¿Qué es el material genético?

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Hoy, la expresión ‘organismo genéticamente modificado’ resulta familiar. Probablemente, en algún momento hayamos oído que hay bacterias productoras de insulina, o que existe soja resistente al herbicida glifosato, e incluso, tal vez, que se ordeñan vacas cuya leche contiene la hormona del crecimiento humano.
Aun los más legos en la materia se imaginan que lo anterior está relacionado con la manipulación del material genético de los organismos, es decir, con la introducción de cambios en alguna sustancia especial provista de la información que define las características de los seres vivos. Para ser capaces de hacer esos cambios hoy, primero se tuvo que haber determinado en cuál molécula, de entre los billones de ellas que componen a los seres vivos, está contenida dicha información.
La historia de cómo aconteció lo anterior comienza en 1920, cuando el médico y genetista británico Frederick Griffith (1879-1941) describió la existencia de una variedad (o cepa) inocua de la bacteria causante de la neumonía, el neumococo (Streptococcus pneumoniae). Descubrió que la diferencia entre las bacterias de la cepa incapaz de producir enfermedad y las virulentas residía en que las segundas estaban recubiertas por una cápsula de polisacárido, ausente en las primeras. Ese recubrimiento azucarado tiene el efecto de impedir que la bacteria sea reconocida por el sistema inmune del organismo hospedador, el que no la ataca como lo hace con las que carecen de tal envoltura.
La forma como Griffith comprobaba la virulencia de una cepa de neumococo era inyectar bacterias en animales de laboratorio –en este caso, roedores como cobayos o ratones– y ver si contraían neumonía. Constató que los animales infectados con la cepa inocua vivían normalmente, y que los infectados con la cepa virulenta enfermaban de neumonía y morían a los pocos días. Si hervía las bacterias virulentas para que el calor las matara y luego las inyectaba en los roedores, ellos no enfermaban.

¿De qué se trata?
Un relato sobre los episodios de la historia del descubrimiento del material genético, el cual contiene en lenguaje bioquímico la información transmitida de padres a hijos que gobierna la formación de los organismos y las funciones de sus partes.

En 1928 advirtió que si mezclaba bacterias vivas de la cepa inocua con bacterias muertas de la cepa virulenta y luego inyectaba la mezcla en roedores, los animales contraían neumonía y morían. Más aún, si analizaba al microscopio sangre de estos últimos animales enfermos, solo encontraba bacterias vivas encapsuladas y, por ende, virulentas. Estos experimentos indicaban que, al mezclar las bacterias, las de la cepa inocua adquirían una capacidad que no tenían: fabricar la cápsula de polisacárido.

Los hallazgos de Griffith fueron cuestionados por la comunidad científica de la época, pues contradecían las ideas aceptadas de que los seres vivos eran entidades cuyas características no cambiaban, es decir, no podían adquirir en vida una capacidad que no hubiesen heredado. Pero sus experimentos fueron reproducidos con igual resultado ese mismo año en el Instituto Prusiano para Enfermedades Infecciosas Robert Koch, de Berlín, por el bacteriólogo alemán Friedrich Neufeld (1904-1994) y en 1929 en el Instituto Rockefeller de Investigación Médica, en Nueva York, por el investigador canadiense Martin Dawson (1896-1945). Este dio al cambio comprobado por Griffith en las bacterias el nombre de transformación.
Si bien los anteriores experimentos, realizados en forma independiente unos de otros, demostraron que la transformación de las bacterias era real, no pusieron en evidencia qué la causaba, es decir, qué recibían las bacterias vivas de las muertas para que ella aconteciera. Necesariamente tenía que haberse transferido de estas a aquellas algo con las instrucciones para construir la cápsula de polisacárido. Dawson lo denominó principio transformante; hoy es conocido como material genético.

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Friedrich Neufeld (derecha) recibe en el Instituto Koch de Berlín a su colega Simon Flexner, director del Instituto Rockefeller de Nueva York ca. 1932. Colección Wellcome

También en el Instituto Rockefeller, el médico inmunólogo y microbiólogo estadounidense Oswald Avery (1877-1955), nacido en Canadá, luego de objetar los experimentos de Dawson, decidió en 1930 abocarse a desentrañar la naturaleza química de dicho principio transformante. En 1932 constató que si se filtraba las bacterias virulentas muertas por calor mediante una malla que no dejase pasar células (o restos grandes de ellas), aquello que sí lograba atravesarla mantenía la capacidad transformante. Estableció así que el principio transformante era algo muy pequeño: ya las bacterias, que miden aproximadamente entre 1 y 2 micrómetros de diámetro, son pequeñas, pero lo buscado debía serlo mucho más, aunque no sabía cuánto. En esa búsqueda, Avery y sus colaboradores pusieron su atención en las cuatro categorías principales de moléculas que componen a todos los seres vivos: azúcares, lípidos, ácidos nucleicos y proteínas.

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Martin Dawson ca. 1930.

Sabían que los azúcares cumplen sobre todo funciones de reserva energética, aunque también algunos formaban parte de estructuras celulares, como el polisacárido presente en la cápsula. Estaban al tanto de que los lípidos –por ejemplo, los triglicéridos y el colesterol– forman parte de la membrana celular, que separa el interior de las células del exterior. Ignoraban las funciones de los ácidos nucleicos, entre ellos el ribonucleico (ARN) o el desoxirribonucleico (ADN), pero dada su configuración larga y repetitiva, les parecía lógico pensar que cumplen funciones estructurales del tipo de mantener en su lugar los componentes de las células. Y conocían que las proteínas poseen una gran diversidad de funciones celulares y, además, son capaces de almacenar enorme cantidad de información en sus secuencias de aminoácidos. La gran mayoría de los científicos suponía entonces que el principio transformante contenido en partículas de bacterias virulentas que atravesaban el fino filtro estaba formado por proteínas. Más allá de las conjeturas, Avery enfrentó el complejo desafío de probar cuál de las moléculas nombradas era efectivamente el principio transformante.

Lo primero que hizo fue purificar las distintas moléculas presentes en el filtrado bacteriano, para poder estudiarlas por separado. Luego de muchos ensayos, obtuvo una sustancia soluble en agua con capacidad transformante, lo cual le permitió descartar a una de las cuatro clases de moléculas señaladas, los lípidos, que no son hidrosolubles. Después estableció que la relación entre la cantidad de fósforo y la de nitrógeno presentes en dicha sustancia era muy cercana a la que prevalece en ácidos nucleicos, en particular en el ADN. Además, constató que la sustancia con capacidad transformante no reaccionaba con determinadas sales que lo hacen con proteínas, y que sí reaccionaba con compuestos que lo hacen con ácidos nucleicos. Por último, determinó que los polisacáridos estaban ausentes del compuesto transformante.
Así, la evidencia lo llevó a suponer que el principio transformante sería un ácido nucleico, presumiblemente ADN. Sin embargo, dada la convicción imperante en los medios científicos de que sería una proteína, quiso tener más evidencia que respaldara su descubrimiento. Pensó entonces en realizar una serie de pruebas paralelas de virulencia del filtrado bacteriano en las que alternativamente eliminaría de este el ADN, las proteínas, los lípidos y los azúcares o sacáridos. Si sucedía que eliminado solo el ADN el filtrado resultaba inocuo mientras que eliminados lípidos, proteínas y sacáridos pero conservado el ADN resultaba virulento, la hipótesis quedaría demostrada.

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Oswald Avery ca. 1944, Colin MacLeod ca. 1960 y Maclyn McCarty ca. 1943. Fotos National Institutes of Health

Para eliminar selectivamente los diferentes tipos de moléculas recurrió a enzimas, que son sustancias capaces de desencadenar una reacción química específica. En particular, se centró en enzimas que actúan como tijeras moleculares, es decir, que pueden cortar o romper un tipo particular de molécula. Por ejemplo, las enzimas denominadas proteasas pueden romper proteínas y no otras moléculas; las lipasas rompen solo lípidos; las glicosidasas, solo azúcares; y las ADNasas, solo ADN.
Avery emprendió estos experimentos con el también estadounidense nacido en Canadá Colin MacLeod (1909-1972) y con Maclyn McCarty (1911-2005), originario de South Bend, Indiana, por lo que es común referirse a ellos como los experimentos de Avery-MacLeod-McCarty. El trío constató que cuando sometían el filtrado bacteriano a la acción de las proteasas tripsina o quimiotripsina, mantenía su capacidad transformante. Lo mismo sucedía si utilizaban lipasas, glicosidasas o, incluso, una ribonucleasa, capaz de degradar ARN. Solo perdía dicha capacidad transformante cuando lo trataban con una enzima que cortaba ADN.
Con estos resultados, más las evidencias de sus experimentos anteriores, Avery, MacLeod y McCarty demostraron que la molécula de ADN, efectivamente, contiene la información necesaria para la formación de la cápsula azucarada de protección de las cepas virulentas de Streptococcus pneumoniae.
Fueron más allá y aventuraron que el ADN debía multiplicarse dentro de las bacterias, ya que una vez acaecida la transformación las características adquiridas se mantenían sucesivamente en las células hijas, es decir, eran caracteres heredables. Esto se encuentra excelentemente expresado en el siguiente extracto de un artículo que publicaron en 1944, citado entre las lecturas sugeridas:

Ocurrida la transformación, las nuevamente adquiridas características son transmitidas en serie […] sin agregado adicional del agente transformante. Es más, se puede recuperar de las mismas células transformadas una sustancia con idéntica actividad en cantidades muy superiores a las adicionadas para inducir la transformación. Es evidente, por lo tanto, que no solo el material de la cápsula [el polisacárido] resulta reproducido en sucesivas generaciones, sino que el factor primordial [el ADN], que controla la ocurrencia y especificidad del desarrollo capsular, también resulta duplicado en las células hijas. Los cambios inducidos no son modificaciones temporarias sino alteraciones permanentes, que persisten siempre que las condiciones de cultivo se mantengan favorables a la formación de la cápsula. (p. 154)

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Martha Chase y Alfred Hershey ca. 1952. Archivo Cold Spring Harbor Laboratory

A pesar de lo contundente de las evidencias presentadas en ese artículo, muchos investigadores se resistían a aceptar tan revolucionario cambio de visión y seguían tozudamente anclados en la hipótesis, convertida para entonces en creencia, de que las proteínas contenían y transmitían las características hereditarias de los organismos.
En 1952, sin embargo, el genetista estadounidense Alfred Hershey (1908-1997) y la también estadounidense y entonces estudiante de doctorado Martha Chase (1927-2003) corroboraron los resultados de Avery-MacCleod-McCarty por un camino diferente. Trabajaron con el virus T2, que infecta a bacterias (por lo que se lo llama bacteriófago o simplemente fago) y cuya estructura consiste en una molécula de ADN con una cubierta de proteínas. Presenta otras estructuras necesarias para el proceso de infección, todas compuestas de proteínas, y carece de lípidos y de azúcares.
Hershey y Chase veían en el proceso de infección viral un fuerte paralelismo con el de transformación bacteriana: algo tenía que estar transfiriéndose del virus a la bacteria, algo con la información necesaria para que esta fabricara nuevos virus. Tuvieron la idea de poner al ADN y a las proteínas del fago marcadores diferentes, con el propósito de rastrear dónde se encuentran esas moléculas luego de que el virus infecte una bacteria. Como marcadores utilizaron un isótopo radiactivo de fósforo (32P) y uno de azufre (35S), el primero para el ADN y el segundo para las proteínas. Luego expusieron bacterias a los virus así convertidos en radiactivos.
Los investigadores observaron que cuando un fago con su ADN marcado infectaba a una bacteria, la marca radiactiva aparecía en la bacteria, y cuando se generaban nuevos virus a partir de las bacterias infectadas, estos tenían ADN radiactivo. Por el contrario, cuando un fago con sus proteínas marcadas infectaba una bacteria, las marcas radiactivas no ingresaban en esta, y tampoco aparecían en los nuevos virus generados a partir de las bacterias infectadas.
Con este experimento, Hershey y Chase demostraron que el ADN ingresa en las bacterias en el proceso de infección viral, y que no lo hacen las proteínas. En otras palabras, el ADN del virus contiene la información necesaria para generar nuevas partículas virales, y no lo contienen las proteínas de su cubierta.
Para la década de 1950, el ADN había pasado de ser una molécula aburrida que no hacía nada a constituir el material genético. Esto llevó a que muchos investigadores le prestaran atención, entre ellos, el físico inglés Francis Crick (1916-2004) y el biólogo estadounidense James Watson (1928-), cuya historia de colaboración a partir de 1951 en el laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge es bien conocida.

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Francis Crick (izquierda) y James Watson en Cambridge, fecha no determinada. Archivo Cold Spring Harbor Laboratory

Lecturas sugeridas
AVERY OT, MACLEOD CM & MCCARTY M, 1944, ‘Induction of transformation by a desoxyribonucleic acid fraction isolated from Pneumococcus type III’, Journal of Experimental Medicine, 1, 79 (2): 137-158. Disponible en www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC2135445/pdf/137.pdf.
JUDSON H, 2013 [1979], The Eighth Day of Creation: The makers of the revolution in biology, Cold Spring Harbor Laboratory Press, Nueva York.
McCARTY M, 1985, The Transforming Principle: Discovering that genes are made DNA, WW Norton, Nueva York. Traducción al castellano: El principio transformador: cómo se descubrió que los genes están hechos de ADN, Reverté, Madrid, 1988.
US NATIONAL LIBRARY OF MEDICINE, s.f., The Oswald T. Avery Collection, National Institutes of Health. Disponible en //profiles.nlm.nih.gov/CC/.
WATSON JD, 2002, DNA: The secret of life, Alfred Knopf, Nueva York. Traducción al castellano: ADN: el secreto de la vida, Taurus, Madrid, 2018.

Luciano Gastón Morosi

Doctor en química biológica, UBA.
Becario posdoctoral del Conicet en el IBYME.
Miembro de la Asociación Civil Expedición Ciencia.

Luciano Gastón Morosi
Doctor en química biológica, UBA. Becario posdoctoral del Conicet en el IBYME. Miembro de la Asociación Civil Expedición Ciencia.
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