A la espera del futuro

En el editorial de su número 53, Ciencia Hoy planteó algunos de los temas pendientes de la política educativa y de la promoción de la investigación científica que los editores consideraron que deberían ser encarados por las autoridades que resultaran electas el 24 de octubre. Ciencia Hoy espera poder comentar en su próximo número las políticas que en estas áreas implementará el nuevo gobierno. Hasta entonces, los editores han decidido ocupar su habitual página editorial con un ensayo que contiene los fundamentos de muchos de los principios que han guiado la política editorial de la revista.

Las grandes preguntas

Hay lugares donde uno se siente habilitado para hacerse las grandes preguntas. No me refiero a problemas interesantes, sino a los realmente grandes, a las últimas –o primeras– cuestiones que este tipo particular de conocimiento que denominamos ciencia busca responder. El discurso de Francis Bacon, el gran propagandista de la llamada “revolución científica”, alberga una curiosa ambivalencia: por un lado, propone un nuevo “método” para poder desentrañar con eficacia los secretos de la naturaleza, por otro, halla en los resultados prácticos de la ciencia la justificación de la misma. Lo segundo –pensaba el lord Chancellor– resultaría naturalmente de lo primero. La historia tardó en darle la razón a Bacon. De hecho, los filósofos naturales del siglo XVII desentrañaron la máquina del mundo inanimado celeste y terrestre, pero la primera revolución industrial, la de fines del siglo XVIII, tuvo muy poco que ver con tal empresa intelectual y fue un resultado de artesanos e ingenieros. Es recién durante la segunda mitad del siglo XIX cuando se comienzan a recoger los resultados del tipo de investigación que después se llamaría “pura”. Desde entonces, la tasa de transferencia desde la investigación básica hacia sus aplicaciones y de desarrollos tecnológicos no ha dejado de crecer geométricamente.

Si traigo a colación esta pincelada sobre el desarrollo de la ciencia de la edad moderna no es para volver a contar una historia conocida, sino para subrayar que las grandes preguntas tocan a la primera parte de la fantástica concepción de Bacon, es decir, al proceso de iluminar los oscuros misterios de la naturaleza sin otro fin que desplegar lo que el filósofo Bernard Lonergan llamó el “puro deseo de conocer”. Sí, estas preguntas, las que surgen de ese deseo de saber por el saber mismo, de interrogarse sobre la naturaleza y el ser humano, las que se parecen a las incómodas interrogaciones de los niños antes de ser estropeados por la educación escolar. Sus respuestas se transforman en los jalones de la marcha del pensamiento científico y, si por el momento no hay respuestas o las que hay resultan, a la larga, inapropiadas, por lo menos nunca dejan de despertar la admiración que provocan todos los atrevimientos magnánimos. Siempre me llamó la atención el título del libro que reunía el grupo de conferencias que Schrödinger pronunció en el Trinity College de Dublín en la posguerra: “¿Qué es la vida?” (1945).

Los historiadores de la biología han estudiado exhaustivamente las condiciones del surgimiento de esta obra dentro del marco del malestar que aquejaba a muchos físicos después de la guerra, su sintonía con las ideas de Delbrück y, últimamente, de Bohr, así como su influencia en el ulterior desarrollo de la biología molecular –Watson, que había quedado hipnotizado por el libro de Schrödinger, hizo su doctorado con Salvador Luria en parte porque sabía que este estaba asociado a Delbrück en el trabajo sobre virus bacteriófagos–. Pero no son cuestiones históricas las que deseo poner aquí de relieve, sino la muy poco modesta pretensión del libro (nada menos que plantear “el secreto de la vida”) solo igualada por la expresión de descarada falsa humildad con que se abre el artículo de Watson y Crick: “esta estructura posee características novedosas que son de considerable interés biológico” (Nature, 25 de abril, 1953, nº 4356, págs. 737-8).

Muchos, por esa época, se habían atrevido a formular “la gran pregunta”: dos de ellos la contestaron.

Enumerar otros ejemplos sería ocioso. La historia de las ciencias, en cualquier época, está iluminada por estos momentos de esplendor. Por supuesto, el edificio científico es demasiado complejo como para ser reducido a un desfile de “grandes hombres” y prestar atención solo a estos resulta en una visión falsa y desfigurada de la historia. La ciencia es un complejo entramado de actividades de distinto tipo y solo es posible construir una imagen de la misma que aspire a un mínimo grado de verosimilitud, si se toman en cuenta los factores de situación histórica y cultural concreta, organización social, complejos de ideas y peculiaridades personales de los actores del drama. Los muchos ejemplos de serendipity –hallazgos no buscados intencionalmente– como los rayos X por Roentgen, el efecto electromagnético por Oersted, la penicilina por Fleming, la radiación de fondo por Penzias y Wilson, el descubrimiento de los púlsares por Jocelyn Bell –una estudiante de 24 años– y muchos otros, son un vivo testimonio de la importancia del azar… cuando hay una cabeza preparada para aprovecharlo.

También es cierto que, en ocasiones, preguntas circunscriptas y aparentemente de escaso alcance pueden dar resultados inesperados: el médico Robert Mayer, preguntándose por qué los marineros en el trópico tenían su sangre venosa más roja que cuando estaban en Europa, llegó a una de las formulaciones del primer principio de la termodinámica; Dalton terminó en la teoría atómica a partir de investigar por qué los gases de la atmósfera permanecen mezclados y no se separan en capas según su densidad; Pasteur saltó a la teoría microbiana a partir de resolver problemas muy prácticos como los de la fermentación –relacionados con las industrias locales de Lille, universidad de la cual era decano de ciencias–. En síntesis, desde cualquier punto se puede comenzar y parece ser cierto que, como repetía un antiguo jefe mío, “no hay problemas pequeños o grandes sino científicos pequeños o grandes”.

Dicho y concedido lo anterior, creo que, de todos modos, sigue siendo legítimo recortar dentro de la historia de la ciencia estos otros episodios vinculados con interrogantes sobre “la naturaleza” de las cosas o sus orígenes: ¿qué es la luz?, ¿cuál es el origen de la vida sobre la Tierra?, ¿cuál es la estructura del universo?, ¿cuál es su constitución última?, ¿cómo funciona el cerebro? Peter Medawar, premio Nobel de medicina y conocido escritor, en el capítulo 3 de sus Consejos a un joven científico recomienda adoptar, desde el comienzo, un tema importante: “el que desee efectuar descubrimientos importantes habrá de estudiar problemas importantes”. Problemas importantes fueron los que están detrás de los trabajos de Newton, Maxwell o Darwin. Curiosamente, estos tres personajes estuvieron fuertemente vinculados con una misma universidad: Cambridge (los 3 se graduaron allí y dos de ellos pasaron buena parte de sus días en ella); es decir que, dentro del perímetro de dos o tres kilómetros cuadrados, se pusieron los fundamentos de gran parte de lo que a fines del siglo pasado se entendía por ciencia. En la legendaria École Polytechnique de los primeros años, poco después de la Revolución francesa, enseñaban Monge, Lagrange, Laplace, Fourier, Poisson, Cauchy –¿habría suficiente “masa crítica”?–. Mi tesis es que es mucho más sencillo hacerse preguntas que importen bajo determinadas condiciones. Es cierto que no todas las teorías “mayores” tuvieron origen en este tipo de ambiente. Aunque Mendel haya sido bastante más conocido que lo que se asumía hace un par de décadas, de todos modos el monasterio de Brno no era precisamente el centro de la república de las letras a principios del siglo pasado. Algunos historiadores de la ciencia españoles, sobre la base del fenómeno único de Cajal, han discutido la hipótesis del “genio aislado” para explicar las peculiares características de la ciencia –o, más bien, la ausencia de ella– en la península. Wallace, que carecía de estudios universitarios, formuló su versión de la teoría de la evolución mientras estaba en el archipiélago malayo. Si bien estos y otros muchos casos muestran que los “centros” no son necesarios, el curso de la ciencia occidental considerado en su totalidad, parecería sugerir que son extremadamente convenientes.

¿Es posible describir y enumerar las circunstancias que favorecen la producción científica? Bueno, a esta pregunta –que no sé si calificaría de “grande”– han intentado responder científicos, sociólogos y administradores de la ciencia desde Bacon en adelante. Por supuesto, quedará sin respuesta en este mínimo ensayo que solo desea comunicar la intuición, recogida de la historia de la ciencia, de charlas con colegas y de alguna vaga experiencia personal, según la que, situado en determinadas atmósferas, uno se siente legitimado para dedicarse a asuntos de peso. ¿Por qué? Hay algunos indicios que –con perdón de los expertos– el sentido común quizás pueda encontrar por sí mismo. Para comenzar negativamente, yo encuentro que el volumen de los recursos materiales, si bien muy importantes, no son en absoluto indispensables y, mucho menos, los edificios: T. H. Morgan, el padre de la teoría cromosómica de la herencia, comenzó a trabajar en un cuartucho de la universidad de Columbia (llamado familiarmente el “cuarto de las moscas”, por la acumulación de frascos con Drosophila) –eso sí, tenía como estudiantes graduados a Sturtevant, Bridges y Muller (este último y Morgan recibieron el Nobel)–. Y también tenemos el ejemplo de los difíciles años en que comenzó a constituirse la tradición de investigación biomédica en nuestro país, con resultados sobresalientes y bien familiares a los lectores. Por el contrario, lo que sí es imprescindible, es que se haya reunido un grupo de gente suficientemente “buena” (mejor dicho, “muy buena”) con un espectro muy variado de campos y con suficiente reconocimiento social como para poder desentenderse de las angustias causadas por la excesiva estrechez económica. Para mantener esto funcionando bien, se requiere correlativamente que los que estén a cargo sean investigadores en actividad y tanto o mejores que el resto. Y no creo que haga falta mucho más –ni mucho menos– excepto la atmósfera, que es lo más difícil de definir y, por lo tanto, lo esencial. El “espíritu sutil” de dichos lugares, constituido por los que los habitan o habitaron, está tejido de una mezcla de tradición y ruptura. Lo que se ve es una fidelidad intransigente a la calidad, un sentimiento de libertad y cultivo de la imaginación, una tolerancia elástica con respecto de las “neuras” y excentricidades de los investigadores (la gente de este tipo posee egos sobredimensionados y es muy difícil de tratar), un sentido de entusiasmo contagioso, una vocación de obstinado rigor que se burle de los compromisos ajenos a la empresa intelectual, un ethos común que premie el mérito y desprecie la “chantada”, un orgullo de pertenencia, un estilo juguetón e iconoclasta (estas son cosas demasiado serias como para andar con formalidades) y una avidez por incorporar gente joven y valiosa que entienda de qué se trata realmente el juego y pueda continuarlo. Cuando se da esa mágica –o sobriamente racional– combinación de factores, entonces podemos sentirnos confiados en que, no importa cuánto ni cómo se pregunte, estamos tocando fondo, pisando sobre terreno firme, lejos del “como si” y el Ersatz, con la suficiente confianza para largarnos a hacer preguntas que importen, porque siempre habrá algún tipo de respaldo para poder aspirar a develar cualquier enigma, no importa cuan intimidante. Es así, me atrevo a suponer, como se contestan las grandes preguntas.

Miguel de Asúa

Miguel de Asúa

Doctor en medicina, UBA. PhD en historia, University of Notre Dame. Profesor titular, Universidad Nacional de San Martín. Investigador principal del Conicet.
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