Pares e Impares

El editorial del número anterior estuvo dedicado al procedimiento por el cual, en el ámbito académico, ciertas decisiones se apoyan en la opinión ilustrada del grupo restringido de personas que poseen los conocimientos relevantes para el caso en cuestión. Como normalmente esas decisiones -nombramientos en cargos profesorales y de investigación, asignación de subsidios, publicación de trabajos, etc.- afectan a individuos que pertenecen al mismo grupo que los calificados para evaluar el asunto, es común decir que este fue sometido al juicio de los pares, expresión que se remonta, por lo menos, a la Carta Magna británica de siglo XIII. También se­ñalamos en ese editorial la necesidad de cuidar que el proce­so no degenere y adquiera los varios vicios que lo pueden contaminar -desaliento de la creatividad, intolerancia, arbitrariedad, clientelismo, etc.-, los que, lejos de constituir una posibilidad hipotética, se han comprobado en más de una oca­sion. En 1918, Thorstein Veblen, una figura importante y he­terodoxa de las ciencias sociales norteamericanas, sostenía que la universidad de su tiempo promovía publicaciones sobre todo por razones de prestigio institucional, premiaba la mediocri­dad con la misma frecuencia que el mérito y ejercía enorme presión sobre los disidentes para que se volviesen conformistas. Por otra parte, como lo señaló Clark Kerr, presidente de la universidad de California durante la rebelión estudiantil de 1964 en Berkeley, conocida como el Free Speech Movement, no hay evidencia de que exista más moralidad en los claustros que fuera de ellos. En este editorial nos proponemos reflexionar, no sobre las virtudes y defectos del juicio de los pares, sino sobre su campo de aplicación. Sostendremos que, así como hay cuestiones que sólo se resuelven de modo adecuado si se respeta el pronunciamiento del especialista, porque se trata de asuntos eminentemente técnicos (como el valor de un plan de trabajo de investigación o la capacidad didáctica de un aspirante a profesor), también las hay (como dar prioridad a determinadas disciplinas por sobre otras en el momento de asignar recursos a la investigación o de financiar programas de enseñanza) que no pueden encararse de esa manera, porque lo que está en juego no es de índole técnica sino que se relaciona con objetivos o propósitos individuales, institucionales o sociales.

Si en el primer caso se trata de asun­tos a ser discutidos entre especialistas o letrados, en el segundo estamos ante cuestiones que interesan a todos los integrantes de la comunidad afectada, tanto los especialistas como los que no lo son, tanto los letrados corno los legos, los pares igual que (si se nos permite el juego de palabras) los impares. En otros términos, hay un campo propio de la discusión y decisión técnicas y otro que pertenece a la discusión y decisión políticas. No deben ser confundidos ni mezclados. El tema de la presente reflexión, en reali­dad, excede ampliamente el ámbito académico: puede aplicar­se a cualquier institución y, sobre todo, es inevitable en la vida pública, en todos los niveles de gobierno, porque los fines de las politicas estatales conciernen a todo el mundo, aunque elegir los instrumentos idóneos para alcanzarios a menudo sea asunto sólo accesible a los técnicos. Por ejemplo, dar prioridad al transporte colectivo o al automóvil en una política de tránsito urbano, o invertir recursos públicos en investigación científica, medicina preventiva o un teatro de ópera, son decisiones que atañen a todos los ciudadanos, si bien sólo los es­pecialistas podrán esclarecer las posibilidades y consecuencias de cada vía alternativa y llevar a la práctica los programas res­pectivos.

En este editorial, sin embargo, solamente nos interesa considerar el alcance de esta distinción en el mundo de la ciencia y la universidad, en la cual es singularmente importante tener en cuenta la diferencia entre decisiones técnicas y politicas, y enfatizar que sólo para las primeras es legitimo reclamar que se aplique el juicio de los pares. Aplicarlo (o pretender hacerlo) a las segundas puede ser consecuencia de (a) un consciente o inconsciente corporativismo, es decir, de concebir a la comunidad académica como un estamento o corporación que se rige por reglas distintas de las aplicables al resto de la sociedad; o (b) cierta desconfianza en el sistema de­mocrático, y preferencia por la temocracia, en la que decisiones acerca de asuntos complejos, o cuya comprensión requiere poseer conocimientos especializados, no se confían al hombre común o lego sino que se reservan al especialista o letrado. El corporativismo es un resabio medieval y, como tal, está inextricablemente imbricado en la tradición universitaria de Occidente, originada en el medioevo y caracterizada por una rica historia de conflictos entre los claustros y el resto de la sociedad, con abusos y legítimas reivindicaciones de ambas partes.

Tal vez el haber citado a la Carta Magna, también una institución medieval, nacida para defender los derechos de ciertos estamentos sociales contra el despotismo real, y otras veces invocada para salvaguardar los privilegios de clases encumbradas, decididas a evitar que se las trate como al ciudada­no común -la canalla se hubiese dicho en el siglo XVIII-, no ayude a discernir el cometido radicalmente distinto del juicio de los pares en las instituciones actuales, ni a reconocer que algunas dimensiones de la llamada autonomía universitaria en el dis­curso político argentino se asemejan mas al corporativismo que a justificados reclamos de libertad académica. La tecnocracia caracteriza a sociedades autoritarias o paternalistas de tipo tradicional, en las que gru­pos competentes en determinados campos resuelven lo que conviene a la gente o esta debe hacer en ese campo: así, en una sociedad tecnocrática, la medicina y la salud pública son asunto de los médicos, quienes escogen los objetivos individuales y colectivos sin dar intervención a los pacientes o al público: no sólo toman las decisiones técnicas, que nadie más estaría en condiciones de adoptar, sino, también, las políticas, que en sociedades modernas se consideran cuestiones en que deben intervenir todos los afectados. Cabría acotar, de pasada, que una deformación opuesta al corporativismo y la tec­nocracia es el populismo: poner en manos de legos decisiones que sólo pueden tomar los letrados, si bien ambos vicios constituyen, a veces, dos caras de una misma moneda, como sucede cuando los “pares” son designados por los mecanismos políticos mediante los cuales se dirimen las luchas por el poder en la sociedad. Tales casos, frecuentes en el medio local, tergiversan el sentido esencial de la saludable distinción entre la esfera de los letrados y la de los legos, entre las deci­siones técnicas y las políticas. Precisamente, por reconocerse esta dis­tinción entre asuntos técnicos y políticos, cobró vigencia en la universidad occidental cierta tradición de hacer intervenir a personas ajenas a ella en ciertas determinaciones de su gobierno.

Comenzó en el siglo XIV, en Italia y Alemania, para administrar el dinero que las autoridades civiles destinaban a pagar los salarios de profesores de universidades -como la de Bolonia- gobernadas por estudiantes. Pero adquirió su forma más evolucionada en los Estados Unidos, donde el cuerpo su­premo de gobierno de las universidades, tanto públicas como privadas, suele ser un consejo no académico o cuerpo integrado por legos (board of lay trustees), que se ocupa de la conducción institucional superior, pero deja las decisiones técnicas en manos de los académicos (quienes, a su vez, integran diversos cuerpos colegiados, incluso uno superior por lo co­mún llamado senado, senate), con los que debe entablar suti­les negociaciones, en un clásico ejercicio anglosajón de divi­sión del poder. La raíz moderna de este sistema de go­bierno debe buscarse en el protestantismo reformado, en particular en las instituciones calvinistas de educación superior, por ejemplo, la Academia de Ginebra (1559) o las universida­des de Leyden (1 575) y Edimburgo (1583). Igual que la responsabilidad última por el gobierno de otras instituciones, corno la escuela, el municipio y la iglesia, Calvino sostuvo que la de gobernar las universidades debía estar, no en manos de intereses internos -como los estudiantes, en la citada Bolonia, y en las primeras universidades escocesas (Glasgow y St. An­drews), o los profesores, en París, Oxford y Cambridge-, sino fuera de la institución, confiada al público y ejercida por me­dio de la participación ciudadana, pues la universidad era asunto de todos y no exclusivamente de los académicos. Esta visión calvinista pasó a las trece colonias inglesas de América y, luego, integró el patrimonio institucional de la república norteamericana independiente. El sistema, sin embargo, no siempre funcionó bien. El nombrado Veblen, que percibió el peligro popu­lista, lo criticó ácidamente: …la clásica locura platónica, por la cual los filósofos conducirían los negocios, ha sido puesta patas para arriba los hombres de negocios se han hecho cargo de dirigir la búsqueda del conocimiento […] un arreglo tonto.2 Pero, sin duda, constituye una buena manera de separar, en la práctica, las decisiones que deben someterse al juicio de los pares de las que deben tomarse de otra manera. Por otra parte, esta modalidad institucional no tiene antecedentes locales, por lo que no la proponemos como modelo que habría que implantar acá sino para enfatizar la distinción entre responsabilidades politicas, que competen a todos, incluso a los legos, y que estos, en consecuencia, deben poder ejercer, y responsabilidades técnicas, que deben ejercer los especialistas, los letrados.

En esos términos, la distinción es válida entre nosotros y se refiere tanto a las características de la persona como a su modo de actuar. Si bien en algunos casos es obvio que el lego no podría resolver una cuestión técnica (digamos, diagnosticar una enfermedad), en otros ello no se con­sidera tan evidente, al punto de que, por ejemplo, en jurados que disciernen ciertas distinciones académicas o artísticas -asunto eminentemente técnico, si los hay, paradigmático como ninguno de la aplicación del juicio de los pares- se constata frecuentemente la inapropiada presencia de autoridades políticas o empresarios patrocinantes. Del mismo modo, si un científico miembro del Congreso participa en un debate acerca del presupuesto universitario, por su formación y familiaridad con el tema podrá tener mejores argumentos que un político profesional, y su presencia podrá resultar sumamente útil para ilustrar a todos sobre los alcances y consecuencias de las decisiones que se tomen, pero sus preferencias no pueden considerarse mejores para la sociedad que las del político, pues no se trata de una cuestión técnica y el científico no interviene en ella como tal sino como cualquier ciudadano. Como se aprecia, es un tema complejo, cuya presencia en la sociedad argentina, tanto en la teoría como en la práctica, se advierte escasamente. Tal vez fuese hora de que eso empiece a cambiar.

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