Los árboles y el bosque

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Luego de haber tratado en el número anterior el desastre ambiental del plástico
oceánico, nos vemos en esta entrega ante la tragedia de los incendios de los bosques
tropicales de buena parte del mundo. En las páginas 33-40 reproducimos un artículo
que no ha perdido actualidad sobre el tema, aparecido en Ciencia Hoy hace 27 años,
y como editorial incluimos las reflexiones de un especialista sobre un aspecto crucial
del asunto por lo común poco tenido en cuenta.

Esparcidos tanto por la selva como por las redes sociales y los medios de comunicación, los dramáticos y simultáneos incendios de la Amazonia, de la Chiquitanía y de extensas regiones del África subsahariana están en boca de todos. Lo ponen de manifiesto, por ejemplo, polémicas entre instituciones nacionales e internacionales sobre los records anuales de conflagración forestal; imágenes de São Paulo envuelta en tinieblas apocalípticas; fotografías desgarradoras de sufrimiento humano y animal; tomas satelitales que muestran cómo cada minuto se pierde una superficie de bosque del tamaño de un campo de fútbol; la donación por Leonardo Di Caprio de cinco millones de dólares para preservar el ecosistema amazónico; el avión 747 Supertanker que transporta 75.000 litros de agua contratado por el presidente boliviano Evo Morales; la insólita pelea entre los mandatarios del Brasil y de Francia, con imputaciones de colonialismo, injurias personales y hasta referencias disparatadas a Nerón, la piromanía y la reciente desgracia parisina de Notre Dame; e incluso las disquisiciones de Arturo Pérez-Reverte, miembro de la Real Academia Española, sobre si debe decirse Amazonia o Amazonía.
En rigor, nadie sabe realmente cómo se iniciaron y se extendieron los fuegos. ¿Fueron los mismos agricultores que cada año queman su parcela para desbrozarla? ¿Fue una temporada de inusual sequía, vientos de excepcional potencia y calores extremos? ¿Hubo focos de incendio producidos en forma intencional? ¿O bien, como es más probable, todo eso al mismo tiempo? La compulsiva imputación de responsabilidades multiplica ironías, paradojas y arbitrariedades en los brotes de indignación moral (se quejan por Notre Dame pero no por el Amazonas), de caricatura (Bolsonaro como capitán motosierra), de explicación mítica (la Madre Tierra llevó a Evo al poder y la Madre Tierra lo sacará), de sesgo ideológico (comentaristas progresistas que acusan a Bolsonaro, y sus pares conservadores a Evo Morales), de teorías conspirativas (Bolsonaro acusa a ‘las ONG’ y Morales a ‘la derecha’) y de oportunismo político (tanto Morales como Carlos Mesa, su competidor más directo en las próximas elecciones, posaron ante la prensa apoyando a los bomberos).
Subyace a todas estas reacciones el hecho de que la Amazonia sigue siendo la reserva de biodiversidad más grande del mundo y, según la habitual metáfora, el pulmón del planeta. Sin embargo, se trata al mismo tiempo de una región con una enorme variabilidad cultural, que alberga a casi un millón de indígenas agrupados en grandes familias lingüísticas (tupí, gê, caribe, tukano, arawak, pano-tacana) más algunos troncos etnolingüísticos aislados, como los cofán o los ticunas. El asunto no es menor. Pese a las connotaciones genéricas de etiquetas como indio, aborigen u originario, hay tanta diferencia entre un tukano del Vaupés colombiano y un kaingang del sur brasileño como entre un argentino y un ucraniano. Es probable, igualmente, que quienes englobamos como guaraníes en el norte de Salta no puedan entenderse con sus pares guaraníes de la costa brasileña, como es casi imposible, asimismo, que se comuniquen fluidamente entre sí las poblaciones orientales y occidentales del norte argentino de la etnia que llamamos wichí. Sin embargo, si bien las lenguas y las culturas de las tierras bajas de los trópicos y subtrópicos sudamericanos pueden ser tan distintas entre ellas, también existe un factor que unifica a la enorme mayoría de los integrantes de casi todas: que tradicionalmente subsisten gracias a una agricultura de pequeña escala que cada año desbroza y quema unas pocas hectáreas de selva.
Al mismo tiempo, forman parte de esta realidad sudamericana (para centrarnos en la región del mundo que conocemos y está más cercana a los lectores de Ciencia Hoy) las explotaciones agropecuarias extensivas (en especial la ganadería y la agricultura de soja), que en las últimas décadas provocaron el desmonte de casi una quinta parte de la selva amazónica. Junto con esto aparecieron las acciones propagandísticas, judiciales y políticas de los intereses madereros y agropecuarios –o, como se los llama en el Brasil, ruralistas–.
Pero no sería justo caracterizar a los actuales pueblos amazónicos como meras víctimas de la degradación ambiental. Los estudios arqueológicos, etnohistóricos y antropológicos fueron entendiendo gradualmente que la Amazonia no es hábitat exclusivo de pequeñas sociedades de cazadores y horticultores igualitarios, sino un escenario policromo en el que grupos ínfimos coexistieron siempre con extensas asociaciones regionales, las cuales practicaban una agricultura de gran escala, establecían circuitos políticos, comerciales o diplomáticos, y se las ingeniaban para urdir refinados repertorios simbólicos, artísticos o rituales. De forma similar, si buscamos colocar el problema ambiental en su marco sociológico, resurge casi de inmediato el juego de las diferencias y volvemos a encontrar matices en esos actores presuntamente homogéneos que solemos englobar bajo el rótulo de indios. No hay, de hecho, bloques nítidamente diferenciados de indígenas y blancos que operarían como héroes y villanos de cine, como no hay tampoco nativos que padecen pasivamente el despojo colonizador. Mejor dejar de lado la imagen estereotipada de blancos insensibles que destrozan una selva defendida por guardianes autóctonos de la tierra movilizados por algún tipo de lazo místico con la naturaleza.
Los claroscuros que enturbian la comprensión de la Amazonia son particularmente evidentes en el caso boliviano. Pese a la atractiva retórica que entroniza a Evo Morales como primer presidente indígena de un Estado plurinacional –diametralmente opuesto al racismo que apenas disimula Jair Bolsonaro–, sería ingenuo soslayar que su gobierno aprobó una serie de leyes en estímulo de la deforestación agropecuaria, la producción de biocombustible, la habilitación del desmonte de áreas protegidas como el valle de Tucavaca, la autorización a pequeños productores para quemar bosque seco y sucesivas amnistías para la quema ilegal.
Las autoridades bolivianas atribuyen el 6% del desmonte a los indígenas, el 31% a las comunidades campesinas nativas y el 63% restante a propietarios de mayor capacidad económica. No extraña, así, que muchos campesinos, en especial los indígenas de tierras altas, apoyen las iniciativas gubernamentales, porque las áreas protegidas –que incluyen las reservas indígenas– obturan a su juicio el desarrollo de la economía regional. Pero, como sucedió hace unos años cuando el propio Morales impulsó la construcción de una carretera a través del parque nacional Tipnis, ubicado entre Cochabamba y el Beni, hoy muchas organizaciones civiles, tanto indígenas como campesinas, se unen para denunciar el ‘ecocidio’ del gobierno nacional.
Sucede que, entre los indígenas amazónicos, como entre todos nosotros, hay divergencias económicas, políticas o culturales que, en determinadas circunstancias, los conducen a privilegiar ciertas opciones en detrimento de otras (por ejemplo, la autonomía política o el bienestar económico por sobre la protección ambiental). No es raro, así, que criollos e indígenas de las tierras bajas acusen a los ‘coyas’ de incendiar el bosque, dado que llegaron del altiplano y no dominan la técnica de la roza y quema. Pero no se trata de conflictos interétnicos sino de diferencias intraétnicas que muchas veces la prensa o los estudios académicos no ponen de manifiesto. En otras palabras, se trata de parcialidades del mismo grupo que propician conscientemente la agenda ecológica enfrentadas con otras que favorecen la tala de árboles o la agricultura de gran escala. He podido apreciar eso entre los wichís del norte argentino y los chacobos de la Amazonia boliviana. A este panorama se suman la indisimulable demografía mestiza, la inestable economía sudamericana y los cambiantes alineamientos políticos y étnicos. De allí que interpretar los conflictos como el enfrentamiento de blancos depredadores e indígenas ecológicos desdibuja la compleja realidad e impide entender la índole de los incendios amazónicos.
Carente de la necesaria competencia técnica, no estoy en condiciones ni siquiera de esbozar una solución para los recientes incendios ni, mucho menos, para la crisis aparentemente irreversible de la deforestación amazónica. Tan solo sugiero la necesidad de emplazar el problema ecológico en sus marcos sociales. Es sabido que los pensadores budistas y el obispo Berkeley se preguntaban qué sucede cuando cae un árbol en el bosque y no hay nadie para oírlo. Si no dejamos de lado las agendas particularistas de la indignación moral, las modas académicas y la ideologización de cada partícula de la experiencia humana, corremos otro peligro: que los árboles caigan mientras todos hablamos de ellos.

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