La agenda académica del gobierno

En el editorial del número 53 de Ciencia Hoy, Una agenda académica para el próximo gobierno, escrito el año pasado antes del cambio de autoridades nacionales, pasamos revista a algunas de las cuestiones que, en nuestra opinión y hasta donde creíamos interpretar las inquietudes del medio académico, tendrían que ser encaradas luego de producido dicho cambio. En términos generales, señalamos la necesidad de proceder de manera coherente en la aplicación de las dos leyes estructurales promulgadas durante la presidencia de Menem, la federal de educación y la de educación superior. También consignamos la preocupación imperante acerca de varios asuntos concretos, entre otros: (a) cómo formar y retener maestros y profesores primarios y secundarios competentes y motivados; (b) cómo aplicar en las escuelas el nuevo esquema de cuatro ciclos trienales, tres de la EGB y uno del polimodal; (c) cómo —en el marco de la llamada autonomía universitaria— permitir la deseable diversidad del sistema, fortalecer la libertad de cada universidad de fijar sus patrones de funcionamiento y, al mismo tiempo, establecer con nitidez la responsabilidad de la institución universitaria para con la sociedad, y (d) qué hacer con el programa de incentivos al docente investigador o, en términos más amplios, con el caótico panorama de las remuneraciones académicas. En materia de política científica, opinamos acerca de: (e) la inconveniencia de separar la entonces SECyT del ministerio de Educación (como, efectivamente y en nuestra visión de las cosas desacertadamente, se hizo); (f) la poca utilidad real del Plan Nacional Plurianual de Ciencia y Tecnología; (g) la necesidad de encarar una reforma profunda del CONICET; (h) la conveniencia de volver a examinar, a la luz de esa reforma, la razón de ser y la misión de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT), e (i) el imperativo de definir el destino del sector académico de la CNEA.

Enunciadas las cuestiones que el comité editorial creyó percibir como las preocupaciones centrales de la comunidad académica, la revista concluyó que las nuevas autoridades necesitarían un tiempo para evaluar la situación y ordenar sus ideas antes de estar en condiciones de enunciar una política que guiara su acción. Es así que los dos editoriales que siguieron al mencionado, correspondientes a los números 54 y 55, evitaron referirse a la cuestión. Luego, no hace mucho, hicimos llegar al secretario de Tecnología, Ciencia e Innovación Productiva un cuestionario en el que preguntamos de manera muy concreta sobre sus ideas con relación a las afirmaciones contenidas en el párrafo anterior. Era nuestra intención abstenernos de opinar hasta que el secretario Caputo hubiese tenido la oportunidad de hacer conocer su visión y sus planes. Pero, poco antes del momento de escribir este editorial, comenzaron a circular por los medios de difusión noticias que crearon ansiedad y hasta malestar en el mundo académico, seguidas por declaraciones de las autoridades que, en vez de calmar los ánimos, incrementaron la agitación. El episodio comenzó con versiones alarmantes sobre la organización y el presupuesto de la SETCIP, a las que se agregaron (por boca del titular de la repartición) los primeros indicios sobre cuál podría ser la política científica del gobierno. Si bien no queremos caer en apresuramientos ni atribuir intenciones más allá de las que han sido manifestadas, tampoco deseamos guardar silencio en un momento en que se desencadenó el debate, ni omitir exponer las ideas defendidas por la revista a lo largo de diez años.

La preocupación mayor que se ha instalado en los medios científicos se origina no solo en la percepción de que el gobierno demostró hasta ahora no dar prioridad a la investigación, sino, también, en que las medidas que comenzó a tomar contradicen principios aceptados en los países científicamente adelantados, y en que no da señales de disponerse a encarar concretos y urgentes problemas que afectan a la actividad. Entre estos, dos que mencionamos en el cuestionario enviado al secretario Caputo y que aquí consignamos a título de ejemplo son:

* En este momento hay en las mejores universidades del mundo varios cientos de jóvenes universitarios argentinos realizando doctorados serios o investigación postdoctoral. En muchos casos tienen o han tenido becas del CONICET, de universidades nacionales o del programa FOMEC. A la mayoría le resultará muy difícil regresar y reinsertarse en el sistema científico local (como casi todos desean), porque no hay vacantes en las universidades o en la carrera del investigador del CONICET. Es así que las becas externas oficiales parecen encaminadas a convertirse perversamente en un mecanismo para financiar la emigración de jóvenes meritorios.
* La situación salarial de los investigadores es caótica. No solo los ingresos de la mayoría son muy inadecuados: han proliferado adicionales de toda clase (incluyendo los incentivos al docente investigador del ministerio de Educación), con el resultado de que personas de igual nivel académico e idénticas obligaciones a menudo perciben sueldos que difieren enormemente entre sí. En el CONICET hay funcionarios administrativos de nivel intermedio que cobran el doble que un investigador superior (quien, según el estatuto, es un experto internacionalmente reconocido en su especialidad).

La preocupación que se comenta no es solamente producto de advertir inacción con respecto a situaciones como las anteriores. Hay señales positivas que apuntan en la misma dirección. En primer lugar, la denominación de la nueva secretaría —en la que la palabra tecnología aparece antes que la de ciencia y ambas comparten el título con el concepto de innovación productiva—; luego, los trascendidos sobre la manera en que se habría de estructurar la repartición, con el énfasis puesto en un área que se ocuparía de “tecnología e innovación productiva” y en otra que haría lo mismo con algo llamado “sociedad de la información”. La segunda parece relacionarse con manifestaciones un tanto desconcertantes realizadas en diversos niveles del gobierno, sin excluir al propio presidente De la Rúa, acerca de que una de las mayores prioridades en materia científica y tecnológica será la Internet. En esto parece haber una confusión mayúscula, pues, sin desconocer la enorme importancia de las comunicaciones electrónicas, que a todas luces están cambiando el mundo en el que vivimos, el vehículo para transmitir información (que eso es la Internet) no es ciencia ni tecnología. Ni siquiera lo es la información transmitida. Ciencia y tecnología son la generación de nuevo conocimiento. En todo caso, la Internet es una aplicación de la ciencia y de la tecnología (para usar un giro favorito de Houssay). Uno se siente tan desorientado con la mención de la Internet como prioridad científica como se hubiera sentido un ciudadano de la época de Sarmiento si este hubiese dicho que su plan en materia de educación era que todas las escuelas tuviesen acceso… al ferrocarril (o, algunos años después, al teléfono).

En última instancia, la intranquilidad de la comunidad académica se origina en que poco o nada se habla de lo esencial y, también, en que el gobierno parece exhibir alguna incomprensión de la índole y las funciones de la investigación científica en una sociedad moderna. Cuando decimos hablar de lo esencial, nos referimos, por ejemplo, a si puede y debe haber ciencia y tecnología en la Argentina (es decir, producción de conocimiento científico y tecnológico original), y -en caso afirmativo— qué clase de ciencia y producida en qué marco institucional. No son preguntas triviales ni tienen respuestas obvias, según se advertirá si se reflexiona sobre algunas cuestiones conexas, como el cometido de la ciencia básica en la innovación tecnológica, o si es necesario que la Argentina cuente con ciencia básica de calidad para que se generen tecnologías innovadoras, o si basta con el conocimiento básico generado en los países más avanzados.

Detrás del nombre que se asignó a la antigua secretaría de Ciencia y Tecnología parece campear la convicción de que la actividad científica debe orientarse, ante todo, a lograr efectos económicos que le interesen al estado. Se ha afirmado que en la Argentina existe suficiente cantidad y calidad de científicos y tecnólogos, pero que no trabajan en temas con relevancia económica porque el estado no establece de qué deberían ocuparse y, además, porque a los empresarios argentinos no les interesa recurrir a científicos locales en busca de innovaciones. Se ha señalado, asimismo, que los investigadores solo piensan en validarse frente a sus pares del extranjero mediante publicaciones en revistas internacionales. No compartimos esta visión utilitaria y miope de la ciencia, que, además, entra en conflicto con la libertad académica. En este momento, el gobierno y los científicos deberían estar discutiendo de manera abierta y civilizada tales temas. Son a la vez urgentes e importantes.

No estamos pidiendo que el iniciado debate tome un giro académico. Estamos buscando que se establezca sobre bases firmes una política oficial para la ciencia y la tecnología, con el fin de resolver interrogantes concretos. Por ejemplo, en casi todos los países avanzados, el sector público dedicado a la investigación se compone, por un lado, de instituciones que realizan tales tareas por encargo y con fines específicos (el INTI, el INTA y algunos institutos de investigación médica podrían ser ejemplos locales de tal tipo de labor) y, por otro lado, de centros de investigación académica, que las realizan por iniciativa del investigador y se ocupan predominantemente de ciencia básica. A su vez, para los segundos parecen existir dos modelos que, hasta cierto punto, se oponen: el de crear institutos independientes (como los Max Planck, de Alemania) y el de concentrar la ciencia en las universidades, de suerte que investigadores sean también profesores, incluso en los cursos de grado (modelo que predomina en el Reino Unido y en los Estados Unidos). Mecanismos como estos permiten, a la vez, defender el crucial valor de la libertad académica, promover la creatividad en las ciencias y buscar respuesta a acuciantes necesidades sociales, sin caer en esquemas simplistas que hacen más daño que bien. ¿Qué deberíamos hacer aquí?

Históricamente, la carrera del investigador científico del CONICET fue el principal instrumento tanto para formar científicos como para que estos pudiesen dedicarse profesionalmente a la investigación. Las becas del CONICET fueron el instrumento más eficiente para que existieran postgrados científicos y académicos en el país (y en muchos casos el único). En 1973, se cambió el régimen de funcionamiento de esa carrera, pues se reemplazó un sistema de contratos de duración limitada (renovables indefinidamente, evaluación mediante) por un escalafón que acercó a los científicos al mundo de los empleados públicos. Los resultados no parecen haber sido buenos para la ciencia. ¿Qué hacer al respecto? ¿Cómo conviene, hoy en día, encarar la formación de científicos? ¿Cómo se hace para retenerlos en el país?

Responder acertadamente a las preguntas anteriores permitiría fundamentar un programa de acción que lleve cumplir con los propósitos políticos del gobierno, pero también, y sobre todo, que no destruya sino promueva objetivos y valores académicos. Estos son, después de todo, una parte importante de la cultura de cualquier pueblo que pretenda estar a la altura de los tiempos. Además constituyen un requisito para que pueda aplicarse la ciencia a la solución de problemas sociales. Parafraseando otra vez a Houssay, para que haya aplicaciones de la ciencia, debe haber ciencia. Y para que esta exista hay que cuidarla y financiarla.

Estando ya en prensa este número de Ciencia Hoy, el secretario de Tecnología, Ciencia e Innovación Productiva, Dante Caputo, hizo conocer unas reflexiones que los medios reprodujeron entre el 25 y el 29 de marzo. Se deja constancia, pues, de que lo anterior fue redactado y enviado a imprenta antes de conocerlas.

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