La paradoja de Peto y el cáncer en elefantes

Versión disponible en PDF.

El epidemiólogo Richard Peto afirmó, en 1970, que no hay una correlación entre el tamaño corporal y la incidencia de cáncer. Sus observaciones sugerían que la incidencia de cáncer en humanos era mayor que en grandes animales, como elefantes o ballenas azules. Sin embargo, como la probabilidad de sufrir una transformación maligna es igual para todas las células de mamíferos, un animal grande debería tener más tumores que uno pequeño. Esta controversia se conoce como la paradoja de Peto y estudios recientes nos muestran una solución a ella.

Cáncer

Peto sugirió que los elefantes, y los animales de gran tamaño en general, deben tener mecanismos que eviten la transformación maligna de sus células, que es el puntapié inicial del proceso tumoral.

Lo cierto es que al estudiar los registros de elefantes en cautiverio solo se observa que el 3% de los animales desarrollan algún tipo de tumor. Este dato no es menor si tenemos en cuenta que un elefante tiene casi cien veces más células que una persona.

Dos estudios recientemente publicados muestran que los elefantes tienen veinte copias del gen que regula la proteína p53. Esta proteína es un supresor tumoral conocido como ‘el guardián del genoma’, cuya función es frenar la división e inducir la muerte de las células que presenten daños en su ADN. A su vez, la actividad de p53 es regular el encendido de otros genes, lo que también se conoce como factor de transcripción. Los factores de transcripción son genes maestro, ya que pueden prender o apagar una batería de genes y así dar lugar a una respuesta celular concertada, como es la división o la inducción del programa de muerte.

Los mamíferos en general tenemos una sola copia de p53 y se sabe que en humanos esta proteína está mutada en casi la mitad de los tumores. Lo sorprendente es que del análisis genético de material fósil de mamuts se pudo establecer que tenían una docena de copias de este gen. Por otro lado, solo hay una copia de p53 en manatíes, los parientes vivientes más cercanos de los elefantes. Esto permitió concluir que el número de copias de p53 se correlaciona con el aumento del tamaño corporal del linaje de los elefantes durante los últimos 15 millones de años.

Las múltiples copias de p53 sugieren que los elefantes adquirieron durante su evolución un mecanismo robusto para inducir la muerte de aquellas células que presenten daños en su ADN en lugar de intentar repararlo, como sucede en el resto de los mamíferos. Este mecanismo supondría un gasto energético que solo un animal de gran tamaño podría afrontar, y les permitiría eliminar todas las células defectuosas y evitar así la aparición de tumores. Una manera elegante de resolver la paradoja de Peto.

Más información:
Abegglen LM et al., 2015, ‘Potential Mechanisms for Cancer Resistance in Elephants and Comparative Cellular Response to DNA Damage in Humans’, J. Am. Med. Assoc., 314, 17: 1850-1860.
Sulak M et al., 2015, ‘TP53 copy number expansion correlates with the evolution of increased body size and an enhanced DNA damage response in elephants’, bioRxiv, doi: http://dx.doi./10.1101/028522.

Federico Coluccio Leskow

 

Doctor en ciencias biológicas, UBA. Investigador adjunto del Conicet. Profesor adjunto del departamento de ciencia básicas, UNLU.
[email protected]
 

El resurgimiento de RAS


En 1911 un granjero advirtió un gran tumor en los músculos pectorales de una de sus gallinas. Con la esperanza de que pudiera ser eliminado, se contactó con el patólogo Francis Peyton Rous (1879-1970), quien no pudo curar la preciada ave pero descubrió que la causa del tumor era un virus que, con el tiempo, se denominó virus del sarcoma de Rous. En 1966, ya anciano, Rous recibió el premio Nobel de medicina por su labor.

Cáncer

En 1975, los biólogos Harold Varmus y Michael Bishop, de la Universidad de California en San Francisco, también ganadores del Nobel de medicina en 1989, hicieron el sorprendente descubrimiento de que el genoma de dicho virus contenía un gen proveniente de las células de las gallinas que parasitaba, incorporado accidentalmente al realizar el parásito su ciclo vital. En otras palabras, el virus había ‘raptado’ un gen de una de las células de su hospedador. Ese gen recibió el nombre de SRC (se pronuncia ‘sarc’ y deriva del nombre del tipo de tumor que produce: un sarcoma).

Desde entonces, cada vez que el virus parasita una célula, el gen SRC anormalmente activado causa que esta última se divida sin control y forme un sarcoma. Varmus y Bishop llamaron protooncogén SRC a su forma normal, que se encuentra en las células de gallina, y oncogén SRC al incorporado al genoma del virus. Generalizando su descubrimiento, postularon que las células normales poseen genes relacionados con el control de la división celular, o protooncogenes, que pueden mutar sin necesidad de la acción de un virus para transformarse directamente en genes que producen tumores, es decir, oncogenes. Desde entonces se han descubierto numerosos oncogenes.

Obviamente, el objetivo de descubrir los mecanismos que causan el cáncer es encontrar formas de tratarlo. Como es sabido, la mayoría de los genes codifican o regulan proteínas a través de las cuales realizan su función. Cuando un protooncogén muta y se transforma en un oncogén, este último codifica una proteína defectuosa denominada oncoproteína que contribuye a la proliferación descontrolada de las células. En años recientes se han ideado varias terapias que apuntan a inhibir la acción de oncoproteínas. Un ejemplo es el anticuerpo monoclonal trastuzumab (comercializada como Herceptin) que se une a la oncoproteína producida por el oncogén HER2, inhibiéndola. Este anticuerpo se utiliza para tratar aproximadamente el 30% de los cánceres de mama.

Algunas oncoproteínas importantes, sin embargo, han resistido los intentos de inhibir su acción. Se las llama oncoproteínas indrogables y entre ellas se encuentra la denominada RAS, que contribuye a la formación de una alta proporción de tumores humanos. Hace más de treinta años que se la conoce, pero no se ha logrado encontrar una droga que inhiba su acción y se estableció la idea que era muy difícil, tal vez imposible, hacerlo, al punto que los investigadores dejaron de intentarlo por más de una década.

Sin embargo, con el conocimiento acumulado en estos últimos años, varios grupos de investigación están volviendo a la carga y, según parece, podrían tener éxito. Una de las mutaciones más comunes por las que el protooncogén RAS se transforma en un oncogén conduce a la sustitución, en la proteína que codifica, del aminoácido glicina por otro llamado cisteína (los aminoácidos son las estructuras químicas que forman a las proteínas). Esta sustitución causa la activación permanente de la oncoproteína RAS conduciendo a una división celular descontrolada. Recientemente, el bioquímico Kevan Shokat y su grupo de la Universidad de California en San Francisco han desarrollado un compuesto que se une irreversiblemente al aminoácido cisteína inhibiendo la acción descontrolada de esta oncoproteína.

Se necesita realizar más ajustes a esta y otras drogas que se están desarrollando antes de que puedan administrarse a pacientes, pero si se lograra –y hay razones para ser optimista– sería un gran avance en el tratamiento de varias de las formas del cáncer.

Más información en Ledford H, 2015, ‘The Ras Reniassance’, Nature, 520, 7547: 278-280.

Alejandro Curino
[email protected]

Artículos relacionados