La Racionalidad en Economía

La crítica de Héctor García a lo expresado por Ricardo Hausmann en la entrevista realizada para CIENCIA HOY plantea un interesante y hasta encendido debate sobre la economía actual. En el comentario que sigue, analizaré una de las cuestiones de ese debate, la de la racionalidad, aspecto que ambos consideran central en la teoría económica, pero que valoran de manera muy diferente. Una forma de expresar el principio de racionalidad, es decir que el individuo toma la mejor decisión posible, dentro de los límites que le impone el conjunto de posibilidades que enfrenta. Este principio constituye un hilo unificador en la evolución histórica de la teoría económica. Su influencia se ha extendido a otras ciencias sociales con el nombre de teoría de la elección racional. Se puede analizar la racionalidad desde varios ángulos, de los que consideraré dos: la relación entre racionalidad individual y colectiva, y las implicancias psicológicas de la racionalidad. En la controversia entre Hausmann y García sobre el carácter científico de la economía subyace una distinción implícita entre teoría y ciencia. Una teoría puede pasar una primera prueba, la de su consistencia o coherencia lógica. Pero, como sabemos, algo que en teoría resulta coherente, en la práctica puede no ajustarse a los hechos. Si una teoría también supera esta segunda prueba, la de concordar con los hechos, se la acepta como teoría verificada o conocimiento científico.

OPINION

En la entrevista, Hausmann destaca que la teoría económica se apoya en la premisa de la racionalidad del comportamiento de los seres humanos. En su crítica, García también acepta tal fundamento para la teoría económica dominante o neoclásica, aunque agrega: no se puede afirmar que hoy exista una teoría económica alternativa a la dominante. Sin embargo, ambos discrepan fuertemente acerca del carácter científico de la teoría económica. Hausmann sostiene que ayuda a comprender la realidad, aunque sus predicciones no sean tan precisas como las de las teorías elaboradas por otras ciencias. Es decir, considera que, por tener sustento empírico y coherencia lógica, constituye conocimiento científico. García, en cambio, afirma que no está bien fundada y preserva los intereses económicos propios de las relaciones sociales predominantes. En otras palabras, enuncia que es ideología antes que ciencia.

Discutir aquí si la economía es ciencia o ideología nos llevaría demasiado lejos, pero conviene señalar que es lógicamente contradictorio sostener en forma simultánea que la teoría económica a) no tiene valor científico y que b) permite defender los intereses económicos de los grupos dominantes. La segunda afirmación implica la existencia de una teoría que sirve para comprender la realidad, ya que en caso contrario los grupos dominantes no sabrían cómo explotarla en su beneficio. Pero una teoría que resulta relevante en el plano empírico y se refiere a hechos comprobables tiene valor científico (a no ser que los grupos dominantes tengan una teoría económica alternativa a la neoclásica).

En lugar de distinguir entre teoría y ciencia, como en la discusión anterior, se puede discernir entre teoría pura y aplicada, como lo hizo Schumpeter en la introducción de su obra póstuma, que apareció inconclusa en 1954, History of economic analysis (traducción española: Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, 1971). Ella refleja mejor los campos que abarca la economía, tal como se la practica hoy en día. En un extremo de un continuo se hallan las teorías puras; en el otro, las regularidades empíricas y los hechos observados. Las teorías aplicadas buscan explicar los hechos y juntan ambos extremos. Tanto la teoría pura como la aplicada forman parte de la economía en cuanto actividad científica.

Conviene, también, señalar el valor de teorías que fueron refutadas por los hechos. Tales teorías erróneas, que llenan la historia del análisis económico, resultaron más de una vez cruciales para la evolución de la disciplina, pues sirvieron de punto de partida para otras más perfectas, o condujeron a mirar las cosas de manera diferente y, así, a descubrir resultados nuevos. Este fenómeno excede el campo de la economía: Roger Schank y Peter Childers (The Creative Attitude. Learning to Ask and Answer the Right Questions, Macmillan, New York, 1988), refiriéndose a la enseñanza, resaltan la importancia de buscar explicaciones propias, por descabelladas que parezcan, y aunque resulten luego desmentidas por los hechos, para desarrollar la creatividad y encontrar soluciones nuevas. La discusión abierta de las ideas estimula el avance del conocimiento; el principal freno no lo constituyen las teorías equivocadas sino el dogmatismo.

Desde una perspectiva histórica, la teoría económica neoclásica tomó este nombre para diferenciarse de la clásica, cuyos principales representantes son Adam Smith, Thomas Robert Malthus, David Ricardo, John Stuart Mill y, según cómo se mire, Karl Marx. El término clásica alude a que la economía sólo se constituyó en cuerpo separado de conocimiento con Adam Smith, aunque una larga tradición de pensamiento económico anterior se remonta en lo esencial hasta Aristóteles. Las diferencias entre teorías clásicas y neoclásicas se relaciona con un debate proveniente de los griegos y atraviesa la escolástica medieval: si el precio de un bien está determinado por la utilidad que reporta (teorías subjetivas) o por el costo de su producción (teorías objetivas). La llamada paradoja del valor (¿cómo puede el agua, que es esencial para la vida, tener un precio nulo -eran épocas en que no había contaminación ambiental- y los diamantes, que son superfluos, ser tan caros?) inclinó a los autores clásicos hacia una teoría fundamentada en los costos de producción. Con la visión neoclásica llegó la innovación analítica que condujo a resolver la paradoja y a explicar que el precio de un bien resulta de-terminado por el costo de la última unidad producida y la utilidad de la última consumida. Alfred Marshall resumió esa visión en las conocidas curvas de oferta y demanda de un bien, semejantes a las hojas de una tijera. Ambas hojas hacen falta para cortar un papel; ambas curvas, en su punto de intersección, definen el precio, en el cual el costo marginal de su producción iguala la utilidad marginal de su consumo.

Más allá de las diferencias analíticas que pueda ha-ber entre ellas, las teorías clásica y neoclásica tienen algo en común: el lugar central que otorgan al principio de racionalidad. En él insistía Adam Smith cuando des-taca el móvil del interés propio en la conducta económica de la gente y, en el capitulo 2 del libro 1 de la Riqueza de las naciones (1776), enunció una de las frases más citadas de las escritas por un economista: No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestra comida, sino de su atención a su propio interés. Nos dirigimos, no a su humanidad sino a su amor por sí mismos, y nunca les hablamos de nuestras propias necesidades, sino de sus ventajas.(It is not from the benevolence of the butche,; the brewer or the baker that we expect our dinner but from their regard to tneir own ¡nterest. We addre ourselves, not to their humanity but to tneir seIf-~ove, and never talk to tnem of our own necessities but their advanra ges.)

Si bien la economía neoclásica representó un avance analítico con relación a la clásica, dejó de lado algunas cuestiones estudiadas por esta. Por ejemplo, Smith se refirió a la presión de los industriales sobre los gobernantes para lograr que tomaran medi-das de protección aduanera. Aconsejó desconfiar de sus argumentos, pues sostuvo que, cuando esgrimían conceptos como estimular el empleo y la inversión, ocultaban su interés particular bajo el velo del interés general de la nación. El análisis de Smith se puede aplicar literalmente a los representantes de la industria automotriz argentina, que, empleando el mismo tipo de argumentos, han logrado en la actua-lidad la transferencia de alrededor de 1500 millones de dólares anuales de los compradores a los vendedores de autos, mediante un impuesto que actúa de subsidio implícito a las empresas del sector. Estudios realizados tanto en la Argentina como en los Estados Unidos han mostrado que la protección arancelaria ha sido mayor en los sectores que producen bienes finales y en los que la producción se concentra en pocas firmas. En tales casos, el grupo con mayor capacidad de presionar -los fabricantes- obtiene ventajas a costa del menos capaz de hacerlo -los consumidores-. Así, las ideas clásicas han sido retomadas y ampliadas por la economía política de la protección aduanera, que analiza de qué manera la política económica puede responder a la presión de grupos económicos (y de cómo estos problemas se pueden tratar de resolver con reglas, como aranceles uniformes para todas las actividades). Esto se inscribe en el renacimiento de la economía política, es decir, en el regreso a los conceptos de los economistas clásicos acerca de la relación entre la economía y la política. Al mismo tiempo, representa una reafirmación del poder explicativo del principio de racionalidad, que también ayuda a entender el comportamiento de políticos, funcionarios y gobernantes. La idea es simple: así como los individuos buscan su propio interés cuando ejercen la actividad económica, cuando integran los gobiernos igualmente se mueven por el interés propio, y este no necesariamente coincide con el interés común. Con el nombre de elección racional este enfoque incluso ha rebasado los límites de la economía para abarcar otras ciencias sociales.

La racionalidad de la conducta individual no implica necesariamente la racionalidad de las decisiones colectivas. Los conflictos entre racionalidad individual y colectiva se pueden ilustrar en forma estilizada con un ejemplo clásico de la teoría de los juegos, el dilema del prisionero (ver “El Dilema del Prisionero”). Mancur Olson grabó esta idea a fuego cuando analizó la provisión de bienes públicos. Supongamos el caso de un pueblo cuyos vecinos consideran la construcción de una plaza pública o el tendido de una red cloacal. Si a cada individuo sólo le importara lo que tiene que pagar por el bien público, y cada uno sólo fuera una parte pequeña del grupo total, se produciría la siguiente situación:

* si el conjunto de los vecinos acepta costear el bien público, a cada individuo le conviene negarse a hacerlo, porque -dado que se trata de un bien de uso público-, lo podrá utilizar a costa de los demás;
* si el conjunto de los vecinos no contribuye a costear el bien público, al individuo no le conviene hacerlo, porque sería el único en solventar un gran gasto;
* en consecuencia, independientemente de lo que puedan hacer lo otros, a cada individuo no le conviene contribuir a pagar el bien público.

Planteadas las cosas así, la obra pública no se materializará, aunque el pueblo en su conjunto preferiría que se realizara. Para escapar del dilema, las sociedades han encontrado varias soluciones: una es efectuar la obra sólo si por lo menos un número determinado de vecinos colabora. Esto requiere confianza mutua y que se tomen iniciativas en materia de acciones comunitarias. Otra solución es financiarla por medio de impuestos, es decir, por contribuciones obligatorias que la sociedad impone a todos sus miembros aplicando mecanismos de decisión colectiva previamente acordados. Una tercera es privatizar el acceso al bien público, creando un club que sólo lo permite a quienes pagan, es decir, los socios. Mediante mecanismos institucionales se puede hacer coincidir la lógica del interés individual con la del interés social. Pero, a menos que una sociedad logre diseñar y hacer funcionar bien instituciones adecuadas, no queda asegurado que se puedan tomar las decisiones que mejor respondan al interés colectivo. Por ello, el equilibrio del mercado no necesariamente es el estado óptimo: puede resultar en que no se hagan la plaza o la red cloacal, o que sólo contribuyan algunos, o que no tengan mantenimiento adecuado, o que se destruyan por uso abusivo.

Garren Hardin (en un artículo aparecido en Science, que figura entre las lecturas sugeridas al final) describió una situación similar a propósito de los commons -campos de pastaje de uso comunita no-, cuya sobreexplotación se produce por las mismas causas que la actual depredación de los mares por la pesca. Según la lógica individual, a cada uno le conviene sacar el máximo provecho posible en el corto plazo, anticipándose a los demás, mientras que la lógica social llevaría a una política conservacionista para no agotar el recurso y lograr el máximo beneficio social.

El ejemplo que incluyó Hausmann en su entrevista para analizar el gasto público se halla en esta misma línea de análisis: si sé que otros se harán cargo de mis gastos, me veré estimulado a gastar de más. Si somos diez comensales, la langosta cuesta $50 y el pollo cuesta $10, el prorrateo de los gastos entre todos lleva a que el pollo me cueste $46, si los otros nueve piden langosta; y a que la langosta sólo me cueste $14, si el resto pide pollo. En consecuencia, todos podemos terminar comiendo langosta, aunque, en términos de la relación entre calidad y precio, prefiramos pollo. En este sencillo caso, el remedio obvio es que cada uno pague lo que pidió, pero en situaciones más complejas, a veces, eso no es factible. Por ello, otro remedio usado es restringir las opciones que tiene cada uno. Es lo que sucede en las pujas entre las distintas áreas del gobierno para conseguir fondos del presupuesto oficial, cuyo importe total suele tener un techo.

El ejemplo extremo de la irracionalidad colectiva es la guerra. Ya Jenofonte señalaba que los estados griegos prosperaban más en tiempos de paz que cuando luchaban entre sí. En el caso de que los países pudieran fácilmente ponerse de acuerdo en no agredirse, con los recursos ahorrados en gastos de defensa podrían producir otros bienes útiles y elevar el nivel de vida de la población. Pero pueden existir problemas de coordinación para evitar la carrera armamentista. En un clima de desconfianza mutua, a cada uno le conviene armarse por si se viera envuelto en una guerra, siguiendo la lógica del interés nacional. Para que sea posible el desarme, cada uno necesita asegurarse de que lo harán también los otros. Desde este punto de vista, mecanismos institucionales como la Unión Europea o el Mercosur dan garantías recíprocas a los miembros y les facilitan llegar a acuerdos que son colectivamente más beneficiosos.

¿Cuáles son las implicancias psicológicas de la idea de racionalidad individual? Como se han difundido ciertos malentendidos sobre el concepto de racionalidad en economía, conviene distinguir entre racionalidad y móvil de lucro. Mario Bunge, por ejemplo, crítica el principio de racionalidad llamándolo el extremismo economicista (La Nación, 13.5.98) y lo equipara a la codicia. Pero alguien puede albergar otros sentimientos que la codicia y todavía ser racional: Bunge confunde el principio de racionalidad con el afán de lucro, al que podemos considerar un principio de racionalidad restringido. Ambas formas del principio de racionalidad se pueden remontar a Aristóteles, que, en el libro 1 de la Política, observó que los hombres de negocios están esencialmente movidos por el afán de lucro, y lo contrastó con el objetivo de vivir bien. De hecho, Aristóteles hizo una distinción que se mantiene hasta hoy en la teoría económica. En la teoría de la producción, la racionalidad se expresa usualmente en su modalidad restringida de que se procuren los máximos beneficios monetarios. En la teoría del consumo, en cambio, la racionalidad se expresa en su modalidad amplía de procurar el máximo bienestar del individuo.

Sin embargo, aplicar literalmente el principio de racionalidad restringida a todas las actividades productivas es inadecuado, pues hay casos en que las motivaciones en juego son más amplias que el lucro monetario. Aristóteles señaló que si los médicos sólo consideraran sus intereses pecuniarios al tomar decisiones, podrían perjudicar la salud del paciente. Cuando García sostiene que la economía actual es ideología y no ciencia, parece tener en mente este principio de racionalidad restringida: si lo único que importara a los economistas fuera la plata, estarían dispuestos a actuar como abogados del diablo para el mejor postor, sin tener en cuenta la verdad. De hecho, este tipo de problemas puede darse en cualquier actividad profesional o decisión productiva en las que esté en juego algo más que dinero. Pero el mismo hecho de que puedan existir conflictos de intereses para el médico o el científico -o, en general, para quien toma decisiones- indica que entre los móviles que los llevan a actuar se cuentan también la salud del paciente, la búsqueda de la verdad o el interés por un trabajo bien hecho. Tales conflictos pueden llegar a ser bastante serios, lo que demuestra que sacrificar los principios tiene su costo. Por eso, la formación médica no sólo trata de cuestiones técnicas y biológicas, sino que inculca las tradiciones expresadas en el juramento hipocrático, y en la investigación se subraya el valor supremo de la objetividad, más allá de las conveniencias personales. El principio de racionalidad amplía incluye las motivaciones no monetarias (en el peor de los casos, la prensa libre y el debate abierto, que tienen algo de una competencia de ideas, ayudan a mantener la transparencia). En definitiva, lo que supone la racionalidad individual no es el afán de lucro, sino que los individuos saben evaluar sus propios intereses, lo que no es poco. Incluso, economistas que defienden al extremo la libertad de elegir reconocen limitaciones al principio de racionalidad: Milton Friedman afirma que las decisiones exigen individuos responsables. Por ello, los locos y los menores están limitados en su libertad, aunque agrega que es difícil trazar con alguna precisión la línea del paternalismo.

Para iluminar los aspectos psicológicos del concepto de racionalidad en economía, es útil discernir entre inteligencia analítica y madurez emocional. Daniel Goleman (Emotional intelligence, Bantam Books, New York, 1995) distingue entre la inteligencia analítica y la emocional: un alumno excelente en la escuela puede ser un fracaso en la empresa o en la vida diaria. No argumenta que sea inconveniente ser un buen alumno, sino que importa el aprendizaje emocional, el cual incluye saber qué le gusta y qué no le gusta a una persona. El concepto de inteligencia emocional se relaciona con el de racionalidad en economía: una persona racional sabe qué prefiere y cuáles son sus gustos, y esto le permite tomar una decisión. Pero ello es sólo una parte de la racionalidad económica, porque esta supone, además, que el individuo pueda analizar una situación y resolverla. Así, el individuo racional es alguien inteligente y emocionalmente maduro.

Es verdad que se pueden ejemplificar muchas de conductas contrarias a la racionalidad individual, empezando por las propias. El concepto de los límites de la racionalidad no está plenamente integrado en la teoría económica, pero se avanza en esa dirección. Al respecto, se pueden citar dos nombres: Herbert Simon, quien exploró las limitaciones de la inteligencia analítica, y George Akerlof, quien lo hizo con limitaciones en la madurez emocional. Simon propuso el concepto de racionalidad limitada, a modo de alternativa a la racionalidad absoluta: así como existen limitaciones computacionales o analíticas para encontrar la solución óptima a una problema, nosotros a lo sumo podemos aspirar a encontrar una solución satisfactoria. Akerlof se refirió a la disonancia cognitiva para referirse a situaciones en las que, quienes toman decisiones, no conocen bien sus preferencias, o son demasiado influenciables cuando actúan como parte de grupos cerrados a puntos de vista externos: la obediencia indebida, que conduce a alguien a hacer cosas que le desagradan por complacer al superior, es un ejemplo extremo. Los límites de la racionalidad se han empezado a analizar desde el enfoque de la economía experimental, que trata de analizar cómo individuos reales toman decisiones en diferentes condiciones de laboratorio, lo que permite apreciar en qué medida violan los postulados de racionalidad perfecta.

En suma, postular la racionalidad individual en el comportamiento económico no supone sostener que los resultados de este sean siempre socialmente óptimos. Implica, sí, interpretar las acciones individuales como hechos intencionales de los individuos. Por ello, conduce a mirar el problema económico con la lógica de quienes toman las decisiones -en lugar de mirarlo desde afuera- y a ponerse en el lugar de estos. Ello ha ayudado a entender muchos de los fenómenos que estudian la economía y las ciencias sociales. El enfoque no cierra la puerta a otras ideas de racionalidad imperfecta. El concepto de racionalidad, incluso, es útil como un punto de referencia para analizar variantes ocasionadas por las limitaciones de nuestra capacidad computacional o por falta de madurez emocional. Es un campo de análisis que promete ser muy atractivo en el futuro.

Lecturas Sugeridas

AKERLOF, GEORGE, 1991, “Procrastination and obedience”, American Economic Review, 81:1-19.

BAIRD, DOUGLAS G., ROBERT H. GERTNER & RANDAL C. PICKER, 1994, Game Theory and the Law, Harvard University Press, Cambridge.

DAVIS, DOUGLAS, D. & CHARLES A. HOLT, 1993, Experimental Economics, Princeton University Press, Princeton.

FRIEDMAN, MILTON, 1962, Capitalism and Freedom, University of Chicago Press, Chicago.

HARDIN, GARRETT, 1968, “The tragedy of the commons”, Science, 168, diciembre.

OLSON, MANCUR, 1965, The Logic of Collective Action, Harvard University Press, Cambridge.

SAIEGH, SEBASTIAN & MARIANO TOMMASI, (eds.), 1998, La nueva economía política. Racionalidad e instituciones, Eudeba, Buenos Aires.

SIMON, HERBERT, A., 1979, “Rational decision-making in business organizations”, American Economic Review, 69:493-513, septiembre.

TOMMASI, MARIANO & KATHRYN IERULLI, (eds.), 1995, The New Economics of Human Behaviour, Cambridge University Press, Cambridge.

Jorge M. Streb

Jorge M. Streb

Universidad del CEMA

Artículos relacionados