¿Hacia dónde va la Universidad?

La reciente sanción por el Congreso de la ley de educación superior ha desembocado, casi sin demoras, en un serio conflicto a propósito del curso de ingreso que se propone implantar la facultad de Medicina de la UBA, en contradicción con los criterios de su consejo superior, y en el anuncio por parte de algunas autoridades académicas de que reclamarían judicialmente la inconstitucionalidad de la mencionada norma. Nada permite suponer, en consecuencia, que la pieza legislativa conduciría a superar viejas discrepancias, que no excluyen al concepto mismo de universidad.

El hombre común – esa abstracción a la que dirigen sus esfuerzos los políticos, y cuyos intereses y gustos determinan el contenido de los medios de difusión, así como la índole de los productos de consumo masivo – parece estar muy poco interesado y aún menos informado sobre la universidad, hecho que quizá sea comprensible, teniendo en cuenta que sólo una fracción minoritaria de la gente realiza o ha realizado estudios en ella. Menos explicable es que similar indiferencia se advierta en los sectores que típicamente acceden a tales estudios, para los cuales parecen haber perdido la condición, que se les atribuía en las primeras décadas del siglo, de ser el camino por antonomasia para el progreso económico y social.

En el pasado, las polémicas acerca de los fines y características de la universidad y los conflictos en torno a cómo conducirla generaron, en muchas ocasiones, nuevas ideas que permitieron superar concepciones obsoletas, resultado que – según todos los indicios – no puede esperarse de la presente universidad argentina, una de cuyas características más notables, justamente, es la pobreza de ideas acerca de cómo superar la crisis en que se debate.

La crisis tiene múltiples facetas. En primer lugar, el enfrentamiento de dos concepciones sobre la índole de la universidad, que para algunos (tal vez una minoría) consiste, esencialmente, en la creación y transmisión del conocimiento, mientras que para otros (quizá los más) es, ante todo, el entrenamiento para el ejercicio de diversas profesiones. La tensión entre una concepción academcista y otra profesionalista de la universidad – si se nos permite usar términos no del todo adecuados- tiene larga data y ha sido resuelta de diferentes maneras en países con sistemas universitarios de razonable calidad: en la Argentina de hoy es asunto pendiente de solución.

La crisis abarca, también, el sistema de gobierno y administración académicos. Superado, a partir de 1983, el último de los ciclos en que imperaron en la universidad pública formas autoritarias de conducción, comenzó otro de los caracterizados por procedimientos derivados de la democracia política igualitaria. Unas y otras formas fueron tomadas de actividades que poco tienen que ver con las necesidades de los claustros y, por ello, no permiten balancear la requerida participación amplia de los estamentos académicos con modos eficientes de gestión, y evitar la injerencia de la política partidista, frecuente ahora. Tampoco se ha conseguido conciliar el principio de la igualdad de oportunidades con la promoción por méritos, única característica que posiblemente comparten todas las grandes universidades del mundo.

Lo dicho hasta ahora vale tanto para universidades públicas como privadas. Luego de que se calmaran los enfrentamientos producidos hace más de treinta años, cuando el Congreso autorizó la creación de las segundas, el sistema universitario argentino ha quedado escindido en dos partes desiguales, que casi siempre se recelan y permanecen incomunicadas, a pesar de estar ambas afectadas por la misma crisis. Si la sociedad parece tener una noción borrosa de la índole de la universidad, no da la impresión de concebir con más claridad los alcances de la diferencia entre instituciones públicas y privadas. Esto incluye determinadas cuestiones que se suelen poner más de manifiesto en las últimas, como que importancia se debe conceder a la demanda que viene de extramuros en la definición de los campos disciplinarios de trabajo, o cómo conciliar la ideología de los académicos – o de las instituciones, en el caso de las universidades confesionales – con el cultivo desinteresado y no dogmático del saber.

Otro aspecto del debate es el que rodea la autonomía universitaria, cuestión que tiene dos facetas. Una está vinculada con la legítima exigencia del mundo académico de poder pensar, investigar y enseñar sin interferencias del sector político o de otros grupos de interés. Es la antigua tradición occidental de la libertad académica, sin la cual, entre otras cosas, seria imposible la promoción por mérito, señalada como característica común de las universidades de calidad; crear las condiciones y proporcionar los medios para que se pueda ejercer esa libertad académica constituye la responsabilidad del resto de la sociedad para con la universidad. La otra faceta es la responsabilidad de esta para con el resto de la sociedad y consiste en responder ante ella por sus acciones y por el uso de los medios puestos a su disposición. El concepto de autonomía universitaria se desnaturaliza si se lo entiende como el cuestionable reclamo de una suerte de inmunidad, o como la exención de dar cuentas de sus actividades.

También es parte de la crisis el financiamiento de la educación superior, la que, por ser hoy mayoritariamente pública, integra el debate sobre la asignación de los recursos del Estado y, en última instancia, sobre la responsabilidad y funciones de este. Un factor nuevo es la presión oficial en el sentido de que las universidades deben aliviar las arcas públicas mediante la búsqueda de llamados recursos genuinos – como silos que proporciona el presupuesto estatal fuesen espurios -, principalmente, por el arancelamiento de los estudios y la prestación de servicios tarifados a empresas. Si bien ambas cosas podrían ser posibles en determinadas circunstancias, no dejan de encerrar peligros, como, la primera, poner en riesgo la igualdad de oportunidades y, la segunda, afectar la libertad académica. El asunto ha sido planteado en tono subido pero en términos simplistas, y se ha omitido reconocer que en ningún país, ninguna buena universidad, pública o privada, se financia en forma importante con los mencionados recursos “genuinos”. Por ejemplo, en los Estados Unidos, las empresas aportan alrededor del 7% del dinero utilizado por las universidades para financiar la investigación, mientras que el gobierno federal contribuye con el 60%.

La índole y propósitos de la universidad; su organización institucional y formas de gobierno y de administración; las características y cometidos diferenciales de universidades públicas y privadas; y la financiación del sistema universitario y de la investigación conforman un conjunto interrelacionado de cuestiones que requieren ser encaradas con ideas adaptadas a los tiempos, que superen – aunque no necesariamente nieguen – las fórmulas de hace varias décadas, todavía en vigencia.

Posiblemente el problema no tenga solución satisfactoria si no se reconoce que, en el mundo moderno, la universidad ya no es una institución unitaria sino un conglomerado diverso y heterogéneo. En la Argentina, está mayoritariamente orientada a la capacitación para el ejercicio de diversas profesiones, tradicionales y nuevas; pero también incluye a las artes y al cultivo y la enseñanza – según parámetros de la comunidad académica y científica internacional – de las ciencias, las tecnologías y las humanidades. El sistema está constituido por instituciones grandes y pequeñas; algunas con muchos años de vida y otras recién creadas; unas que abarcan múltiples áreas disciplinarias y otras que se limitan a una o unas pocas; y, según la disciplina, con claustros que albergan una importante proporción de profesores dedicados exclusivamente a la enseñanza y la investigación o que sólo consagran a la actividad académica unas pocas horas por semana.

El reconocimiento de esta diversidad conduce a buscar esquemas flexibles, que permitan a cada parte del sistema cumplir con su cometido en el marco de reglas que le sean congruentes. Si bien suele ser difícil encontrar soluciones para sistemas complejos, conviene desde ya ir dejando de lado recetas simplistas, que sólo violentarán la realidad y ocasionarán nuevos conflictos. Propuestas que fomenten la diversidad serán más adecuadas que las que se opongan a ella, y resultarán seguramente beneficiosas disposiciones institucionales que (aun para las universidades públicas, e incluso para algunas de las más grandes de ellas, como la de Buenos Aires) conduzcan a que cada una de las partes diferenciales adquiera autonomía y se maneje con reglas propias.

También seria conveniente considerar que, inevitablemente – pero, sin duda, afortunadamente, en cuanto a mejorar el nivel general de la educación de la gente -, el sistema universitario deberá atender a una creciente presencia masiva de estudiantes, incluso a aquellos que, en número no despreciable, lleguen mal preparados de los colegios La opción entre cantidad y calidad no está abierta para el sistema: ya ha sido hecha de facto a favor de la cantidad, lo cual subraya la importancia de asegurarse de que, en los lugares y de la manera que sea adecuado, se promueva y mantenga la mayor calidad científica y académica. Sin embargo, sería asimismo importante que los sectores masivos, incluso los orientados a profesiones que no requieren un fuerte basamento científico, tecnológico o humanístico, pudiesen recibir ese mínimo de educación general que permite llamar universitario a un egresado.

Tal educación general – el core curriculum de los colleges norteamericanos o el studium generale de la universidad alemana – no consiste en muchas cosas, tal vez en no más de cuatro. Posiblemente se trate de que el estudiante (I) pueda pensar con claridad y expresarse bien, oralmente y por escrito; (II) adquiera una comprensión crítica de las distintas maneras como se conoce el mundo, lo que incluye una apreciación de la literatura y las artes, una aproximación a la historia y las ciencias sociales, una noción del análisis filosófico, en especial la capacidad de enfrentar los dilemas morales del mundo moderno, y una comprensión de los métodos experimentales y matemáticos de las ciencias exactas y naturales. Además de esta amplia base, una educación general debe incluir (III) un comienzo de profundización de algún campo del saber y (IV) una apertura de la mente al mundo, que la libre del provincialismo de no conocer más que la propia cultura y el tiempo presente.

Se podría afirmar que lo anterior, resumido en esos cuatro puntos, constituye la esencia de la universidad, lo que la distingue de un instituto técnico o de capacitación profesional y lo único que no es admisible perder sin perder, también, el carácter universitario. Cabría preguntarse en cuántas de nuestras universidades pasarían con éxito los egresados – o los docentes- esta prueba de la calidad de su educación. Pero quizá interese menos contestar esa pregunta que ponerse a trabajar para que, crecientemente, a los graduados de la universidad argentina se les pueda decir cuando reciben su título, como es tradición en alguna del Norte, bienvenido a la compañía de los hombres y mujeres educados.

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