Impronta ambiental de la agricultura de granos en Argentina: revisando desafíos propios y ajenos

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Introducción Desde el comienzo de este siglo el planeta ha experimentado una aceleración sin precedentes en la producción, consumo e intercambio de granos. Los incrementos –en el período 2002-2017– fueron mayores a los de períodos previos, tanto a nivel mundial como nacional. La producción global de granos, aceites y soja aumentó 44, 100 y 96% respectivamente. El intercambio global de granos creció 67%, lo que representa el 16% de lo producido. En el caso particular de la soja estas cifras superan por mucho la media; 161 y 42%, respectivamente (FAOSTAT). Las causas han sido el aumento de la población humana y del consumo per cápita medio, especialmente para aquellos granos con mayor aporte de proteína y aceite. En el caso de la proteína, la alimentación de animales productores de carne ha sido protagónica, mientras que en el caso de los aceites la producción de biocombustibles se ha sumado al creciente uso alimentario. En este contexto, el territorio argentino se posicionó como exportador dominante de soja, aportando 5% del grano y 40% de la harina (concentrado proteico) y 42% del aceite consumido mundialmente. Esta expansión fue secundada por la del cultivo de maíz, que ha ganado peso en el mismo período (ver el artículo de Satorre y Andrade en este número). El incremento de la producción ocurrió gracias a un fenomenal aumento del área cultivada en la llanura chaco-pampeana y, sobre todo, del rendimiento de los cultivos; abriendo múltiples interrogantes y controversias respecto de su sustentabilidad e impacto sobre la naturaleza y las poblaciones humanas locales ¿En qué medida esta expansión presiona al ambiente? ¿Cómo afecta la capacidad del territorio para (i) sostener la producción agrícola a largo plazo, (ii) ofrecer otras contribuciones vitales para la sociedad como la regulación del clima o las inundaciones y (iii) conservar la diversidad natural de sus especies y ecosistemas? Si bien en el presente estas preguntas están abiertas y son fuente de profundo debate, la evidencia disponible muestra impactos que además de ser apreciables son, en muchos casos, notablemente contrastantes con los antecedentes planteados por otras regiones muy cultivadas del mundo.

¿DE QUÉ SE TRATA?
De los impactos ambientales de la agricultura de granos en la Argentina

Sintetizaremos las características locales de los impactos de la agricultura y compararemos estos con otros sistemas del mundo para dar bases más sólidas para abordajes tecnológicos y políticos al uso de la tierra en el país. Exploraremos cuatro dimensiones de los impactos ambientales, que incluyen la pérdida de hábitats naturales o seminaturales, el balance negativo de nutrientes, las transformaciones hidrológicas y el creciente uso de herbicidas.

Pérdida de hábitats en el tiempo y el espacio
En los últimos quince años el área que anualmente se destina a la producción de cultivos en la Argentina se expandió 55% siguiendo dos caminos. El primero involucró la reducción brusca del área con pasturas perennes, que se encontraba en rotación con los cultivos de granos y se dedicaba principalmente al pastoreo directo. Las pasturas poseen mayor diversidad de especies, raíces más abundantes y profundas y un ciclo de crecimiento más extendido en el año que los cultivos de granos. Esta vía de expansión predominó en la llanura pampeana y fue especialmente importante en el sur de Córdoba (aumento del 30 al 70% agrícola) y oeste de Buenos Aires y este de La Pampa (aumento del 20 al 40% agrícola) (ver recuadro ‘Cambios en la dinámica estacional de los ecosistemas en la llanura agrícola argentina’). La otra vía de avance fue la del reemplazo de la vegetación natural, predominantemente la de los bosques y las sabanas de las regiones del Chaco seco y el espinal y, en menor medida, la de pastizales y humedales pampeanos. En el Chaco seco, donde se observaron las mayores tasas de deforestación del país, se perdieron más de 4,6 millones de hectáreas de bosque (3,1 millones de hectáreas destinadas a cultivos de granos y el resto a pasturas). En esta región, la ley de bosques, reglamentada en 2009, parece haber limitado solo parcialmente la deforestación para cultivos, que en muchos casos continuó sobre áreas no legalmente habilitadas.

La expansión y transformación de la agricultura ha provocado una reducción de la diversidad biológica de las áreas más intensamente cultivadas de la región pampeana, manifestándose en extinciones locales de grandes mamíferos, aves, e incluso plantas nativas. Las comunidades de malezas también se han empobrecido en estos territorios. En las áreas más cultivadas del Chaco y el espinal son más abundantes los relictos de vegetación natural; sin embargo, se ha demostrado que la supervivencia de las poblaciones de muchos mamíferos nativos en la mayoría de los fragmentos de bosques remanentes es inviable. Más allá de las pérdidas de diversidad, estos cambios alteraron el funcionamiento de los ecosistemas de regiones enteras, incluyendo algunos cambios sorprendentes e inesperados en la hidrología regional, los cuales se ejemplifican más adelante. Surge así la necesidad de encontrar caminos viables para proteger y restablecer ecosistemas que complementen en tiempo y espacio a los cultivos, contribuyendo a su sustentabilidad productiva, proveyendo parte de los servicios ecosistémicos afectados y cobijando la diversidad biológica amenazada.

Hipoteca y pérdida de nutrientes
Mientras la mayoría de las regiones productoras de granos en el mundo comparten el problema de fertilización excesiva actual o reciente, la Argentina experimenta la situación opuesta. El incremento mundial del rendimiento de granos tuvo como uno de sus pilares el crecimiento exponencial del uso de nitrógeno fijado industrialmente desde la atmósfera y de fósforo mineral exportado desde unos pocos países al resto del planeta. Este aporte fue clave para que suelos agotados pudieran sostener aumentos de producción. Sin embargo, una fracción considerable de estos aportes no acabó nutriendo cultivos o reponiendo la fertilidad del suelo. Fue, en cambio, transportada por el agua provocando uno de los impactos ambientales más comunes de la agricultura, conocido como eutrofización (eclosiones de algas, disminución extrema del oxígeno disuelto), capaz de deteriorar fuentes de agua dulce y ecosistemas acuáticos continentales y marinos, aun a miles de kilómetros aguas abajo (por ejemplo, los casos del golfo de México o del mar de la China). Mientras que en la última década y media la fertilización se redujo drásticamente en países largamente sobrefertilizados como Estados Unidos o Francia, aumentó bruscamente en los lotes cultivados de Asia (ver siguiente recuadro).


Los sistemas de producción de granos en la Argentina presentan una situación poco común a nivel global, que combina rendimientos medios, usos muy bajos de fertilizante, riego y mano de obra, y consumo récord de herbicidas. Esto ocurre en un contexto de gravámenes netos muy altos a la producción que contrastan con la predominancia global de subsidios. Al comparar un espectro amplio de países productores de granos se encuentra que la Argentina, utilizando cantidades muy bajas de nitrógeno y fósforo, alcanza rendimientos que son 30 a 40% menores que los que alcanzan países muy productivos como Estados Unidos y Francia. Esto es posible gracias a la dominancia de un cultivo como la soja, que es capaz de capturar biológicamente el nitrógeno que necesita (por unidad de producto, la Argentina utiliza hoy niveles de fertilización nitrogenada similares a los de Nigeria con 7,2 y 6,7kg/tn grano, respectivamente), y al aporte de fósforo de suelos muy fértiles que se cultivan hace relativamente poco tiempo (comparar con Brasil, con suelos naturalmente más pobres, o con China, con suelos cultivados hace siglos). La agricultura en la Argentina muestra un récord global por su baja demanda de mano de obra y por su alto uso de herbicidas, requiriendo menos de 10 trabajadores cada 1000 hectáreas y aplicando 750 gramos de herbicida por hectárea cada año. China ha alcanzado recientemente rendimientos 20% mayores que los argentinos apoyándose en un consumo desproporcionadamente más alto de mano de obra y de todos los insumos excepto herbicidas (por unidad de superficie utiliza aproximadamente 128 veces más trabajadores, 4 veces más fósforo, 8 veces más nitrógeno y 4,5 veces más insecticidas). En esa nación la superficie agrícola recibe subsidios económicos similares a los de Francia. Con un territorio agrícola predominantemente seco (clima semiárido a subhúmedo), la Argentina riega una fracción ínfima de sus cultivos de granos (<7%), contrastando con otras naciones igualmente secas como India, donde casi la mitad de la producción de granos tiene lugar en campos irrigados.

Datos obtenidos de la base de datos FAOSTAT (producción, área, rendimiento, uso de fertilizantes, herbicidas e insecticidas y de mano de obra) de 2010, o en su defecto 2011 o 2012, según disponibilidad. La información correspondiente a los subsidios o gravámenes fue consultada en distintas fuentes especializadas y pretende ofrecer una magnitud tentativa, siendo su cálculo preciso muy dependiente de los criterios contables utilizados.


Notablemente, la Argentina ha mantenido una muy baja fertilización en toda su historia agrícola, y el balance negativo de nutrientes parece haberse acrecentado en los últimos tres lustros. En el caso del nitrógeno, la predominancia del cultivo de soja, fijador biológico de este nutriente, ha resuelto parte de la demanda, pero en cambio el trigo y maíz experimentaron limitaciones solo suplidas marginalmente por la fertilización. En el caso del fósforo, la llanura ha mantenido su balance negativo (entre 2002 y 2017 las cantidades de fósforo retiradas con los granos cosechados y restituidas con la fertilización fueron de 5,2 y de 3,8 millones de toneladas, respectivamente). El retiro total de fósforo en soja, maíz, trigo, girasol y cebada fue de 4,5, 2,1, 4,1, 3,9 y 3,5g por kg de grano cosechado en cada uno de ellos. Así, en las zonas con mayor historia agrícola de la región pampeana se ha producido quizá el vaciamiento de fósforo más veloz del planeta, algo que fue posible gracias a las generosas reservas de nuestros suelos. Paradójicamente, no todos los nutrientes que se perdieron de los suelos de la llanura fueron cosechados en los granos. El desacople temporal entre la liberación de nutrientes del suelo y su demanda por parte de los cultivos ha generado fugas por volatilización y lavado, generando en este último caso condiciones para la eutrofización local de lagunas. Por ejemplo, la gran movilización otoñal del nitrógeno, que hasta entonces estaba retenido en los restos de plantas de soja que quedan después de la cosecha, encuentra campos que no serán ocupados por cultivos hasta la primavera siguiente, cuando vuelva a sembrarse soja o maíz. La falta de actividad vegetal en ese período favorece las pérdidas por volatilización de óxido nitroso, un gas con potente efecto invernadero. Se impone actualmente la necesidad de restablecer los nutrientes perdidos de las tierras cultivadas no solo para garantizar la producción de granos futura, sino también para mejorar el estado general de los suelos (su fertilidad química y física) y favorecer su almacenamiento de carbono. Hacerlo sin llegar a los excesos de la eutrofización desplegados en Europa y Asia es uno de los desafíos emergentes que necesita soluciones ecológicas integrales y una visión sistémica que considere explícitamente las transferencias de nutrientes en el tiempo (por ejemplo, entre cultivos sucesivos) y en el espacio (por ejemplo, entre lotes cultivados y humedales contiguos).

De arriba a abajo. Imágenes satelitales de campos de cultivo en San Luis (Argentina), Texas (EE.UU.) y Uttar Pradesh (India), todos en la misma escala. Fotos Google Earth

Haciendo agua
El mayor consumo de agua dulce global corresponde al riego agrícola. Tres de las más grandes llanuras productoras de granos del mundo (oeste de las grandes planicies en Norteamérica, Indo-Ganges y norte de China en Asia) han generado un vaciamiento de aguas subterráneas sin precedentes en la historia. Allí, hoy se riega bombeando agua desde cientos de metros de profundidad con un gasto energético que supera al de todo el resto de las labores y los insumos sumados, y con impactos ambientales que van más allá del agotamiento de reservas hídricas e incluyen hundimientos del terreno y degradación de ecosistemas acuáticos. En nuestro país ese tipo de riego se restringe fundamentalmente a producciones más intensivas, como la vid en Cuyo, siendo aún muy poco frecuente (pero incipiente) en los sistemas de producción de granos.

También en esta dimensión, la Argentina ha seguido un camino opuesto, y alberga uno de los focos agrícolas menos regados del planeta. De hecho, la agricultura en la llanura chaco-pampeana ha reducido el consumo del agua que naturalmente aportan las lluvias, generando un remanente líquido mayor al que dejaban las pasturas cultivadas y la vegetación natural (que, gracias a su actividad continua durante casi todo el año, a sus raíces más profundas y a su capacidad de mantenerse activas aun en condiciones de anegamiento, extraen por transpiración un volumen de agua mayor). Lejos de agotar las reservas de agua dulce, la agricultura argentina las ha aumentado, y esto en algunas zonas ha provocado problemas debido a la incapacidad de evacuar los excesos hídricos por la muy baja pendiente, causando severas inundaciones. El esquema agrícola actual, con predominio de un único cultivo por año y barbechos largos, determina un consumo de agua bastante menor al aporte medio de las lluvias. Este planteo conservador, que le ha conferido cierta estabilidad a los rendimientos, ha llevado a un progresivo ascenso de las napas freáticas (techo de la zona saturada de agua del perfil del suelo o los sedimentos inmediatamente debajo). Por debajo de cierta profundidad, estas napas protegen a los cultivos de las sequías, pero cuando se acercan demasiado a la superficie comienzan a reducir el área cultivable y vuelven a los paisajes mucho más propensos a inundarse que antes. La logística del transporte y acopio de granos, así como otras actividades productivas regionales (como la lechería) y la vida en los pueblos de la llanura, sufre el impacto de las inundaciones aun más que la propia producción de granos. En las llanuras más secas del espinal y el Chaco, el mismo fenómeno está disparando procesos de salinización debido al ascenso de napas, pues los cultivos también consumen menos agua que los bosques y sabanas que reemplazan. El desarrollo de esquemas de uso de la tierra cultivable que ajusten el consumo de agua de los cultivos de granos, o de otros cultivos que los acompañen en la rotación, en función de los contenidos de agua del suelo y el nivel de las napas es urgente en la región. También, la búsqueda de usos alternativos de las zonas del paisaje que se anegan cada vez con más frecuencia o se salinizan, y el diseño de paisajes que logren conservar porciones de la vegetación natural de bosques y humedales. Todos estos son caminos que pueden contribuir a regular la compleja hidrología de la llanura en un contexto de cambios climáticos que puede traer aún más sorpresas.

Apagando y prendiendo el ecosistema
La capacidad de los sistemas agrícolas argentinos de ir concentrando la actividad vegetal en unos pocos meses de la primavera-verano, suprimiéndola completamente el resto del año, aun cuando existen condiciones propicias para el crecimiento de las plantas, tuvo como pilar fundamental el uso masivo de herbicidas. A medida que se afianzó la supresión de malezas con herbicidas de amplio espectro (principalmente glifosato) y el uso de cultivos dotados de resistencia transgénica a ellos, se alcanzaron niveles mínimos de actividad vegetal, principalmente en el otoño, no vistos en épocas anteriores. Hoy puede observarse una estacionalidad de la vegetación más extrema y espacialmente sincrónica en sectores de cientos de kilómetros cuadrados, de una escala equivalente a departamentos enteros (ver recuadro siguiente).

Inviernos suaves en los que las malezas pueden crecer durante los períodos intencionalmente largos de barbecho han llevado a que nuestras llanuras reciban una cantidad récord a nivel global de herbicidas (ver más arriba recuadro “Producción e insumos: argentina versus ‘resto del mundo’”), a la vez que alojan una baja diversidad de cultivos. Más allá del papel que juegan los herbicidas de amplio espectro en las cuestiones de pérdida de hábitats (por ejemplo, suprimiendo vegetación del borde de lotes o de humedales adyacentes) y excesos de agua (por ejemplo, permitiendo largos barbechos que acumulan agua), su impacto como agente tóxico para los humanos y los ambientes naturales ha sido un núcleo muy importante de conflictividad para la agricultura argentina en los últimos quince años. Aun cuando la toxicidad específica de todo el elenco de agroquímicos aplicados en la llanura ha disminuido (ver el artículo de Satorre y Andrade en este número), la concentración de glifosato y sus sustancias derivadas encontrada en el ambiente (seres vivos, lluvia, suelo, sedimentos de ríos y lagunas) despierta alarmas y representa una situación extrema, posiblemente no vista a esta escala en otras regiones del mundo. Actualmente el escrutinio de las ciencias epidemiológicas y ambientales sobre el glifosato avanza. También lo hace la búsqueda de esquemas de producción alternativos que permitan reducir o evitar el uso masivo de herbicidas, motivada principalmente por la aparición de malezas resistentes que ha crecido exponencialmente en las últimos dos décadas. Ambos caminos deberían acoplarse y propiciar el desarrollo de sistemas agrícolas que generen más confianza entre la población humana con la que comparten el territorio.

¿Una fórmula mezquina?
Cabe preguntar por qué la agricultura argentina avanzó por un camino sorprendentemente austero en el uso de agua y de nutrientes, pero a la vez territorialmente expansivo y extremo en el uso de herbicidas. Se propone aquí que una de las claves posibles que marcó esta trayectoria fue la presión que tuvo el sistema agrícola por reducir costos de producción y asegurar una rentabilidad estable basada en rendimientos medios y seguros más que en la búsqueda de rendimientos máximos. Los principales sistemas productivos de granos de Europa, Norteamérica y Asia se desarrollan bajo esquemas de fuertes subsidios (ver el artículo de Lema en este número) que, desde otros sectores de la economía, buscan estimular la producción de alimentos. En algunos casos apoyan directamente el uso de fertilizantes y riego. En Asia, se ha buscado además mantener sistemas de producción familiares o incluso de subsistencia que aún hoy ofrecen un medio de vida a la mayor parte de la población. Surgen así sistemas de producción, tanto de pequeña como de gran escala, a los que podríamos llamar ‘opulentos’, ya que apuntan a generar rendimientos máximos a fuerza de un uso abundante, cuando no excesivo, de agua de riego y de fertilizantes. A ellos se asocian los problemas de eutrofización y agotamiento de reservas hídricas que tienen alta visibilidad global.


El índice verde satelital es un dato óptico del terreno obtenido por sensores remotos que orbitan la Tierra. Este índice captura el nivel de actividad vegetal relativo con valores teóricos que van de 0 a 1, pero que en la práctica asumen un rango de 0,15 (suelo desnudo) y 0,9 (vegetación muy activa con total cobertura foliar del terreno). Las curvas de índice verde ofrecen una buena estimación del consumo de agua de la vegetación y muestran cómo los niveles totales, pero sobre todo su estacionalidad, han ido cambiando rápidamente en toda la llanura cultivada. En la figura se ilustran los cambios en la dinámica estacional de la actividad de la vegetación en la llanura chaco-pampeana durante las últimas dos décadas. Se separan los períodos 2000-2004, 2005-2014, 2015-2019. La actividad de la vegetación se caracteriza con el índice verde normalizado (NDVI) obtenido de imágenes MODIS y representa el promedio de un área de 20  20km (6500 pixeles) para 23 intervalos de 16 días que cubren el ciclo anual. Las regiones analizadas (latitud y longitud) son en la región pampeana (a) Pehuajó (Buenos Aires) (36°S, 62°O) y (b) Justiniano Posse (Córdoba) (33°S, 63°O), en la región del espinal (c) Villa Mercedes (San Luis) (33,5°S, 65,5°O) y en la región chaqueña (d) Bandera (Santiago del Estero) (28,75°S, 62,25°O) y (e) Las Lajitas (Salta) (24,75°S, 64°O). En Pehuajó, Posse y Bandera se observa una fuerte caída de la actividad de invierno-primavera, explicada principalmente por la pérdida de pasturas y la menor presencia de cultivos de invierno, especialmente trigo. En el último quinquenio hay una recuperación parcial de la actividad de los cultivos de invierno, particularmente notable en Bandera. En Pehuajó, Bandera y Las Lajitas se observa una caída intensa en el otoño, relacionada con el reemplazo de pasturas en el primer caso y de bosques en los otros dos, por cultivos anuales de verano que terminan su ciclo cuando aún hay temperaturas apropiadas para el crecimiento vegetal y, por lo general, buena disponibilidad de agua en el suelo. Las pasturas y los bosques perennes, en cambio, extienden su ciclo hasta que las bajas temperaturas limitan el crecimiento. La época de máxima actividad vegetal se retrasó entre 30 y 90 días en Bandera y Lajitas, respondiendo a la implementación de siembras más tardías. En Villa Mercedes se observa un incremento sostenido de las actividades máximas de la vegetación, posiblemente asociada con una intensificación del ciclo de cultivo con siembras más sincronizadas en la región y mayor nivel de fertilización en el maíz.


La Argentina, en cambio, lidera a nivel global la intensidad de gravámenes a la producción de granos. Es decir, lejos de ser subsidiada, la agricultura deja parte de su renta a otros sectores de la economía, principalmente a través de impuestos a la exportación (ver recuadro de p. 37). Este contexto, esperable en naciones agroexportadoras con elevadas ventajas comparativas en términos de calidad productiva de sus tierras, posiblemente haya favorecido lo que podríamos denominar un planteo agrícola ‘mezquino’ en el uso de insumos (todo lo contrario en el uso de la tierra), que ha buscado generar grano exportable con la mínima inversión privada y pública en los campos. La elección de la soja como cultivo dominante, la restricción a un ciclo único de cultivo al año en ambientes que podrían sostener dos y la apuesta a la expansión más que a la intensificación son rumbos esperables cuando se busca producir con un mínimo aporte de fertilización y riego, y cuando además existen todavía tierras con aptitud agrícola aún no ocupadas por esta actividad. Los impactos ambientales bajo esta forma de producción también difieren de los sistemas ‘opulentos’, como se ha ilustrado hasta aquí (ver más abajo tabla “Sindromes de agricultura ‘mezquina’”). Cabe destacar que la aludida ‘mezquindad’ se plantea como un síndrome que describe la relación de la sociedad con el territorio agrícola. Dentro de los condicionamientos que imponen esas ‘reglas del juego’ a escala país, existen en el ámbito productivo muchísimos actores y organizaciones que generan innovaciones y transformaciones de indudable aporte al bien común del sector.

Intensificación, sustentabilidad y naturaleza ¿son compatibles?
Solo reconociendo las crisis ambientales y los contextos productivos propios de la llanura chaco-pampeana pueden visualizarse transformaciones viables y virtuosas para las próximas décadas en las que logremos simultáneamente tres funciones del territorio: producción de bienes comercializables, contribuciones al bienestar de la población local (por ejemplo, reduciendo inundaciones) y protección de la biodiversidad. Preocuparse por el consumo total de agua asociado a una unidad de producto (huella hídrica) o por la contaminación por una aplicación excesiva de fertilizantes está bien en otros contextos, pero no parece prioritario bajo nuestro esquema extensivo de producción de granos actual, en el cual sobra el agua y se minan las reservas de nutrientes de los suelos. Por el contrario, sí resulta fundamental aprender a producir usando menos herbicidas, evitando las pérdidas de nutrientes y conviviendo mejor con más espacios naturales y seminaturales.

Plantear un futuro en el que gradualmente se intensifique la agricultura argentina para llevarla a una condición ‘opulenta’ aparece como un camino posible para producir más, que requiere, entre otras cosas, un cambio en el balance de gravámenes y subsidios actual. Este camino quizá no sea deseable, ya que plantea el riesgo de reemplazar un grupo de problemas ambientales por otros, o lograr que ambos coexistan en distintas fracciones del territorio. Por otra parte, intentar solucionar los problemas ambientales más acuciantes copiando las acciones de países con agriculturas opulentas sería frustrante. ¿Puede la renta de los sistemas agrícolas argentinos costear obras de infraestructura de drenaje como las que aplica la agricultura holandesa? ¿Puede el Estado afrontar compensaciones para asignar lotes agrícolas enteros a la recuperación de ecosistemas naturales con subsidios federales como hace Estados Unidos? Bajo el contexto de una economía de base agroexportadora no parecen caminos viables en el corto plazo y las políticas que compatibilicen producción y cuidado del ambiente deben explorar opciones adaptadas a las condiciones locales.

Lotes agrícolas sujetos a intensificación ecológica en Iowa, Estados Unidos. Distintos cultivos comparten el 10% del paisaje con franjas de pastizales naturales y áreas de escurrimiento vegetadas. Estas áreas aportan beneficios a los cultivos, al suelo y a los cursos de agua y las poblaciones de especies silvestres. Foto Omar de Kok-Mercado.

A la intensificación ‘tradicional’, que han seguido los principales graneros del mundo combinando notables avances tecnológicos con incrementos en el aporte de insumos, puede contraponerse una intensificación ‘ecológica’. Esta forma de intensificación busca aumentar la producción por unidad de superficie reemplazando los insumos que actualmente faltan (fertilizantes) o sobran (herbicidas) con un manejo más ingenioso que se apoye en la naturaleza, ofreciendo parte del tiempo y del espacio agrícola a ecosistemas que en vez de producir granos produzcan otros servicios ambientales. Esto incluye a los cultivos de servicios cuyo objetivo no es la producción de material cosechable, sino la mejora del ambiente productivo local a partir de efectos tales como la fijación biológica de nitrógeno del aire, el consumo de agua en tierras anegadas o la estabilización de la superficie del suelo en situaciones de riesgo de erosión. Otra vertiente para considerar es volver a integrar la producción agrícola con la ganadería basada en pasturas como forma de recuperar fertilidad en los suelos, manejar malezas y diversificar paisajes y productos. Esta modalidad, que era corriente en toda la llanura pampeana hasta la década de 1990, lejos de reeditarse en forma idéntica, requiere nuevos planteos y actores en una región en la que el stock ganadero y el personal e infraestructura capaces de sostenerlo se han retraído fuertemente. También suma en este sentido la inclusión de áreas naturales y seminaturales intercaladas en el paisaje agrícola para alojar polinizadores y organismos controladores de plagas, para detener el poder erosivo del agua o el viento, o para regular inundaciones y crecientes. Este tipo de intensificación tiene como pilar el conocimiento de procesos naturales y el aprovechamiento explícito de la diversidad desde el surco al paisaje entero. En contraposición a la tecnología de insumos característica de la intensificación ‘tradicional’, este camino requiere la integración de saberes provenientes de distintas ciencias y sectores que van más allá de la agronomía, algo que puede definirse como ‘agroecología’. Este término, más allá de controversias políticas, apunta al desarrollo de una creciente habilidad para manejar sistemas complejos en el terreno, tanto en el caso de los agricultores y las empresas como en el de los Estados, que deben colaborar en una gestión de la producción que abarca escalas espaciales mayores que las del lote o campo (ver siguiente tabla).

Síndromes de agricultura ‘mezquina’, característico de economías agroexportadoras con fuertes gravámenes, y ‘opulenta’, típicos de países con fuertes subsidios a la producción de grano. Se suma una columna para la ‘intensificación ecológica’, propuesta como camino superador del síndrome de ‘mezquindad’ capaz de incrementar la producción atendiendo al contexto local y abordando, a la vez, los problemas ambientales más importantes identificados aquí. Para cada síndrome se destacan las características del perfil productivo, del contexto predisponente y de su desempeño ambiental.

Los caminos que aprovechen los beneficios múltiples que la naturaleza ofrece a los cultivos y a los habitantes humanos y no humanos de la llanura parecen ser una opción disponible. Más allá de requerir políticas explícitas que estimulen estas transformaciones, se requiere un cambio de actitud hacia nuestras todavía fértiles llanuras que involucre a la sociedad en su conjunto, incluyendo las distintas estructuras de gobernanza de la tierra y del comercio agrícola. Es útil destacar el notable dinamismo de los sistemas agrícolas chaco-pampeanos en respuesta a las políticas recaudatorias del gobierno nacional, evidenciado por la recuperación parcial de la cobertura vegetal de invierno-primavera en varias zonas tras la eliminación de las restricciones a la exportación de trigo (ver más arriba recuadro “Cambios en la dinámica estacional de los ecosistemas en la llanura agrícola argentina”). También es importante considerar que más allá de la política de gravámenes o subsidios a la producción que se apliquen, incentivos dirigidos a insumos específicos, como la fertilización de reposición de fósforo, son intervenciones que merecen consideración. Necesitamos una nueva aproximación a la producción de granos que se aleje de la estrategia extractiva y de baja inversión, y que favorezca acuerdos de convivencia entre campos, pueblos y ciudades, a los que la economía, el agua y tantos otros hilos invisibles mantienen inexorablemente conectados.

Lecturas sugeridas
AGUIAR S et al., 2018, ‘¿Cuál es la situación de la Ley de Bosques en la región chaqueña a diez años de su sanción? Revisar su pasado para discutir su futuro’, Ecología Austral, 28, 2: 400-417.
CRUZATE GA y CASAS R, 2012, ‘Extracción y balance de nutrientes en los suelos agrícolas de la Argentina’, Informaciones Egronómicas de Hispanoamérica, 6: 7-14.
FERNÁNDEZ RJ, RUSH P y PLENCOVICH MC, 2019, ‘Agroecología y agricultura industrial: ¿dos culturas irreconciliables?’, Agronomía & Ambiente, 39, 2: 68-94.
JOBBÁGY EG y SALA OE, 2014, ‘The imprint of crop choice on global nutrient needs’, Environmental Research Letters, 9, 8: 084014.
JOBBÁGY EG, NOSETTO MD, GIMÉNEZ R y MERCAU JL, 2019, ‘El (dis)servicio de la regulación hídrica en la llanura chaco-pampeana’, en Paruelo JM y Laterra P (eds.), El lugar de la naturaleza en la toma de decisiones, CICCUS, Buenos Aires, pp. 212-221.

Doctor en biología, Duke University, Estados Unidos.
Investigador superior del Conicet en Grupo de Estudios Ambientales, IMASL-UNSL.

Doctor en ciencias agropecuarias, Escuela para Graduados Alberto Soriano, EPG, FAUBA.
Becario posdoctoral del Conicet en el Laboratorio de Análisis Regional y Teledetección, IFEVA-FAUBA.
Ayudante de primera, FAUBA.

Doctor en ciencias agropecuarias, EPG, FAUBA.
Investigador principal del Conicet en IFEVA-FAUBA.
Profesor adjunto, FAUBA.
Profesor titular, Facultad de Agronomía Udelar, Uruguay.

Doctor en ciencias agropecuarias, EPG, FAUBA.
Investigador principal del Conicet.
Director del Instituto de Investigaciones en Recursos Naturales, Agroecología y Desarrollo Rural, IRNAD-Conicet, en la Universidad Nacional de Río Negro.

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