A Ochenta años de la Reforma Universitaria

En repetidas ocasiones, a lo largo de los casi diez años de existencia de CIENCIA HOY, hemos comentado en esta columna algunos de los males que afectan a la universidad pública. Retomamos la cuestión en estos momentos en que se conmemoran los ochenta años de la Reforma, y lo hacemos en el convencimiento de que poco ha cambiado a lo largo de esa década como para que podamos sostener que el sistema universitario público responde mejor ahora a las demandas de la sociedad que lo sustenta. Por el contrario, parecería que mientras la sociedad cambiaba, las autoridades universitarias y muchas agrupaciones estudiantiles y docentes se fueron encerrando cada vez más en un circulo cristalizado de ideas, en una rígida actitud conservadora que no llamamos reaccionaria sólo por la falta de propuestas serias y bien fundadas de cambio-, la cual percibe como peligrosa toda iniciativa de evolución. Tal postura, que suele ampararse en las banderas de la protección de la educación pública, está basada en gran parte en el resguardo de privilegios corporativos y de posiciones de poder que poco tienen que ver con la vida universitaria o con las necesidades de la sociedad. Expresa el hecho de que, en muchas universidades nacionales, el poder real está en manos de un “funcionariado” con fuertes vinculos político-partidistas, que actúa por cuenta y orden del grupo al que pertenece y usa procedimientos incongruentes -por no denominar incompatibles con la vida académica. En tales circunstancias, no debe sorprender que el prestigio social de las universidades sea escaso y que ellas sean tratadas por el gobierno y percibidas por la opinión pública como un competidor más en el juego de presiones orientadas a obtener parcelas de poder.

Si dicha situación no se corrige, se hará cada vez más difícil que la Argentina tenga un sistema de educación superior de buena calidad. Por ello es necesario que la comunidad académica reflexione sobre las causas que dieron lugar a la actual situación y proponga medidas para revertir sus efectos. Para hacerlo es conveniente, ante todo, tener en cuenta el carácter fuertemente heterogéneo de las universidades. Luego es aconsejable hacer la importante distinción entre actividad académica -con su doble vertiente de creación y de transmisión de conocimiento, es decir, de investigación y de enseñanza-y capacitación profesional. Por último, es inevitable revisar los mecanismos de selección de docentes y alumnos, de gobierno y de financiación de las universidades. Además, no pueden desconocerse las dificultades materiales en que se debaten los claustros y los vergonzosos niveles a los que han caído las remuneraciones de los académicos, con la irritante e injustificada excepción de las de algunos funcionarios políticos (lo cual es una consecuencia más de los trastornos que se comentan). La financiación de la universidad, sin embargo, es asunto de tal complejidad que requiere otro debate que no trataremos en lo que sigue, si bien constituirá base indispensable para abordarlo.

Las, aproximadamente, tres docenas de universidades públicas que hay en el país integran un conjunto heterogéneo porque algunas tienen un tamaño descomunal y otras son muy pequeñas; algunas son tan antiguas como la nación o más y otras tienen muy pocos años de vida. Esa heterogeneidad también se advierte en las características de cada universidad, en particular en las de mayor tamaño, cuyas partes constitutivas difieren entre ellas casi tanto o más que las universidades entre si. Piénsese, sin ir más lejos, en la UBA, cuyas facultades tiene tan poco en común que sólo parece unirlas la agría e incesante disputa por el presupuesto que se ven obligadas a compartir. Pero tan marcada heterogeneidad intra e ínter universitaria contrasta con la uniformidad de los instrumentos políticos, administrativos y financieros con que el estado opera las universidades, basado en la falsa premisa de que son todas iguales, la cual aplica no sólo para realizar las asignaciones presupuestarias tradicionales sino, también, muy recientes e innovadoras acciones de promoción, como el programa FOMEC y el sistema de incentivos al docente investigador que instauró el ministerio de Cultura y Educación.

El segundo hecho para considerar es que la sociedad percibe a la universidad como el lugar en que se imparte capacitación para el ejercicio de determinadas profesiones, en especial, las llamadas profesiones liberales (concepto este que es hoy, por lo menos, cuestionable). Son pocos los que advierten la existencia de otro propósito en la universidad, anterior al mencionado y que, a la vez, constituye su fundamento, a saber, la creación de conocimiento y la educación de las mentes en el cultivo de este. Que la universidad sea un ámbito insustituible para hacer avanzar el conocimiento se aprecia en los países más avanzados, donde la investigación universitaria participa crecientemente en los procesos de innovación tecnológica, y en los cuales la mayoría de los estudiantes piensa que concurre a la universidad a obtener una educación, no a ser abogados, ingenieros o médicos. En la Argentina, la identidad de universidad con capacitación profesional es coherente y, posiblemente, la causa de que sólo una ínfima fracción del presupuesto universitario se destine a financiar investigación científica, y de que sea bajísimo el número de estudiantes que realizan estudios de postgrado orientados a obtener títulos académicos. Así, los alumnos de doctorado son menos del 1% de la matrícula, cifra que contrasta con la de universidades de los países avanzados, donde los estudiantes graduados constituyen entre el 20 y 40% del total de la matrícula.

Como consecuencia de lo anterior, en la mayoría de las universidades argentinas se registra una permanente tensión entre las demandas de la vida académica, orientada al libre análisis de la realidad, y las exigencias más perentorias y pragmáticas de la capacitación para el ejercicio de una profesión. Las características distintivas de estas dos actividades requieren ser reconocidas explícitamente, para poder analizar con seriedad temas muy específicos de política universitaria, como los requisitos para ser alumno, la función de un profesorado con dedicación exclusiva, la recaudación de fondos arancelarios o por servicios, etc.

En vastos círculos de la Argentina se adhiere a la idea de que la universidad debe aceptar a todos los que deseen cursar estudios en ella. También está difundido el concepto de que no se deben poner barreras a la continuidad de los alumnos en las aulas, aunque su rendimiento sea bajo. Por ello, recientes intentos de limitar la matrícula en algunas carreras o de exigir un rendimiento mínimo como condición de permanencia han levantado enconada resistencia. Ello explica el hecho de que el número de estudiantes enrolado en las universidades argentinas sea muy alto, pero que sólo una pequeña fracción se gradúe por año -5%, comparado con 15% en el Brasil o Chile-. Además, genera la paradoja de que el presupuesto universitario argentino, comparado con patrones internacionales, sea bajo si se expresa por estudiante y alto si se lo calcula por graduado.

Descomponer las cifras de matrícula y de gasto en dos categorias -la correspondiente a los estudios de tipo académico y la vinculada a la capacitación profesional-ayudaría a adquirir una mejor visión de la universidad argentina. Se comprobaría, por ejemplo, que la mayor parte de la población universitaria está matriculada en las carreras profesionales (e incluso, concentrada en unas pocas de ellas), y que la matrícula en muchas carreras académicas no sólo es baja sino, en algunos casos, insuficiente para las necesidades de un país con el grado de desarrollo económico y cultural de la Argentina. De ahí se podría deducir que hay bastante distancia entre estar a favor del derecho de que todos los que lo deseen obtengan una educación superior y postular un acceso igualmente universal a la capacitación profesional para ejercer profesiones lucrativas. También, parece necesario interpretar con cuidado los argumentos de que la masificación del ingreso impide a la universidad mantener la calidad de enseñanza, pues si bien ello podría acontecer en muchas de las carreras profesionales, en especial las tradicionales, no parece reflejar la situación real de los estudios con orientación académica.

Otra cuestión por revisar para que la universidad mejore su calidad es la forma de selección de profesores y alumnos, de suerte que se apliquen criterios relacionados con el mérito. Las universidades de buena calidad de todo el mundo dominan el arte de reconocer el mérito y de incentivar a sus miembros a que lo busquen, tanto a los docentes e investigadores como a los alumnos. Sus sistemas de gobierno, por otra parte, constituyen sutiles mecanismos, a la vez participativos y eficientes en su ejecución, fuertemente orientados a asegurar la calidad académica. En ese sentido, sorprende a veces que muchos, en especial los medios, se preocupen (con toda razón) por el escaso rendimiento de los estudiantes en pruebas de ingreso en la universidad, pero ignoren el rendimiento de amplios sectores de los docentes.

Los criterios de promoción de la calidad y el mérito constituyen, también, un poderoso catalizador del respeto por la libertad académica y el pluralismo ideológico, ya que, por su misma naturaleza, excluyen la adhesión ideológica como factor implícito u oculto de evaluación o decisión (algo no tan raro en el medio local), lo mismo que la posición social y la pertenencia a grupos del tipo que fueren. Así, el respeto por el mérito es una extraordinaria herramienta de igualación social y un elemento desencadenante de que la universidad se convierta en ámbito de libre discusión de cuanto tema interese al intelecto humano o preocupe a la sociedad. Estas consideraciones permiten rechazar fundadamente la frecuente falacia de atribuir carácter elitista a las exigencias de mérito.

Hoy las universidades públicas recurren a dos procedimientos para juzgar el mérito de sus docentes e investigadores: los concursos -por antecedentes y pruebas de oposición- y la mucho más reciente categorización del personal académico, mediante la cual asignan complementos salariales llamados incentivos a docentes investigadores. Ambos, sin embargo, arrojan hoy en día resultados discutibles, por las presiones corporativas, por la adopción creciente, por los claustros de prácticas ajenas a la vida universitaria y por la trama de relaciones de clientelismo o de patronazgo. Es así como concursos y categorizaciones se convierten, a menudo, en rituales burocráticos que privilegian la acumulación a través de los años de antecedentes de dudosa o nula importancia, lo cual consolida el statu quo y ahoga, desde su inicio, todo intento de cambio. Una de las características centrales de la actividad intelectual es la imprevisibilidad de sus resultados y la potencia de los chispazos de innovación, hechos imposibles de considerar con una mentalidad centrada en analizar fojas de servicios con fuerte sesgo escalafonario.

Revisar los procedimientos empleados, hoy, para evaluar la calidad y el mérito sería urgente. Su cambio por otros más eficaces en lograr ese propósito constituiría un salto importante en la vida académica, pero sólo podría llevarlo a cabo una conducción universitaria que no ceda a las presiones sectoriales, personales o partidistas. O, mejor aún, que no emplee como método de gobierno el distribuir retazos de poder y porciones del dinero de los contribuyentes entre quienes más ejercen esas presiones. Pero difícilmente pueda intentarse tal reforma -que seria el mejor homenaje de las generaciones actuales a la Reforma- con la modalidad de gobierno electivo que hoy rige en las universidades. Parece, por lo tanto, tiempo de empezar a pensar en nuevas formas de gobierno que respeten, por cierto, la autonomía, la libertad académica y la participación de los integrantes de los claustros en las decisiones, pero que sean capaces de promover la calidad y el mérito.

Permítasenos concluir invitando a la comunidad académica a debatir y encarar la cuestión. Es la única manera de evitar que la universidad caiga en un mayor descrédito y una creciente irrelevancia social, y que, en algún momento, reaparezcan las ‘soluciones’ autoritarias externas. Una universidad será una institución viable en una sociedad democrática si proporciona a esta nuevas ideas y la posibilidad de que se eduquen las jóvenes generaciones en un ámbito de libre indagación. Quienes la gobiernan deben ser elegidos esencialmente por la propia comunidad universitaria, sin injerencias del poder económico, del poder político o de estructuras partidistas, pero con mecanismos que aseguren el control social. Deben ejercer su mandato en un marco de austeridad republicana, con restricción de poder y por períodos limitados, además de estar expuestos a la luz pública y responder por el cumplimiento de sus responsabilidades académicas y legales.

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