Ética, ciencia y divulgación

Existe amplio acuerdo acerca de que determinadas ramas de la investigación científica, como las disciplinas biomédicas que realizan experimentos en seres humanos, requieren ajustarse muy cuidadosamente a determinados criterios éticos. Pero no son las únicas cuya praxis debe realizarse en un marco ético, aunque tal vez sean aquellas en las que su violación tenga las consecuencias más obvias y que más gravemente afecten a la sociedad. Es común que los organismos de promoción de la actividad académica hagan públicos los criterios éticos que consideran aplicables a la investigación. Así, en el Canadá, los tres consejos nacionales de fomento científico (Medical Research Council, Natural Sciences and Engineering Research Council y Social Sciences and Humanities Research Council) difundieron unos criterios generales bajo el título de ‘Integridad en la investigación’ (lntegrity in Research and Scholarship: a Tri Council Policy Statement, enero de 1994).

Además de los principios comunes a todas las disciplinas, están los que se aplican específicamente a cada una. El caso particular que deseamos tratar en este editorial es el de la investigación antropológica. La cuestión viene al cuento de ciertos acontecimientos que tomaron estádo público hace pocas semanas por haber recibido amplia difusión en la prensa general. Nos referimos al hallazgo de restos humanos momificados en cumbres andinas del noroeste del país, donde se desempeña un equipo de arqueólogos financiados por la National Geographic Society de los Estados Unidos, entidad sin fines de lucro célebre por su mundialmente difundida revista. Las noticias periodísticas nombraron, entre los responsables de las tareas, a un investigador norteamericano que trabaja en la región andina y a una arqueóloga argentina que se desempeña como becaria del CONICET en un instituto de la UBA en Tílcara. Los artículos aparecidos en la prensa pusieron énfasis en la hazaña de montañismo que significa excavar para hallar restos humanos enterrados, muchas veces, a más de 6000m de altura; en que la región constituye ‘un yacimiento de momias de importancia mundial’, y en detalles macabros como el estado de conservación y los atuendos de los cadáveres, bien ilustrados con fotografías y croquis. En lo que parece haber sido una reacción aislada, un lector de La Nación escribió una carta, que el diario publicó el 13 de abril último, expresando ‘estupor por el tratamiento que se les da a esos restos’ de personas pertenecientes a antiguas culturas, inhumados según ‘ritos y creencias tan respetables y exóticos’ como podrían ser los actuales dentro de cierto número de años. Conjeturó dicho lector que ello sucede por tratarse de indígenas, lo que constituye un episodio más de la historia de ‘discriminación, soberbia y desprecio’ con que han sido tratadas tales culturas. Para dar más fuerza a su argumentación, se preguntó ‘¿por qué no exhibir -por razones educativas y de curiosidad- algún ancestro del siglo pasado de los arqueólogos o directores de museos, con los objetos personales con que fueron inhumados?’

Los argumentos de la carta publicada por La Nación no solo están bien fundados en cuestiones de sano sentido histórico, de respeto por los derechos humanos y hasta de elemental decencia, sino también porque se apoyan en los principios éticos relevantes para la investigación arqueológica y antropológica, que nadie trajo a colación. En un congreso mundial de la primera de dichas disciplinas, reunido en 1990 en Barquisimento, en Venezuela, se aprobó un conjunto de criterios cuya aplicación nos parece imprescindible (véase CIENCIA HOY, 25:16-19). Tres de ellos son particularmente importantes para el caso que comentamos de las momias andinas; sostienen la necesidad de que los investigadores:

i. obtengan el consentimiento informado de representantes de los pueblos indígenas cuya herencia cultural será objeto de investigación;
ii. garanticen que los resultados de su trabajo sean presentados con deferencia y respeto a los pueblos indígenas, y
iii. no remuevan restos humanos de pueblos indígenas sin el expreso consentimiento de estos.

Ignoramos si el primero y el tercero de estos principios fueron respetados, aunque las noticias periodísticas por las que nos guiamos no inducen a ser muy optimistas. Pero no tenemos dudas acerca de que, con intención o sin ella, por ignorancia, frivolidad u otro motivo que desconocemos, se violó el segundo principio. Se incurrió en una impúdica exhibición de restos que debieron haber sido tratados con más respeto, y en una falta de consideración, rayana con el desprecio, por la humanidad de los integrantes de una antigua cultura indígena. No es intención de estos editorialistas erigirse en jueces del caso en cuestión, sino que tratan de crear conciencia de la necesidad de aplicar seriamente y con el mayor cuidado las salvaguardas éticas en casos como el que se analiza.

Situaciones parecidas se presentaron en los Estados Unidos con restos humanos, artefactos y construcciones de los grupos indígenas de ese país. Los arqueólogos y antropólogos han debatido intensamente acerca de cómo aplicar principios éticos similares a los transcriptos y los han difundido, junto con ese debate, por los medios masivos de comunicación, para beneficio del público general que, a su vez, se sumó al debate. Por ejemplo, la Smithsonian Institution enfrentó y resolvió a veces satisfactoriamente y otras no tanto muchas situaciones de este tipo. También se ha visto envuelta en conflictos, de los que salió como pudo, en ocasiones no demasiado bien. Pero en ese país, la sociedad, con los científicos a la cabeza, enfrentó con madurez y dignidad estas difíciles cuestiones. Pudo en ocasiones equivocarse, pero no dejó de asumir su responsabilidad.

No se nos oculta que, frecuentemente, los principios en cuestión son difíciles de aplicar, tanto más cuanto más antiguos sean los restos, entre otras razones, porque puede haber desacuerdo sobre quiénes son los descendientes de los indígenas que se investiga. Incluso, en más de una ocasión se generaron conflictos entre grupos rivales que se disputaban restos y, con frecuencia, por debajo de reclamos y de enfrentamientos se han ocultado luchas por el poder político o intereses económicos. Pero estos principios tienen un valor que es independiente de la dificultad de su aplicación o del abuso que se haga de ellos. Una pregunta a hacerse siempre, cuya respuesta hubiese sido deseable que los arqueólogos hubieran revelado a la prensa en el caso que tratamos, es qué importante razón científica justifica que se alteren antiguas tumbas y qué medidas se tomaron para tratarlas con respeto. Ni una palabra trascendió al respecto.

En varios lugares de la Argentina, grupos indígenas han comenzado a manifestar inquietudes sobre estos temas, como parte de haber tomado conciencia de su estado de marginación. En 1992 le fue reclamada por vía judicial al Museo de La Plata la devolución de los restos del cacique Inacayal. El fallo autorizó que la institución conservase huesos que tenía inventariados; los que no lo estaban fueron devueltos y sepultados en la localidad de Tecka, en Chubut. Hemos recibido noticias de reclamos en Rawson, también en Chubut (en los que podría haber dudas acerca de la real relación entre los reclamantes y la etnia a la que pertenecen los restos), y La Pampa (en esta provincia piden los restos del cacique Yanquetruz). En Lorohuasi, Catamarca, restos hallados por personal de Vialidad Nacional fueron estudiados y devueltos a la comunidad para exponerlos, en un compromiso negociado por esta con las autoridades provinciales y locales. En una declaración emitida en 1997 y entregada a las autoridades nacionales por un foro nacional de pueblos indígenas se establecía la necesidad de que ‘toda investigación científica sea realizada con el consentimiento libre e informado de las comunidades’ y que ‘se asegure la devolución de los resultados’ [a aquellas].

Lo último es, precisamente, lo que postula el marco ético aceptado por la comunidad arqueológica internacional. No solo es oportuno que arqueólogos y antropólogos argentinos se esmeren por respetar, difundir y debatir la forma de aplicar estos principios, sino también que se preocupen por asegurar que los medios de comunicación no los dejen de lado. Que el caso de las momias andinas, en el que su vigencia no se descubre con facilidad, sirva, por lo menos, para que se tome conciencia de las cuestiones en juego.

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