La política científico-tecnológica y la modernización del país

En diciembre de 1997, el poco antes constituido gabinete de Ciencia y Tecnología del poder ejecutivo nacional publicó un Plan Nacional de Ciencia y Tecnología 1998-2000. El texto señala acciones que el gobierno considera adecuadas para contribuir a la modernización del país y formula diagnósticos sobre aspectos de la situación argentina de los años noventa. No se detiene en definir el tipo de sociedad que aspira contribuir a alcanzar, ni analiza los recursos e instrumentos disponibles para hacerlo, acerca de lo cual este editorial expone algunas reflexiones, con la esperanza de que permitan considerar el plan en un contexto más amplio.

Una de las principales dificultades de estos análisis es la falta de acuerdo sobre la función de la ciencia y la tecnología en sociedades de desarrollo intermedio, como las latinoamericanas. Quizá ello se deba a que se carece de sustento empírico, por la ausencia de datos concretos, por lo que se recurre a extrapolaciones de lo sucedido en los países desarrollados. Pero más allá de ello, debe señalarse que, para disponer de ciencia y tecnología de calidad y con valor social, es necesario satisfacer dos condiciones. La primera es de tipo instrumental y se refiere a que la cantidad y calidad de los científicos, los recursos de que disponen para su labor y la capacidad de gestión de las instituciones en que se desempeñan sean aceptables. La segunda consiste en que haya una razonable coincidencia entre lo requerido para que estas actividades prosperen y las metas buscadas por la sociedad en su afán de progreso.

Sobre la primera, no caigamos en el error de suponer que el país dispone de suficientes buenos científicos y tecnólogos de modo que sólo bastaría establecer políticas adecuadas para que se generen ciertos resultados, por ejemplo, que produzcan innovaciones de valor comercial. Con relación al tamaño de la población argentina, su número es mucho menor que el equivalente en sociedades desarrolladas, al tiempo que su participación en la producción mundial de conocimiento (véase “Análisis bíbliométrico de la producción científica”, más adelante en este número) es reducida en cantidad y despareja en calidad, factor, este, tan importante como el primero, pues se ha calculado que las innovaciones substanciales de cada disciplina resultan de la labor de sólo el 5% de sus cultores.3 Tanto en términos absolutos como relativos, los recursos públicos y privados que manejan los investigadores locales son muy inferiores a los que están a su disposición en países desarrollados, y han evolucionado a espaldas de los costos crecientes de la investigación. En líneas generales, y a pesar de la reciente y bienvenida tendencia a cambiar las cosas, los organismos promotores de la ciencia (CONICET, universidades) no asignan fondos y cargos por mecanismos que favorezcan el mérito, y no estimulan a los jóvenes, cosas imprescindibles para que el sistema científico-tecnológico sea eficiente y competitivo. Por último, los procedimientos y las instituciones dificultan la cooperación entre disciplinas y obstaculizan la investigación multinacional, en épocas cuando, crecientemente, las innovaciones resultan del esfuerzo cooperativo de muchos grupos: el conocimiento del genoma -la totalidad de la información genética y su organización- de una de las levaduras que se requieren para fabricar cerveza (Saccharomyces cerevisiae) requirió diez años de labor cooperativa de más de seiscientos científicos en más de cien laboratorios de los Estados Unidos, Canadá, Japón y la Unión Europea.

No debe sorprender, pues, que -con excepciones- la ciencia y la tecnología locales no estén en condiciones de llevar adelante investigaciones básicas, aplicadas o desarrollos tecnológicos con procedimientos modernos y a una velocidad compatible con las condiciones competitivas del mundo actual. Es necesario que un plan nacional de ciencia y tecnología tenga en cuenta estas falencias instrumentales y contemple acciones específicas para superarlas, so pena de convertir la actividad en un ritual vacío de contenido. Muchos investigadores identificarán a los temores que se esconden detrás de la última afirmación con el tedio de llenar prolijos e inútiles formularios para que los analice una burocracia ignorante del significado del mérito e inocente de todo contacto con la creación intelectual, aunque posiblemente ducha en ‘planificación’ y muy segura de las ‘prioridades nacionales’.

Después de 1930 el concepto de progreso fue adquiriendo un aspecto distinto que, al llegar a su madurez algunas décadas más tarde, incluyó, entre otros rasgos, a la industria nacional protegida y substitutiva de importaciones como motor del crecimiento económico, el debilitamiento de los vínculos económicos con el resto del mundo, la nacionalización de los servicios públicos y de los recursos extractivos, la explotación estatal de estos (sobre todo del petróleo), el estado empresarioal (con fuerte injerencia militar en ciertas áreas), la regulación estatal del sistema financiero y la nacionalización de la banca, el control por el estado del comercio internacional (incluyendo el tráfico de divisas y la tasa de cambio), aranceles altos y diferenciales a las importaciones y retenciones a las exportaciones, y, en general, la conducción de la actividad económica y de la distribución del ingreso por parte del estado.

A esta forma de definir el progreso correspondieron otro concepto del cometido de la investigación y una política cíentífíco-tecnológica distinta, cuyos rasgos sobresalientes incluyeron el manejo local e independiente de la tecnología y una valoración de la ciencia directamente relacionada con la utilidad económica de sus resultados. Esto condujo a definir la investigación “de prioridad nacional” o “al servicio de los intereses del pueblo”, por contraste con la búsqueda de conocimiento básico de importancia universal o de desarrollos tecnológicos competitivos en el mercado mundial. Sí bien las políticas generales y científico-tecnológicas aplicadas en el periodo 1930-1983 tuvieron variados grados de éxito -hecho que también puede decirse del lapso 1880-1930-, hay bastante acuerdo en que, para la década de los ochenta, daban signos elocuentes de crisis, entre otros, el patético desempeño de la última dictadura militar (con sus violaciones de los derechos humanos y su delirio bélico en las Malvinas), seguido por el escaso éxito del gobierno constitucional en establecer sobre bases firmes la actividad científico-tecnológica. Cuarenta años de alta inflación desembocaron en dolorosos episodios de hiperinflación, al tiempo que acontecía la cuasi disolución de la capacidad operativa del estado y la virtual quiebra de las empresas públicas. Como parte de esa crisis, se produjo una importante -y seguramente irreversible- emigración de científicos, motivada por la intolerancia ideológica, la violación de las libertades cívicas (incluyendo la académica) y por la falta de oportunidades económicas, de participación política y de reconocimiento profesional y social, factores, estos últimos que no desaparecieron con el restablecimiento del régimen democrático.

En los términos de este análisis, es muy probable que nos encontremos hoy en los inicios de un tercer ciclo, que requiere una política científico-tecnológica distinta de las dos precedentes, adaptada a un nuevo concepto o modelo de modernización. El contexto político y económico, así como el académico y el modo de generar conocimiento (véase Ciencia Hoy, “La creación de conocimiento en las sociedades contemporáneas”, 41:7-8,1997), han variado. Conviene reflexionar sobre estas cuestiones para encontrar las grandes ideas de una nueva política científico-tecnológica y para evitar el peligro, sin duda presente en el debate político y académico de hoy, de querer aplicar las recetas del pasado, soñando con volver a una mítica edad de oro.

Los rasgos salientes del medio internacional vienen dados por el (¿transitorio?) abandono del sueño socialista como modelo de organización social alternativo al capitalismo, por la búsqueda de un nuevo orden político internacional que reemplace al de la guerra fría, y por la creciente vinculación de los mercados nacionales de bienes y capitales, de modo que se comienza a prefigurar un único mercado internacional, fenómeno por lo común llamado globalización. También se advierten una homogeneización de las formas culturales, o globalización cultural (simultánea con el renacer de los nacionalismos étnicos, como lo recuerda Samuel Huntington), y una nueva revolución industrial, impulsada por la informática y las telecomunicaciones, que quita poder a los gobiernos y lo da al mercado global.

En la Argentina, como en otros países, una de las consecuencias más importantes de estos cambios es la necesidad de redefinir las funciones del estado, luego de la privatización de las empresas públicas, la exclusión de formas inflacionarias de financiamiento fiscal, la desregulación y la apertura de la economía. La república autoritaria está siendo reemplazada por otra, cuyas características, sí bien aún en discusión, parecerían ir gravitando en posiciones relativamente cercanas al capitalismo socio-liberal de este fin de siglo en las sociedades avanzadas de Occidente, donde el debate político y económico se mueve en una franja más bien estrecha que contiene tanto a partidos conservadores como a liberales y socialdemócratas.

Pero si bien las nuevas formas de organización económica pueden ser vistas como caminos para superar viejos problemas, también han dado lugar a dificultades que pueden hacer peligrar su viabilidad, principalmente, en muchos países, un importante desempleo y una inequitativa concentración del ingreso y la riqueza. Además, en estas tierras, un deterioro de la moral pública y un recrudecimiento -que la ciudadanía percibe como alarmante- de la corrupción de los funcionarios. Al mismo tiempo, la sociedad argentina está tomando creciente conciencia de que no se han producido cambios significativos en ciertas cuestiones fundamentales para la vida de un país civilizado, entre las que se cuentan la educación, la salud, la justicia, la seguridad individual y -lo que nos regresa a nuestro tema- la universidad, la ciencia y la tecnología.

En las circunstancias en que nos ha puesto la altura de los tiempos, ni el concepto del estado planificador de la actividad científico-tecnológica, tal como se lo concebía en los años sesenta, a veces vistos como la mencionada edad de oro, ni la visión lineal del proceso de creación de conocimiento como una progresión que conduce de la investigación básica a la aplicada y de esta a los desarrollos, parecen aplicables. De ahí que un plan nacional en el que el estado establece para la ciencia y la tecnología estrictas prioridades temáticas, disciplinarias, geográficas, etc., llevaría en la dirección equivocada, porque constituye un esfuerzo centralizador en circunstancias en que se requiere alentar la iniciativa y la creatividad, y porque en la selección de proyectos o personas por promover relega el crucial criterio de la calidad ante otros menos relevantes. Pero esto no significa, como parece estar en muchas mentes, que la modernización se pueda llevar exitosamente a cabo sin la elaboración local de ciencia y tecnología, y con un estado que se desprenda de toda responsabilidad y sólo confíe en los mecanismos del mercado para financiar la investigación.

Para definir una política científico-tecnológica actualizada se requieren ideas claras acerca del cometido del conocimiento en la sociedad de hoy, tanto el generado en el ejercicio de la libertad académica, cuyo valor principal es contribuir a la calidad de la cultura y ofrecer a los ciudadanos una vida civilizada, como el elaborado en un marco de aplicaciones, que apunta a mejorar las condiciones materiales de vida. Uno de los peligros que nos acecha es olvidar, como en mucha medida lo hizo la república autoritaria, el valor del primero. El propósito de la investigación, quizá antes que impulsar el crecimiento económico, es entender el mundo, de la misma forma que el propósito de la universidad es educar a las mentes antes que capacitar “recursos humanos”. Tampoco podemos tomar sin espíritu crítico muchos de los fundamentos aceptados hasta hace poco, relacionados con el estado desarrollista y la autonomía tecnológica, como por ejemplo, los que justificaban el plan nuclear, que pueden haber quedado obsoletos en el mundo de hoy, lo que hace necesario no olvidarse del asunto, sino buscar con qué reemplazarlos. Para ejecutar la política, por último, se requiere establecer y servirse de los medios adecuados. Un plan nacional de ciencia y tecnología, tanto en sus objetivos como en sus instrumentos, debe ser coherente con los conceptos actuales de modernización y liberarse de los de la república autoritaria, que impedirían el florecimiento de aquellos.

Artículos relacionados