Ciencia ¿Hoy?

Los aniversarios siempre incitan a la reflexión o, por lo menos, proporcionan una buena oportunidad para ella. Algunos, por el singular atractivo de los números redondos, estimulan de manera irresistible a emprender tales ejercicios. El décimo aniversario de CIENCIA HOY es, sin duda, uno de estos. El haber alcanzado los diez años de vida llevó naturalmente a la revista a preguntarse si estaba logrando bien la función para la que fue creada -procurar que el gran público comprenda y valore la índole y las características de la labor científica- y si podía encontrar maneras de cumplirla mejor. La llevó, también, a querer saber más acerca de cómo la sociedad percibe a la ciencia y a los científicos, por lo cual decidió realizar una encuesta que revelara la opinión de la gente.

Los resultados de la encuesta se resumieron en el número 48 y fueron comentados por diversos miembros de la comunidad académica en los términos que se sintetizan más adelante en esta entrega. No por esperadas, algunas de las conclusiones de esa encuesta fueron menos decepcionantes para muchos integrantes de aquella comunidad. Ello sugiere dar un paso más e indagar no sólo cómo divulgar mejor aquella ciencia que se hace en el país sino, también, cuál es el sentido, si existe alguno, de hacer ciencia en la Argentina de hoy. La oportunidad de formular tal pregunta parece más que adecuada a la luz de otros dos aniversarios que se nos vienen encima y traen su propia carga de interrogantes. Uno, como es obvio, es la llegada del 2000, que, dejando de lado la exactitud numérica del calendario en beneficio del mencionado atractivo de las cifras redondas, se toma como el pasaje de la humanidad a un nuevo siglo y milenio, en los que las sociedades y sus relaciones no serán iguales a las que se observaron en las últimas décadas del siglo xx. El otro aniversario que se aproxima, casi coincidente con el anterior, marca el fin de la larga presidencia de Menem y abre, también, su propia serie de incógnitas, relacionadas con la continuación o modificación de las políticas públicas, las prácticas y los rasgos sociales implantados en una década de reformas aceptadas o discutidas, exitosas o fracasadas. Si se piensa en las características de este doble contexto, nacional y universal, se advierte que la pregunta acerca del sentido de realizar actividad científica en el país no sólo resulta particularmente relevante sino, también, compleja para contestar. Por de pronto, a poco que se reflexione se advertirá que las respuestas tradicionales, aunque conserven mucha de su vigencia, necesitan adquirir nuevas dimensiones para amoldarse a las actuales circunstancias nacionales y mundiales. La más frecuente de esas respuestas, tanto si uno analiza la encuesta efectuada, como si escucha a amplios sectores de la comunidad científica, es la que relaciona la investigación con la tecnología y con las aplicaciones prácticas del conocimiento. En un pasado no tan lejano, cuando aun los países de segunda línea se proponían realizar desarrollos tecnológicos independientes para alcanzar la mayor autonomía industrial posible, tenían fuertes argumentos para promover una importante actividad científica sobre la que apoyar la elaboración tecnológica.

Esta era la situación argentina en la década de los sesenta, cuando se organizó el sistema científico tecnológico que, con las magulladuras que fue sufriendo a lo largo de los años, aún subsiste. Pero en los tiempos actuales, ese esquema industrial ha perdido vigencia, con lo que la justificación de la ciencia en los términos de entonces, como la base de una tecnología nacional, quedó debilitada. Ello no significa que, con la llamada ‘globalización’, se haya eliminado la posibilidad de establecer nexos entre la producción científica y el mundo económico. Mucho menos debe concluirse que en el contexto actual carece de sentido realizar investigación fuera de los países adelantados. La conclusión adecuada es que, dada la movilidad internacional de bienes, capitales y tecnología, sólo puede servir de base a la última aquella investigación cuya calidad sea internacionalmente competitiva. Así como la industria nacional protegida -incapaz de competir en los mercados externos- resulta ahora inviable, se han abierto oportunidades lucrativas para los productos que puedan entrar en esa competencia. La formación de conocimiento de importancia tecnológica tiene un mercado internacional en el que un país como la Argentina tendría que encontrar nichos en los que tenga ventajas competitivas. Lo esencial del argumento que justifica la producción científica por su relevancia económica, en consecuencia, no sólo conserva su valor sino que lo ha incrementado en el mundo crecientemente tecnológico y unificado de este fin de milenio. Pero, como se advierte, la orientación de la actividad científica y tecnológica a la cual conduce ese argumento ya no es la de hace tres o cuatro décadas, por lo que también son distintos la justificación social y política del gasto en ciencia, los mecanismos de promoción apropiados y la clase de institución más adecuada para la labor científica. La segunda respuesta al interrogante sobre el sentido de hacer ciencia en el país se relaciona con el nivel educativo y cultural de los ciudadanos. Posiblemente, esta línea de explicación tenga hoy más importancia que antes, en sociedades más pluralistas y más participativas, y en las que muchas decisiones individuales y colectivas deben apoyarse en una comprensión básica de fenómenos científicos o tecnológicos complejos. Nuevamente, ello conduce a formas de enseñar, practicar y difundir la ciencia que deben innovar considerablemente con respecto a lo aceptado en las últimas décadas -por ejemplo, en lo que hace a la relación entre ciencia y educación general-. Plantea, pues, el destacado objetivo de lograr que la población no sólo valore la ciencia sino, más relevante, que entienda sus principales conceptos y adquiera una cultura cientifica (science literacy, dicen en el mundo anglosajón). En el siglo xxl, la persona educada, que antes solía poseer una cultura principalmente literario humanista, tendrá que agregar a esta una generosa dosis de ciencia y tecnología. La conclusión anterior no es nueva. Es, precisamente, la tesis que se difundió en los Estados Unidos cuando, como consecuencia de la conmoción causada por la puesta en órbita en 1957 del primer satélite artificial de la Tierra, el Sputnik, por parte de los soviéticos, se lanzó tanto el programa espacial norteamericano -que culminó con el primer desembarco humano en la Luna en 1969- como un gran esfuerzo nacional por mejorar la enseñanza de las ciencias en las escuelas, aumentar el número de estudiantes de ciencia y tecnología en los colleges y universidades, y difundir una cultura científica entre el gran público.

Una de las consecuencias de ese esfuerzo, dicho sea de paso, fue la creación de un tipo de entidad que conoció bastante éxito en ese país y que no logró más que una tenue presencia en la Argentina: el centro interactivo de ciencia, destinado tanto al público general como a reforzar el sistema educativo (los primeros centros interactivos -que aún se cuentan entre los más atrayentes- datan de finales de los años sesenta y fueron el Exploratorium, en San Francisco, y el Ontario Science Centre, en Toronto). Preocupaciones similares, basadas en el mismo argumento de la necesidad de lograr que la población sea científicamente culta para estar a la altura de los tiempos, cundieron en los países europeos y otros. Además, llevaron a descubrir (en términos no muy distintos de los que reveló la encuesta de CIENCIA HOY) la debilidad de las nociones del público acerca de la ciencia, así como a intentos de reforma educativa. Pero hoy se advierte que una cosa es señalar la deficiencia y proponerse corregirla, y otra muy distinta, lograrlo. Diferentes estudios y mediciones realizados a lo largo de los años no han indicado que se efectuaran, al parecer, grandes progresos. En 1985, la Royal Society de Gran Bretaña publicó un informe (The Public Understanding of Science, Londres) en el que ponía de manifiesto que la población de allí, sin distinción de nivel socioeconómico, no consideraba que la ciencia fuese parte de su cultura, a pesar del creciente cometido de la ciencia y la tecnología en su vida cotidiana. Lo mismo explicaba la revista Nature en 1989 (John Durant et al., “The Public Understanding of Science”, 6 de julio). En los Estados Unidos, en 1989 un investigador utilizó tres criterios para establecer la cultura científica del público: comprensión del proceso de la ciencia; comprensión del lugar ocupado por la ciencia y la tecnología en la sociedad, y conocimiento elemental de hechos y terminología científicos. Concluyó que no más del 6% de los norteamericanos adultos podían considerarse scientifically literate, es decir, científicamente letrados (Jon Miller, Scientific Literacy, Northern Illinois University). Tampoco se oyeron muchos gritos de triunfo entre quienes se empeñaron por llevar de manera sistemática, la ciencia a la escuela, aunque sin duda haya casos de experiencias individuales y aisladas sumamente exitosas (por ejemplo, el Belmonte Laboratory, de la Universidad Hebrea de Jerusalén o el Thomas Jefferson High School, en Alexandra, a las afueras de Washington). En 1991, la National Science Foundation (NSF) de los Estados Unidos lanzó un generosamente financiado programa (Statewide Systemic Initiatives) con el propósito de lograr que los estudiantes primarios y secundarios de ese país ‘se contaran entre los mejores del mundo en ciencias y matemática’ (Science, 282, 4/12/98, pp.1800-1805). Como lo indica su nombre, trató de actuar sobre el conjunto del sistema educativo de cada estado federal que aceptó participar (en los EE.UU. la educación es responsabilidad de los estados: el gobierno federal no aporta más que el 6% del presupuesto anual de la educación pública, que asciende a unos 400.000 millones de dólares).

Veintiséis estados recibieron ayuda por cinco años consecutivos para ejecutar planes de su propia autoría (la NSF no cree en soluciones impuestas verticalmente). Cuatro no pudieron cumplir con ellos y perdieron el subsidio, y a ocho se les acordó una renovación por otro quinquenio. En total, contando también dos programas complementarios ejecutados respectivamente en ciudades con numerosa población pobre y en áreas rurales, se invirtieron seiscientos millones de dólares en siete años. Una evaluación minuciosa e independiente del programa señaló, entre otras cosas, que ‘su impacto resulta extremadamente difícil de medir’, y que la evidencia de que haya mejorado el rendimiento de los alumnos, como resultado directo del programa, ‘es aún más tenue’. Una ex integrante de la NSF comentó: ‘En el fondo sabíamos que abordar todo un estado era una labor imposible’. De todos modos, los evaluadores indicaron éxitos parciales y juzgaron que, en por lo menos Puerto Rico, donde se destacó la calidad de la dirección local, el progreso fue notable. Si llevar la ciencia a la escuela y al gran público es una tarea en la que los países más avanzados, que lo vienen intentando desde hace treinta o cuarenta años, sólo tuvieron éxito limitado, en la Argentina, donde los intentos, si bien existen, han sido mucho más escuetos (permítasenos indicar el envío de CIENCIA HOY a todas las escuelas secundarias por parte del Ministerio de educación como uno de ellos), el camino que falta recorrer parece interminable. Por eso es importante que avancemos más rápidamente por él. Tenemos la ventaja de que podemos aprender de la experiencia ajena. Ella nos dice que no hay solución simple ni fórmula garantizada de éxito. Hay un amplio campo de posibilidades por experimentar, y hay que hacerlo sabiendo que a veces se obtendrán buenos resultados y otras, no. También es necesario realizar un esfuerzo por esclarecer las razones que justifican o, mejor dicho, hacen necesario tener ciencia en países como la Argentina al iniciarse el nuevo siglo, para poder responder con argumentos sólidos y bien fundados a las dudas del público expresadas en el titulo de esta nota y puestas de relieve en la encuesta promovida por CIENCIA HOY.

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