo XX y sobre todo en estos momentos, con el enorme crecimiento de la investigación científica y tecnológica en un gran número de países, esa evaluación se ha convertido mundialmente en una tarea ciclópea. Para realizarla se inventó un ingenioso mecanismo: las revistas científicas. Es decir, publicaciones especializadas que, por su temática y grado de tecnicismo, no suelen ser leídas por otros que los propios investigadores, y que solo publican artículos cuya calidad científica haya sido aprobada por los pares relevantes. En líneas generales, se acepta como nuevo conocimiento solo aquel publicado en tales revistas.

De ellas existen literalmente centenares, pero las que gozan de la credibilidad y del prestigio más altos no son más de un puñado por disciplina, casi siempre publicadas en inglés. En un principio fueron editadas fuera de los circuitos comerciales por las asociaciones científicas de cada rama del saber, las que montaron elaborados procedimientos para cumplir con la evaluación, entre ellos que los evaluadores sean anónimos para el autor, no reciban remuneración por realizar su trabajo y lo tomen como una carga pública de conveniencia general, ya que todos son alternativamente evaluador y evaluado. También buscaron formas de evitar conflictos de intereses entre autores y árbitros.

Con el andar del tiempo, las revistas crecieron en el volumen de material que procura ingresar en sus páginas y, por ende, en el esfuerzo editorial y el costo de publicarlas, un costo que comenzó a superar los medios de las asociaciones, las que buscaron fórmulas para pagarlo, principalmente el aumento del precio de la suscripción. Así, debido a la revista más de una asociación se vio empujada hacia formas empresariales y comerciales que no estaba interesada en adoptar ni preparada para asumir. Como consecuencia se verificó en las últimas décadas un pasaje de las revistas de las asociaciones científicas a empresas comerciales, principalmente algunas especializadas en libros académicos, entre las que se destacan Elsevier, con sede en Amsterdam, y Springer, nacida en Berlín en el siglo XIX. También aparecieron revistas científicas no originadas en asociaciones.

Ese cambio de sede no modificó el concepto de aceptar y difundir conocimiento luego de su evaluación por pares: los evaluadores continúan siendo los mismos científicos que, como antes, realizan la tarea sin retribución adicional a su sueldo. Pero tampoco hizo desaparecer el costo de la publicación ni de la administración de sistema, incrementado por el hecho de que pasó de manos de voluntarios o aficionados de la edición a la de profesionales de esta. Y no cambió el concepto de que la revista obtiene el grueso de sus ingresos por la venta de suscripciones, las que son de dos categorías: individuales (más baratas) e institucionales, pero ambas representan cargas no despreciables para quien las debe soportar.

Así, a título de ejemplo, recibir las 14 revistas de biología del grupo Cell, que aparecen mensual o quincenalmente, como requeriría una biblioteca especializada, implica pagar entre 1400 y 2300 dólares anuales por cada una (unos 22.000 dólares anuales por el conjunto). Recibir el paquete de la docena de revistas de física que publica la Asociación Física de los Estados Unidos obliga a erogar cerca de 50.000 dólares anuales. Sin embargo, se observa entre revistas gran disparidad de precios de suscripción, los que no parecen responder a la calidad de los contenidos.

Este estado de cosas llevó a que, en 2013, el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva argentino gastara en suscripciones electrónicas a revistas científicas, para cubrir una proporción importante de las necesidades bibliográficas de los investigadores del país, casi 20 millones de dólares, un monto gravoso desde cualquier punto de vista que se lo mire.

Durante los últimos años, se esgrimió el sin duda sólido argumento de que si la investigación es mayoritariamente financiada con dinero público, como de hecho sucede en casi todos lados, sus resultados deben considerarse también públicos y por ende de libre acceso. Concordantemente, muchos países sancionaron normas legales que aseguren ese acceso. Así, la Oficina de Política Científica y Tecnológica de la presidencia de los Estados Unidos instruyó en febrero de 2013 a todas las agencias gubernamentales de ese país que den acceso público a los resultados de investigación financiada con dinero del Estado no más tarde que al año de obtenidos. En la Argentina rige ahora una ley sobre el libre acceso a la información científica por la cual las instituciones que reciben financiamiento del Estado nacional deben depositar su producción completa en repositorios digitales de consulta abierta y gratuita, en los que pueda ser leída, copiada, distribuida e impresa para propósitos ligados a la investigación científica, a la educación o a la gestión de políticas públicas. Lo anterior es muy positivo y loable en sí mismo, pero no reemplaza el procedimiento de evaluación por pares antes de la publicación, centrado en las revistas, por otro que elimine o por lo menos morigere el costo de estas.

Para intentarlo se han ensayado enfoques nuevos, como el de publicar revistas de acceso abierto (del inglés open access), que mantienen la revisión por pares pero son gratuitas y accesibles por internet. Se financian cobrando aranceles a los autores, que a su vez se ven impulsados a incluirlos en sus solicitudes de subsidio. En otras palabras, no hay mayores cambios en los costos sino una transferencia de estos del lector al autor, aunque en definitiva siempre termina pagándolos el Estado.

También se ha probado en algunas disciplinas la idea de poner la producción científica sin más en repositorios digitales, y evitar que pase por un editor. Así, en arXiv.org están accesibles a cualquiera trabajos de físicos, matemáticos y en menor medida biólogos de todo el mundo. Se advierte de inmediato que la debilidad crucial de la iniciativa es la ausencia del control de calidad que brinda la revisión por pares. Pero no resulta descabellado imaginarse que pudiese ser sustituido por una revisión permanente en línea –al estilo de Wikipedia–, con correcciones continuas y anónimas. Si este último esquema funcionara –algo que está lejos de poder afirmarse hoy–, se habría abierto un camino verdaderamente innovador para superar el actual dilema.

En síntesis, las particularidades del funcionamiento del sistema científico y la mayor accesibilidad de la información científica promovida en los últimos tiempos en muchos ámbitos, unidas a los cambios acaecidos en la actividad editorial, entre ellas el crecimiento del volumen de investigación que se publica y la proliferación de ediciones digitales, han creado conflictos en el mercado de las revistas científicas cuyas consecuencias se discuten hoy activamente y cuyos remedios aún son inciertos.

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