El sector de ciencia y tecnología ante la Ley de Economía del Conocimiento

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En mayo de 2019 el Congreso Nacional sancionó la ley 27.506, llamada de Economía del Conocimiento, que fue reglamentada por decreto 708. La norma extendió el régimen de la ley 25.922, sancionada en 2004 y llamada de Promoción de la Industria del Software, que vencía el 31 de diciembre de 2019, hasta 2030, e incluyó en él actividades adicionales que hicieran uso intensivo de la innovación, como la biotecnología y la nanotecnología. En el momento de escribir el presente editorial se ha abierto una discusión sobre si son convenientes tanto esa extensión del plazo de vigencia de la primera ley como la de sus disposiciones a nuevos sectores establecida por la segunda. Dado que esas disposiciones son esencialmente el otorgamiento de beneficios fiscales, puede pensarse que, independientemente de cómo termine la discusión, algunos de ellos serán suprimidos. En lo que sigue consideraremos brevemente cuáles son esos beneficios, cómo funcionó la ley del software, qué cometido le cupo al sector de ciencia y tecnología con relación a ella y cuál le cabe en el presente de cara al futuro.

La ley de promoción del software estableció que por diez años (prorrogados a su vencimiento por cinco adicionales) las empresas vinculadas con ese rubro gozarían de estabilidad de los tributos nacionales directos, un crédito fiscal aplicable a la cancelación de impuestos nacionales y la desgravación del 60% del impuesto a las ganancias. Pasados quince años de la puesta en marcha de la promoción, según el análisis de una reconocida consultora, si bien hasta 2017 el costo fiscal por los beneficios otorgados y el mayor ingreso para el fisco por incremento de la actividad habrían sido aproximadamente iguales, la ley causó una expansión del empleo en el sector y tuvo un efecto neto positivo sobre la balanza de pagos.
Más allá de lo último, nos interesa señalar aquí que este régimen tuvo poca repercusión sobre el sector de ciencia y tecnología considerado en conjunto, excepto, claro está, para personas, empresas o instituciones vinculadas con el software. La ley creó el Fondo Fiduciario de Promoción de la Industria del Software (conocido como Fonsoft), que permitió financiar programas y proyectos de universidades, de organismos de ciencia y tecnología y de pymes, pero fue poco exitoso y terminó desapareciendo.

La nueva Ley de Economía del Conocimiento tiene la meta de duplicar la cantidad de puestos de trabajo en los sectores a los que se aplica y generar al cabo de un decenio unos 15.000 millones de dólares anuales de exportaciones (en 2019, el total de las exportaciones del país alcanzó los 65.000 millones de dólares). Las nuevas actividades beneficiadas por la ley, en adición al software, se originaron y desarrollaron mayormente en universidades y organismos de ciencia y tecnología, lo que lleva a anticipar que la nueva norma podría generar interacciones mutuamente provechosas entre dichas instituciones y el sector empresario. Para recibir los beneficios de la ley, las empresas deben obtener el 70% de sus ingresos de las actividades promovidas y, además, (i) obtener la acreditación de calidad de sus procesos; (ii) invertir 3% de sus ingresos en investigación y desarrollo u 8% en capacitación de empleados, y (iii) exportar por lo menos por el valor del 13% de su producción.
La ley no promueve, menciona o sugiere cursos de acción directa para vincular las entidades de ciencia y tecnología con las empresas. Aunque menciona al Fondo Fiduciario para el Desarrollo de Capital Emprendedor –creado por la ley 27.349, llamada de Apoyo al Capital Emprendedor, sancionada en noviembre de 2016, que regula los sistemas de financiamiento colectivo denominados crowdfunding–, no incluye a las entidades de ciencia y tecnología en posición destacada. Además, dado que fue concebida como una extensión de la ley de promoción del software, conservó el artículo 4º de esta, por el cual se excluye de los beneficiarios a quienes realicen desarrollos para uso propio, ya que procuraba apoyar software orientado a la exportación. Así, si Y-TEC, la firma más importante del país en materia de investigación y desarrollo para la industria energética, cuyo 51% es controlado por YPF y el 49%, por el Conicet, realizase un desarrollo tecnológico para, digamos, Vaca Muerta, no podría acogerse a los beneficios de la Ley de Economía del Conocimiento, porque sería para uso propio (aunque también sustituyese importaciones, que tendría el mismo efecto sobre las cuentas externas que exportar).

Otra cuestión importante, relacionada con lo anterior, es la producción pública de medicamentos y vacunas, tema de uno de los artículos centrales de este número (página 15), que también ha sido testigo de las políticas erráticas sobre ciencia y tecnología aplicadas tanto al medio académico como a los organismos estatales y a las empresas. La producción pública de medicamentos y vacunas es, sin embargo, una actividad con características diferentes de las que exhiben muchas de las que típicamente son el blanco de la Ley de Economía del Conocimiento. Ello es así por la particularidad de sus objetivos en materia de salud pública, por la índole de sus mercados (al mismo tiempo con rasgos de oligopolio y de oligopsonio) y por la posible función de la producción pública como garantizadora del abastecimiento y reguladora del precio al consumidor. Es cierto que la producción pública de medicamentos y vacunas tendría, además, funciones económicas en común con las industrias del software, biotecnológicas o nanotecnológicas en materia de empleo, capacidad empresaria, productividad y balanza de pagos.

Los organismos de ciencia y tecnología se han mantenido como observadores –aunque no neutrales– de todas estas actividades y de sus oscilaciones. Se ven a sí mismos, en especial si pertenecen al medio académico, ante todo como generadores de un conocimiento cuyo valor se determina por la opinión de pares más que por las posibilidades de su aplicación.

Históricamente, tanto los organismos públicos como las empresas se han interesado más por el conocimiento generado para sustituir importaciones que para exportar. Según la Encuesta Nacional de Dinámica de Empleo e Innovación (citada en la página 20), en 2015 el 77% de las empresas no estableció vínculos con instituciones orientadas a fomentar y desarrollar actividades de innovación; del 23% que sí lo hizo, el 45% requirió solo pruebas y ensayos, y el 55% (es decir, un escaso 13% del total) demandó capacitación o desarrollo y mejoras de productos. O sea, la vinculación entre organismos de ciencia y tecnología y empresas, que siempre fue modesta, lo sigue siendo.

En estos tiempos –que quizá en esto no sean tan diferentes de otros tiempos, ni de otros países– son muchos los problemas que enfrenta nuestra sociedad y que requieren ser resueltos. Hoy han tomado preponderancia aquí, lo mismo que en varios otros lugares, la desigualdad social y sus consecuencias, la flagrante pobreza relativa y a veces también absoluta, y la disparidad de oportunidades en el acceso a la educación, la salud y la vivienda. También entre nuestras preocupaciones cotidianas están la inseguridad y el acceso a la justicia, con el telón de fondo de la cuestión ambiental en sus variadas facetas, desde el cambio climático a la congestión urbana, desde la contaminación de aguas superficiales y subterráneas hasta la marea de desechos plásticos que todo lo invade, y desde la pérdida de la biodiversidad al retorno de enfermedades extinguidas y la aparición de nuevas.

Este es el marco en el que se discute la conveniencia de que entren en vigor las disposiciones de la Ley de Economía del Conocimiento. A la tendencia que se ha advertido en el ánimo del público a enfatizar los rasgos negativos de ese marco, sintetizados en el párrafo precedente, contrapongamos el comentario de que también posee otros positivos. Con el cambio de gobierno el funcionamiento político argentino ha mostrado una madurez claramente superior a la que exhibió en el pasado en tales situaciones, y mientras no deja de oírse que el sistema educativo ha sufrido un enorme deterioro en las últimas décadas, también se constata que más del 50% de la cohorte de jóvenes de entre 18 y 24 años cursa educación terciaria (universitaria o no universitaria). Lo último conforma un recurso que alienta a concebir un ambicioso programa de innovación para el sector académico de ciencia y tecnología, que pueda también llevar innovación al mundo empresario.

El momento parece propicio para insistir en la importancia de encarar dicho programa, de incluir su discusión en el debate público y de examinar con cuidado todas sus aristas. En nuestra visión, ese programa no debería dejar de lado las formas aceptadas de antiguo de crear conocimiento, impulsado por la curiosidad intelectual, en un contexto de libertad académica, ni relajar las exigencias de calidad juzgada por pares. Debería empeñarse por construir un sistema armónico de distintas clases de conocimiento en el que los recursos para que unas crezcan no provengan de quitárselos a las otras. Formulamos en consecuencia una invitación (o un desafío) a todos los integrantes de la comunidad científica: imaginar maneras creativas de formular un programa de ciencia y tecnología que esté a la altura de este convulsionado y esperanzado siglo XXI.

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