La Beca Externa

En los viejos buenos tiempos, solía ser la etapa final del rito de iniciación a la tribu de los sabios impecunes. Después de la beca de perfeccionamiento, con el doctorado en la bolsa vacía de otros valores menos simbólicos y antes del ingreso a carrera, había que largarse a conocer el (primer) mundo – quiero creer que algunos afortunados (o inconscientes) todavía siguen con lo mismo –. Sería una lástima que se perdiera una de las pocas oportunidades para la felicidad que ofrece esta carrera. ¡Oh, si!, grandes eran las expectativas, ancha la avenida a la tierra prometida, inevitable el éxito de la empresa. ¡Allá vamos!, intoxicados por las leyendas de los que habían regresado de esas Atenas hiperbóreas, con el inexpugnable optimismo de los que dedican sus horas a cosas que sólo se ven a través de estrafalarios aparatos, inspirados por aquellos que empezaron como becarios y llegaron a ser directores de departamento de alguna universidad de la Ivy League (aunque, claro, lo cierto es que estos nunca fueron más que dos o tres y que la mayoría que se quedó terminó dictando cursos para undergraduates al sur de Washington). Pero, ¿qué valor tiene la realidad ante esa efervescente atmósfera de trámites para la visa, cartas con sobrios e ilustres membretes, llamadas internacionales a las tres de la mañana y la sensación del destino cumplido?

HUMOR

Porque a partir de la beca externa las cosas son distintas y la cronología de tu historia comienza a organizarse en un antes y un después de haber estado allá (o sea, antes de allá y después de allá, mientras allá es algo así como un largo año cero privado). Con suerte, y si no te peleaste con tu director de tesis, conseguís un lugar de trabajo situado en alguna ciudad importante de Europa y podés darte la gran vidurria, paseando a gusto por el viejo continente, jugando al argentino melancólico y almacenando anécdotas con que consolarte durante los años de sequía y repetir, sin demasiadas variaciones, a las sucesivas carnadas de futuros becarios. Los menos favorecidos terminan en alguna universidad estatal del medio oeste norteamericano, sin otro acontecimiento cultural que las carreras de chanchos en la feria anual del condado o la fiesta de Navidad en la escuela de los chicos con el Adeste, fideles traducido al inglés promulgado con puritana energía. Pero aun en estos casos, ¿quién se arrepiente?

¿Nunca se encontraron con dos tipos que, al final de un día improductivo y en un arranque de atardecido melancolía se ponen a hablar de cuando estuvieron allá? Vistos desde afuera son deplorables snobs: se sientan en la mesada entornando los ojos mientras hablan en grotesco y descarado spanglish y estallan en grititos de alegría cuando comprueban que compraban en la misma cadena de supermercados, veían los mismos pésimos programas de TV o tenían los mismos problemas con las planillas de impuestos (ni que decir si, en una de esas, llegaron a comer en el mismo restaurante o tomaron el mismo bus). Visto desde dentro, esta no es sino una de las habituales formas de la complicidad ante el peligro común superado, como la que experimentan los pasajeros de un colectivo manejado por un desaforado que llega a la terminal.

Hay varias actitudes para enfrentar la beca externa, pero algunas son más comunes que otras. Por ejemplo, todos llegamos al país de destino sin saber más inglés que el de Tarzán antes de conocer a Jane, o con un francés que no supera las aventuras de Pierre Vincent en el Mauger bleu o con un italiano que imaginamos parecido al idioma de la Boca hace cincuenta años. Tarde aprendemos que, si bien el tiempo lo cura todo, no es capaz de curar nuestra ignorancia idiomática, y sufrimos las incomunicaciones del caso. Mucho debe dolernos el tener que aprender a las patadas (verbales) el idioma que nos tocó en suerte, porque la mayoría, cuando vuelve, habla a los alaridos con cuanta palabra puede de las que aprendió con sangre (verbal), entonada con una pronunciación supuestamente nativa, con el presumible objetivo de despertar la admiración de la audiencia, olvidándose de que, cuando las usaba allá, no lo entendía ni el gato y tenía que repetir lo mismo cuatro veces (los casos más extremos usan el ¿cómo era que se decía esto en castellano? acompañado con gesto de falso fastidio).

La situación habitacional del becario externo es altamente variable: uno encuentra tipos que se las arreglaron para conseguir casas amuebladas con cuatro dormitorios por un alquiler de 400 dólares, y otros pobres desgraciados que terminaron en un departamento de un ambiente en Queens, del cual no podían salir después de las cinco de la tarde sin peligro de sus vidas, o en alguna residencia de estudiantes graduados, plagada de cucarachas y sospechosos ruidos nocturnos. Por supuesto, si vas a creer los relatos de la vuelta, te encontrás con que todos vivieron en mansiones hollywoodenses, con vista al océano y a una cuadra del lugar de trabajo, pero ya se sabe que la distancia embellece las cosas. Aunque, en realidad, no habría que echarle la culpa de esto a los sufridos becarios: uno no consigue vivienda sino por que alguien se la alquila; pero ya sea ese alguien tu futuro jefe o algún conocido de un conocido de un conocido de un pariente lejano, todos tienen el denominador común de que les importa un pito quién sos o dónde vas a vivir y lo único que quieren es sacarse pronto el problema de encima alquilándote cualquier pocilga. Ya instalados, el próximo paso es comprar el auto: si hay una constante universal, esa es que en cualquier rincón del planeta los revendedores son delincuentes comunes apenas camuflados, así que no sólo te gastás en el coche los primeros dos sueldos que todavía no llegaron, sino que te vas a pasar los tres o cuatro años de la beca llevándolo al taller e intentando explicarle al mecánico que pensás que deben ser los platinos (pero, ¿me querés decir quién sabe cómo se dice platinos en inglés?).

Uno de los momentos cruciales de la beca es conocer tu nuevo lugar de trabajo y a tus anfitriones científicos, aquellos con los que te carteabas tratando de adivinarles la cara a partir de la letra. Después de la presentación formal (ahí son todas sonrisitas y nice to meet you o enchanté), te das cuenta de que para ir a la universidad tenés una hora de autopista o que pedalear cuesta arriba con una bicicleta a través de medio campus y con quince grados bajo cero (con lo que te arrepentís de haberte creído el rey de los piolas cuando conseguiste tan barata la usada sin cambios de velocidad que te vendió el hindú del departamento de al lado antes de volver a Katmandú). Si llegaste a los EE.UU., pronto descubrís que el laboratorio parece un aeropuerto, hay gente de todos los países, menos norteamericanos, por supuesto, ya que estos, conociendo el negocio, se dedican a los lucrativos MBA y se dejan de perder el tiempo con pavadas como desperdiciar cinco años de su vida sufriendo para conseguir un Ph.D. muy poco redituable. Eso sí, siempre te vas a encontrar con el inevitable personaje: el argentino que llegó antes. Este, por su doble condición de argentino y por haber llegado antes, no puede menos que sabérselas todas. Así que no tenés más remedio que permitirle la circense exhibición de sus (en general patéticas) habilidades idiomáticas, que se las dé de asimilado diciendo que cena a las seis de la tarde o que te dé sugerencias acerca de cómo organizar tu vida en el hemisferio norte, aconsejándote desde la marca del desodorante de ambientes que tenés que comprar hasta cómo mirar a tu rutilante colega finlandesa sin que te puedan acusar de sexual harassment, Algunos afortunadísimos tienen la suerte de no toparse con ninguno de estos ejemplares, pero de lo que nadie se salva es de las cordiales reuniones de sábado a la noche con otros hispanoparlantes, comida mexicana y música colombiana de por medio. He conocido casos de porteños del barrio Norte/Belgrano, de esos para los que la General Paz equivale a las columnas de Hércules, a quienes, cuando se ven rodeados de nieve e idiomas guturales, los ataca una aguda fiebre de confraternidad latinoamericanista y anche hispanoamericana (eso sí, estos tipos se ven envueltos en enormes dificultades para conversar con sus nuevos amigos, porque, como es de rigor, no tienen la más mínima idea de quién es el presidente de la república Dominicana y a duras penas se acuerdan del nombre de la capital de Guatemala).

Las cosas terminan por encarrilarse más o menos al final del primer año, a pesar de que siempre están los que realmente creen que a las tres semanas estaban perfectamente adaptados porque aprendieron a no confundirse demasiado con las monedas del cambio. Lo que nunca termina de arreglarse es la llegada de la plata, con lo cual gastás más de lo que tenés en llamar por teléfono a tu hermana en la Argentina para que averigüe qué está pasando con los giros o tenés que aparecerte en la oficina de tu jefe con cara de víctima de la ineficiencia latinoamericana para que se apiade de vos y saque algo de algún subsidio como para ir tirando, La cosa se te pone más difícil cuando se aproxima el tercer año y te quedás colgado, pero todos sabemos que el que no consiguió plata para entonces, mejor que cuelgue los botines y se dedique a otra cosa.

Hay algunos casos de becarios externos – más bien del tipo burro solemne – que creen que su trabajo es realmente muy importante; otros pertenecen a ese género particular de sujeto de ojos hundidos, carcomido por una ambición desenfrenada (¿de qué?), que sólo se ve en este ambiente de locos; otros llegan asustados, temblando, perseguidos por una paranoia alimentada por años de sufrir jefes autoritarios o una necia burocracia. Pero la mayoría entra al lugar de trabajo con un aire de antes no podía, pero ¡ahora van a ver! Esto se traduce en una hiperactividad motriz no necesariamente acompañada de su habitual antecedente cerebral, en entrar a competir a lo loco con los imperturbables orientales (como si eso fuera posible), en pasarse el día leyendo manuales de computadora o papers con técnicas que no le funcionan ni al que las inventó y en encerrarse a trabajar los fines de semana porque alguna vez escucharon que a alguien el jefe lo encontró trabajando en domingo y a partir de entonces se enteró de que existía. Uno de los terrenos favoritos para desplegar estas maniobras, conducentes a convencer a los colegas norhemisféricos de que están en presencia de un genio hasta entonces reprimido en la lámpara de las adversas condiciones ambientales, pero ahora liberado y esperando ser reconocido para poder desplegar toda su potencia, es el seminario semanal. Ahí es cuando llegás primero para sentarte en primera fila, entrás a preguntar cuanta pavada se te ocurre para hacerte ver y, cuando te toca hablar, te pasás una semana sin dormir para poder hacer de tus pobres, inconsistentes, rutinarios resultados algo que pueda mostrarse en público sin demasiados papelones.

Estas conductas tendientes a lograr que el mundo te descubra conviven con los inevitables deslumbramientos ante eI hecho elemental de que las cosas funcionan, todo el mundo más o menos trabaja y nadie tiene que preocuparse por nada excepto por cumplir con decencia lo que eligió hacer (excepto vos, claro, que seguís preocupado porque no te mandan la plata). A la larga te acostumbras a que nadie te tome demasiado en cuenta, terminas haciéndote amigo de algún nativo excéntrico con el que los viernes a la tarde intercambias tu mitología de mate, tango y decadencia por la suya de Navidades en la infancia, Web hall overcome y clases de como francés, te consolas pensando la cara que va a poner fulano o mengano cuando le contéis a quién viste o lo que hacías, empezáis a mendigar la donación de algún aparato en desuso, en fin, llenas rutinariamente los informes en esos formularios mal impresos tamaño oficio que te recuerdan que todo tiene su fin.

Y sí, llega el momento de volver. Entonces era cuando, antes, in illo tempore, uno se enfrentaba con el dilema patriótico-moral-financiero del me quedo I me voy, la cuestión del compromiso (qué palabra antigua), la fantasía de que, si no volvías, cuando quisieras venir de visita te iban a estar esperando en el aeropuerto para hacerte devolver toda la plata y al contado. Ahora todo es más fácil, ya que, como no hay subsidios de donde quedar colgado, al terminar la beca te hacen una cordial despedida y, colmándote de buenos deseos, te acompañan en alegre comparsa al aeropuerto.

Eso sí, la noche de la despedida es triste. Yo hubiera podido recitar esa elegía de Ovidio cuando se tiene que ir desterrado de Roma al Mar Negro. Te empezás a acordar de cuando recién habías llegado y recorrías de noche las calles para alzarte con muebles tirados en la vereda, del campus dorado en otoño, de la oficinita que te fuiste armando de a poco, del trineo que le habías comprado a la nena y que tuviste que regalarle al chileno que recién llegaba, de las vacaciones del último verano, de Calvin y Hobbes, de tu amigo de los viernes a la tarde, de tantas otras cosas.

Llegás al avión – que siempre está atrasado – y aterrizás en Ezeiza, que después de haber andado por Heathrow, Frankfurt o Nueva York te parece un aeroparque de juguete. La cosa termina (¿o empieza?) cuando el fulano de inmigraciones, con gesto torpe y rutinario, te sella el pasaporte (sin saber todo lo definitivo que está sellando). Bueno, ahora todo eI mundo quiere escuchar el relato de tu beca. Algunos no terminamos nunca de contarlo.

Miguel de Asúa

Miguel de Asúa

Doctor en medicina, UBA. PhD en historia, University of Notre Dame. Profesor titular, Universidad Nacional de San Martín. Investigador principal del Conicet.

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