Acceso abierto a publicaciones científicas

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En los últimos años, un tema por el que la comunidad científica viene mostrando creciente interés es distribuir los resultados de la investigación entre sus miembros, sin costo y sin otras barreras de acceso. El debate que el asunto suscitó ha ido acompañado por algunas decisiones drásticas tomadas en ámbitos oficiales. Así, Alemania y Suecia excluyeron el uso de dinero organismos públicos para pagar suscripciones a revistas de una de las editoriales más importantes, la firma holandesa Elsevier, fundada en 1880, que publica unas 2500 revistas en las que salen anualmente alrededor de 470.000 artículos. Algo semejante hizo el estado de California. La Unión Europea estableció el Plan S, por el cual, a partir de 2020, los resultados de la investigación que financie deben ser de libre acceso, y en la Argentina la ley 26.899, reglamentada en 2016, también establece la obligación de dar acceso libre y gratuito por medios digitales a resultados de investigaciones financiadas con dinero público.
El paradigma tradicional acerca de cómo se dan a conocer los resultados de la investigación científica –esencialmente, publicándolos en lenguaje técnico en revistas especializadas luego de su revisión por árbitros calificados– fue cuestionado por alguien apelando a la siguiente ironía. ‘Imagínense’, habría explicado el autor del cuestionamiento, ‘que sospecho de la fidelidad de mi pareja y contrato a un detective para que investigue su conducta. Este, por supuesto, me solicita dinero para los gastos de su trabajo con el respaldo de un presupuesto detallado, y me asegura que, en un tiempo razonable, cuya duración acordamos, averiguará qué está pasando. Al cabo de ese lapso, me presenta una rendición muy precisa de los gastos incurridos, pero cuando lo interrogo acerca del resultado de su investigación –que es lo único que me interesa– me dice que aparecerá en una inminente edición de la revista Journal of Research into Marital Fidelity (el 80% de las publicaciones científicas mundiales está en inglés), a la que se accede por suscripción. Decepcionado, le pido que, por lo menos, me revele la evidencia que sustenta sus conclusiones y me responde que los datos son confidenciales, así como los métodos que utilizó para obtenerlos. Le pregunto, ya desesperado, de cuáles fuentes los obtuvo, y me responde muy seguro que ellas también son confidenciales. Dispuesto a desafiarlo, argumento que no me deja ver los resultados porque no averiguó nada o hizo un trabajo tan pobre que lo avergüenza mostrarlo. Ofendido me responde que la revista que publicará sus resultados hace evaluar por otros detectives internacionalmente reconocidos todos los manuscritos que le llegan, que es uno de los órganos más exigentes de la disciplina y que está en el primer cuartil de las publicaciones científicas más citadas. Totalmente abrumado vuelvo a casa y procuro suscribirme a la revista, pero descubro que hacerlo como individuo me resulta carísimo. También advierto que la Sociedad de Cónyuges Engañados, a la que me asocié, está suscripta, y que su biblioteca la pone a disposición de sus socios junto con muchas otras, dado que compra un paquete de ellas (también a un formidable precio)’.
Sustituya el lector ‘cónyuge engañado’ por ‘Estado’ y ‘detective’ por ‘comunidad científica’, y tendrá una descripción que, a pesar de su índole caricaturesca, refleja notablemente bien los mecanismos actuales de difusión de los resultados de la ciencia financiada con dinero público, en especial en el conjunto de disciplinas que solemos llamar ciencias exactas y naturales. En las humanidades y las ciencias sociales las cosas son algo distintas, en parte por la importancia que todavía conserva el libro como vehículo para la difusión de resultados de la investigación científica, y en parte por la mayor diversidad de medios de difusión.
Adviértase que en lo anterior solo nos hemos estado refiriendo a difundir los resultados de investigación, y no a todo el procedimiento de producción científica, que en otras cosas difiere netamente de lo relatado en el párrafo precedente. Así, sin ir más lejos, la abrumadora mayoría de la investigación mundial no se emprende por encargo sino por iniciativa de los propios investigadores, sin perjuicio de que los organismos estatales de fomento consideren prioritarios ciertos temas a la hora de elegir proyectos a financiar. Aunque en cuanto a difusión de resultados nuestro relato resulte por completo ridículo, es sin embargo aceptado como un mecanismo normal, y hasta meritorio, por una parte sustancial de la comunidad científica de dichas disciplinas.
No se llegó a esta situación por la perversidad de algún conjunto de individuos, sino por la lenta evolución de los modos de producir conocimiento. La investigación científica como la conocemos hoy comenzó principalmente en Europa hacia el siglo XVII, en bibliotecas, gabinetes y laboratorios privados pertenecientes a unos pocos individuos curiosos (y por lo común adinerados). Continuó en el ámbito de sociedades científicas que ellos formaron o de academias creadas por las monarquías, instituciones que comenzaron a publicar revistas para difundir las teorías y los descubrimientos. En el siglo XIX tomó cuerpo la investigación científica en ámbitos universitarios, primero en Europa y luego en los Estados Unidos, la que con el tiempo se convirtió en dominante y, para las primeras décadas del siglo XX, se había extendido a otros continentes. Después de la Segunda Guerra Mundial, en el marco de la Guerra Fría, el acceso al conocimiento científico se tornó en un recurso militarmente estratégico pero, concluida esta, cobró fuerza y terminó por imponerse la idea de que la ciencia constituye un bien público internacional.
En grandes números, hoy el 35% de la producción científico-tecnológica mundial se financia con dinero provisto por los Estados, independientemente del tipo de entidad en que se desempeñen los investigadores. Los resultados de esa investigación, en consecuencia, serían por definición bienes públicos de libre acceso, y son precisamente aquellos a los cuales más se aplica el relato inicial sobre los mecanismos que frustraron tal libertad de acceso.

El 65% restante de la producción científico-tecnológica mundial se paga con dinero de empresas en busca de servirse de dichos resultados para mejorar productos que comercializan o para crear productos nuevos. Un número importante de esos resultados, también por definición, pertenece a la clase de los bienes privados, de acceso restringido, lo cual efectivamente se pone en práctica por otra vía: mediante un muy complejo entramado de derechos de propiedad y de patentes, establecidas en la legislación de diferentes países, que los protegen.

La claridad de esta explicación, sin embargo, que lleva a buscar sencillas medidas para poner las cosas en su lugar, se desdibuja en la práctica por muchas razones, entre ellas las características del mercado editorial científico, que es un oligopolio bilateral, pues las transacciones están concentradas en un número reducido de vendedores –las grandes editoriales científicas– y un número reducido de compradores –las bibliotecas académicas, muchas veces unidas en grupos para negociar en bloque–. Del lado de los vendedores la concentración resulta favorecida porque los mejores investigadores quieren publicar en las revistas más prestigiosas, que son las más leídas, y a su vez, los investigadores leen las revistas en las que publican los mejores de sus colegas. Debido a este sistema, las revistas más leídas gozan de importantes ingresos, proporcionales a la cantidad de lectores que logran atraer. El mercado de las publicaciones científicas también se tiende a concentrar porque las editoriales ganan ofreciendo vender paquetes de muchas revistas distintas por un precio global, lo que las ha llevado a comprar editoriales menores e incluso, contra un pago anual muy atractivo, los derechos exclusivos de publicar revistas de asociaciones científicas, mientras que los compradores de muchos países, incluida la Argentina, realizan sus compras de modo unificado, con frecuencia con intervención de su gobierno, que en última instancia financia la mayoría de las bibliotecas académicas. Es así que en el decenio 1995-2005 el costo de las suscripciones a revistas científicas creció alrededor de 300% en moneda constante, y otro 200% en el decenio 2005-2015. Se estima que en la actualidad el gasto anual conjunto de los países latinoamericanos en suscripciones a revistas científicas excede los 150 millones de dólares.

El modo tradicional de difundir resultados de investigación tiene, sin embargo, importantes virtudes, que explican su éxito a lo largo de décadas. El más importante es que permite ejercer, mediante el sistema de arbitraje (peer review), un eficiente control de calidad de lo publicado. Si bien tal sistema no está exento de rigideces y fallas, en líneas generales funcionó y funciona bien. Por su parte, algunos de los rasgos del acceso abierto crean peligros y dilemas ausentes en el modo tradicional, pero por ahora sin manera de evitar en el nuevo. Entre esos peligros, quizá el mayor sea la dificultad de discernir entre investigación genuina realizada por profesionales competentes e investigación espuria o seudoinvestigación publicada por aficionados o embaucadores. El nuevo sistema, por otro lado, hace más difícil evitar que se disemine información confidencial, ya sea en violación de la privacidad de personas, en detrimento de legítimas aspiraciones comerciales o perjudicial para objetivos o políticas de organismos públicos (como una universidad nacional o el Conicet en procura de patentar un descubrimiento). También es comprobadamente riesgoso dar acceso directo al público a conclusiones y procedimientos de investigación médica, o, más generalmente, poner en manos de aficionados investigaciones complejas cuyas conclusiones solo pueden interpretar los especialistas. Y sin duda el acceso libre hace más difícil interceptar el plagio antes de su diseminación.
Como se advierte, el acceso abierto plantea cuestiones que exceden largamente a los modos de circulación del conocimiento científico. El debate que suscita, por otro lado, es parte de uno mayor, inscripto en un movimiento denominado Ciencia abierta, que, para algunos de sus propulsores, apunta a poner la investigación científica, incluidos datos, fuentes, métodos, evaluaciones por pares, experimentos, programas de computación, etcétera, a disposición de todos, profesionales o aficionados. Tal concepción, aún poco precisa, significaría repensar radicalmente la forma de hacer ciencia, de promoverla y de administrar los organismos públicos o privados que la cobijan. También obligaría a repensar la manera en que las normas legales deben adaptarse y los dineros públicos utilizarse para optimizar el rendimiento social del gasto en esta actividad tan fundamental para el progreso de la sociedad.

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