Otra vez el Riachuelo

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En el editorial del número 115, de febrero – marzo de 2010, expusimos una serie de consideraciones sobre la contaminación del Riachuelo, a la que –en el año del bicentenario de la Revolución de Mayo– calificamos en el título de esa pieza de ‘Un problema (casi) bicentenario’.

Señalamos entonces que tan temprano como mediados de la década de 1810 se instalaron en sus márgenes diversos saladeros de carne vacuna que vertían desechos en las aguas. Hacia fines de la década de 1860 un decreto determinó el cierre de esos saladeros por razones higiénicas: por aquellos años la prensa se refería con frecuencia al color sanguinolento del río, los olores fétidos, el burbujeo de sus aguas y la mortandad de peces, evidencias de la grave corrupción de sus aguas.

Otras industrias, sin embargo, reemplazaron a los saladeros, con lo que la contaminación no disminuyó: posiblemente haya aumentado a lo largo del siglo XX. Es así como en nuestro editorial de entonces sostuvimos que el Riachuelo tenía el nefasto honor de contarse entre las vías de agua más contaminadas del planeta.

Interrogándonos sobre la posibilidad de revertir ese fatídico estado de cosas, afirmamos que una de las primeras lecciones de la bicentenaria historia del río es que ‘las soluciones no se pueden establecer por simple vía legislativa o por disposición de una autoridad, incluso de una autoridad legítima, con jurisdicción y competencia en la materia’. Y agregamos: ‘Que la Corte Suprema ordene al Poder Ejecutivo poner en práctica una pronta y efectiva solución al problema no conducirá, sin más, a resolverlo, pero puede servir de estímulo a emprender la marcha’.

Reexaminando la cuestión tres años después, nos parece que esta última frase merece algunas consideraciones adicionales. Si bien es estrictamente cierto que las sentencias de la Corte no conducirán sin más a la eliminación del trastorno, creemos que al haberlas puesto en la mera categoría de estímulo omitimos arrojar luz sobre una faceta que nos parece oportuno traer ahora a la atención del lector.

Al hablar de las dificultades de resolver el problema, dijimos que ‘es parte de una compleja trama de decisiones individuales e intereses económicos que interactúan en un marco político y normativo determinado’. De ahí en más comentamos, entre otros temas, las consecuencias de lo que llamamos ‘decisiones orientadas legítimamente al beneficio económico de personas, empresas u otras organizaciones’ y sostuvimos que la contaminación solo podría revertirse si se cambiara la relación de costos y beneficios que se derivan de esas decisiones, es decir, si ‘contaminar se hiciera más costoso y no hacerlo, más beneficioso’. Y concluimos que ‘lo mismo vale para el comportamiento de la población como consumidores, en particular para cosas como el manejo de las aguas servidas y los residuos domiciliarios’.

Cuatro artículos que se publican en este número ponen la cuestión en un contexto más amplio. Tres de ellos salen bajo el título general de ‘El saneamiento del Riachuelo’, mientras que el cuarto –que no trata centralmente ese tema sino que se ocupa de nuevas relaciones entre decisiones políticas y judiciales– nos da pie para comentar la faceta de la intervención de la Corte Suprema que venimos de mencionar.

Esos artículos argumentan, por un lado, que no se trata de sanear solo las aguas, pues la contaminación también abarca los lodos del lecho del río y muchas zonas de la cuenca, en especial las aguas subterráneas y los suelos. Por eso, el concepto a aplicar es el de saneamiento integral de la cuenca del río Matanza-Riachuelo, lo que además de la necesidad de tomar medidas técnicas que eliminen las sustancias químicas contaminantes incluye la de renovar amplios sectores del territorio que están hoy urbanizados. Para hacer esto adecuadamente se requiere establecer una política urbanística que considere, entre otras, la densidad de ocupación y el uso del suelo, la vivienda o, más ampliamente, las cuestión inmobiliaria y su economía, el tránsito y los medios de transporte, los servicios de provisión de energía, agua y desagües y el diseño urbano y arquitectónico, pero que no pierda de vista en ningún momento el objetivo central, que es mejorar la vida cotidiana de la gente y facilitar convivencia social.

Se advierte, en consecuencia, que la tarea por delante es singularmente compleja. Tiene, en adición, la característica, propia de tales situaciones y comentada en el editorial anterior, de que el todo es diferente de la suma de las partes. Por ello, solo se puede esperar tener éxito si se ponen en marcha mecanismos que hagan participar en las instancias de análisis y decisión de cada uno de los aspectos mencionados a todas las jurisdicciones administrativas y políticas responsables de ellas, y si se logra que coordinen sus labores y marchen en la misma dirección. Eso, por otra parte, solo se obtendría si una buena mayoría de la población apoya la iniciativa, y si el sistema político alinea sus decisiones con los anhelos de esa mayoría.

Las decisiones de la Corte Suprema, en última instancia, abrieron el camino para que se pueda avanzar hacia esa coordinación en un área en la que legítimamente deben participar diversas reparticiones del gobierno nacional, del de la provincia de Buenos Aires y del de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, más los municipios de trece partidos bonaerenses. Su intervención, además, se ubica en la línea analizada con herramientas conceptuales de la ciencia política actual en el cuarto artículo mencionado, que lleva el título ‘El giro judicial de la política en la democracia argentina’.

Ese giro judicial, por otro lado –que excede el asunto del saneamiento del Matanza-Riachuelo y se advierte en muchas otras cuestiones–, lleva a preguntarse si estamos ante una nueva forma de ejercer la división de poderes contenida desde los orígenes de la república en la tradición constitucional argentina, o si se trata de algo distinto. Esta faceta de la innovadora actuación de la Corte Suprema merece ser analizada con más detención.

Volumen 22 – Nº 132, abril – mayo 2013

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