Sokal Ataca de Nuevo

Alan Sokal volvió a agitar las aguas de los ámbitos académicos internacionales con la publicación de un libro (en colaboración con el físico belga Jean Bricmont) que apunta a criticar la utilización de términos y conceptos científicos en los discursos de científicos sociales y folósofos “postmodernos”. Esta maniobra nada inocente ha abierto una tormentosa caja de Pandora en los círculos literarios de la rive gauche y de la universidades de la Ivy League.

Ce defaut est celui des esprits cultivés, mais stériles; ils ont des mots en abondance, point d‘idées; ils travaillent donc sur les mots, et s’imagjnent avoir combiné des idées parce qu’ils ont arrangé desphrases, et avoir épuré le langage quand ils l’ont corrompu en détournant les acceptions.

Este defecto es propio de los espíritus cultivados pero estériles; ellos tienen palabras en abundancia, pero no ideas: ellos trabajan, pues, con palabras y se imaginan haber combinado ideas cuando han ordenado frases y haber depurado el lenguaje cuando lo han corrompido alterando las acepciones.

Buffon, Discours sur le style

ENSAYO

¿Esto es otro embeleco francés? Este Bergson es un tuno; ¿verdad, maestro Unamuno?
Antonio Machado, “Poema de un día”

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¡Marianne había sido injuriada por un yankee! Las noticias del escándalo me llegaron por los buenos oficios de varios amigos. Y gracias a Pablo, gentil Mercurio, tuvimos el “panfleto llegado de América” [a París] en el Comité editorial de Ciencia Hoy a la semana de su aparición en la Ciudad Luz. ¿Qué pasó? Alan Sokal, el físico norteamericano que alcanzó notoriedad por su broma pesada contra el establishment deconstruccionista y posmoderno de los campuses norteamericanos (ver “Experimento peligroso”, en Ciencia Hoy, 36:12-15, 1996), ahora se agenció un compinche belga para arrojar, junto con él, una bomba de estruendosa crítica científica a las barbas de los mismísimos mandarines literarios de la rive gauche. ¿Presenciamos la inauguración de una nueva querelle des sciences et des Iettres?, ¿las protestas de la razón científica ante la ola irracionalista que parece sumergir el fin del milenio?, ¿un episodio de oportunismo editorial?, ¿la expresión de una pelea por recursos universitarios cada vez más escasos?, ¿un cisma dentro de la proclamada crisis de la izquierda? Quizás, haya un poco de todo esto y de algo más. Pero empecemos por partes.

Alan Sokal (profesor de física de la New York University) y Jean Bricmont (profesor de física teórica de la Université de Louvain), acaban de publicar un libro que ostenta un desafiante título: Impostures intellectuelles (Paris, Editions Odile Jacob, octubre de 1997).

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¿Quiénes son los “impostores”? Bueno, los autores franceses que, al menos en los Estados Unidos y en otros países, reciben el título de “posmodernos”.

Resulta que un gran número de estos escritores utilizan en su discurso concepto y/o términos científicos que pertenecen a los campos más novedosos o rutilantes de la ciencia o que lindan con cuestiones de fundamentación teórica: la teoría de conjuntos y la lógica matemática (en particular, el teorema de Gödel), la topología, la relatividad, la mecánica cuántica, la teoría del caos, los fractales. Sokal y Bricmont declaran que aspiran a mostrar cómo estos pensadores “posmodernos”:

a) hablan de teorías científicas de las que sólo poseen una vaga idea,
b) importan a las ciencias humanas nociones de las ciencias exactas sin justificación empírica,
c) exhiben una erudición superficial para abrumar e impresionar al lector con términos científicos,
d) manipulan frases desprovistas de sentido y se entregan a vacíos juegos de palabras.

En síntesis, Sokal y Bricmont se ven a sí mismos como los que desenmascaran la mentira de los filósofos posmodernos y gritan a voz de cuello que “el rey está desnudo”, para así “dar coraje a los que trabajan seriamente en estos dominios [ciencias humanas y filosofía] criticando los ejemplos manifiestos de charlatanismo” (Bricmont y Sokal, “Que se passe-t-il?”, Libération, 18 de octubre de 1997). Pero esto no es todo. Como los autores no se cansan de repetir, su blanco es doble. El segundo objetivo es lo que ellos llaman el “relativismo cognitivo”, que constituye un ingrediente epistemológico esencial de gran parte del discurso generado en los programas de cultural studies y de sciences studies de las universidades norteamericanas.

La obra consta de una introducción, una serie de capítulos, un epílogo y un apéndice en dos partes. La introducción es significativa. En ella los autores enuncian sus intenciones y se defienden de las posibles objeciones, que enumeran: haber salido a la caza de pequeños fragmentos textuales con inexactitudes poco relevantes a la hora de juzgar una obra de pensamiento; ser científicos “limitados” incapaces de captar el carácter profundo de lo que quieren decir los pensadores; interpretar a los autores literalmente sin tener en cuenta el carácter poético, metafórico o analógico de las expresiones y términos científicos utilizados o impedir a los filósofos hablar de ciencia por el mero hecho de que estos no poseen el diploma correspondiente.

Lo más sustantivo del libro son los capítulos dedicados a cada uno de los autores elegidos: el psicoanalista Jacques Lacan, la teórica de la literatura Julia Kristeva (que se ocupó asimismo del psicoanálisis y de la teoría política), la crítica feminista Luce lrigaray (que escribió sobre psicoanálisis, filosofía de la ciencia y lingüística), el sociólogo de la ciencia Bruno Latour, el sociólogo y filósofo Jean Baudrillard, el filósofo Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guattari (que colaboraron en varias obras de gran difusión), y el teórico de la técnica y las comunicaciones Paul Virilio. Ocasionalmente, a pie de página, aparecen otros nombres de la constelación parisina, como el filósofo François Lyotard o el historiador y filósofo de la ciencia Michel Serres. En cada capítulo, Sokal y Bricmont seleccionan un número de textos del autor correspondiente y los someten a una crítica minuciosa, desde el punto de vista de la significación y del uso adecuado (o no) de los términos y conceptos científicos que en ellos aparecen -algo que podría titularse “análisis del discurso efectuado por un científico”-. Así, desfilan en las páginas de Impostures intellectuelIes la topología y la lógica matemática de Lacan; la aplicación del axioma de elección y la hipótesis del continuo al análisis del discurso poético efectuada por Kristeva; la incorporación de los atractores extraños y los espacios no euclidianos en una reflexión sobre la historia debida a Baudrillard; la proliferación logorreica de neologismos pseudocientíficos como “teletopología” o “espacio dromosférico” en los libros de Paul Virilio; el uso (y abuso) de la geometría de Riemann y la mecánica cuántica por Deleuze y Guattari; la condena de la mecánica de fluidos como ciencia masculina en lrigaray; la caracterización de Lyotard de una cierta “ciencia posmoderna” (constituída -según se nos dice- por la geometria fractal, la teoría de catástrofes, el teorema de Gödel, la indeterminación cuántica y otros desarrollos científicos novedosos y seductores).

Sokal y Bricmont acusan a los “posmodernos” no sólo de utilizar términos científicos sin preocuparse por su significado, de emplear en sus textos analogías científicas no justificadas, de cometer errores matemáticos o de utilizar palabras técnicas para impresionar al auditorio, sino también de escribir sobre la base de frases absurdas y de hablar sin saber qué se está diciendo (lo cual va más allá de cuestiones científicas en sentido estricto).

Los desenmascaradores de las “imposturas” explican abundantemente en el texto y en notas a pie de página los conceptos de matemáticas y ciencias que, a su juicio, sufren abuso (esto constituye un aporte colateral a la difusión científica -en particular, están muy logradas las notas dedicadas a la teoría de conjuntos y las páginas sobre la relatividad-.)

El libro incluye dos intermezzos de distinto peso: uno, muy significativo (y discutible, como veremos) sobre el relativismo cognitivo en filosofía de la ciencia y otro, más ocasional, sobre el abuso del teorema de Gödel y la teoría de conjuntos (considerando en particular la obra del reciclado Régis Debray, Critique de la raison politique, de 1981). La serie de capítulos se cierra con el dedicado a la conocida polémica sobre la relatividad entre el filósofo Henri Bergson y Albert Einstein. Sokal y Bricmont defienden la tesis de que uno de los orígenes de los abusos de los términos científicos por los filósofos debería buscarse en las confusiones sobre la relatividad que Bergson propagó en su libro Durée et simultanéité (1922).

El epílogo sintetiza las principales acusaciones que los autores de Impostures levantan contra los “posmos”: deleite en el discurso oscuro, subjetivismo, escepticismo, relativismo cognitivo y preferir el lenguaje a los hechos referidos por este.

La primera parte del apéndice contiene una versión francesa del artículo “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”, que Sokal envió y logró publicar en SociaI Text y el cual constituye una parodia de los artículos de aquellos “lit. crits.” (Iiterary critics) que abusan de la jerga científica vacía de contenido. La segunda parte del apéndice explica cada uno de los “trucos” utilizados para engañar a los editores del Social Text, quienes (según piensa Sokal) se habrían sentido halagados por el hecho de que un científico “duro” se hubiese sumado a su empresa intelectual.

El libro incluye dos intermezzos de distinto peso: uno, muy significativo (y discutible, como veremos) sobre el relativismo cognitivo en filosofía de la ciencia, y otro, más ocasional, sobre el abuso del teorema de Gödel y la teoría de conjuntos.

Sí, pero…

Este libro es, en realidad, dos libros. El primero de ellos critica el empleo de términos y nociones científicas en lo que los autores llaman el discurso “posmoderno”. El segundo es un análisis de lo que Sokal y Bricmont denominan “relativismo cognitivo”. Ellos reconocen que estas son dos líneas diferentes, aunque las suponen ligadas y afirman que se “refuerzan mutuamente” (p. 206) -lo cual es cierto sólo en parte-. La fusión de estas dos empresas de crítica analítica podría, si se quiere, estar justificada pragmáticamente por el hecho de que el verdadero blanco del libro es el medio universitario norteamericano, único donde convergen los resultados de la filosofía francesa contemporánea (cultivada en departamentos de literatura y humanidades) y una interpretación relativista de la ciencia (cultivada en muchos programas de estudios de la ciencia), de un modo muy peculiar y reconocible en cierta retórica caracterizable como sincrética, exhuberante, agresiva, minuciosa y acumuladora de citas procedentes de campos del saber muy alejados entre sí. Pero entonces, ¿por qué se publica el libro en París? Aceptamos que lo que los autores llaman “la actitud desenvuelta respecto del discurso científico” (p. 206) y el relativismo cognitivo son dos ingredientes del complejo retórico-conceptual-institucional propio de las universidades norteamericanas que Sokal tiene en mente. Pero esto no debería hacernos perder de vista el hecho de que se trata de cosas que pertenecen a órdenes diferentes. La primera es más bien una cuestión de un discurso particular (el de los mandarines parisinos y sus turiferarios); la segunda toca algunos de los problemas más complejos que viene tratando la filosofía desde la antigüedad.

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Aunque a cada rato los autores se muestran como físicos curiosos, en realidad, van bastante más allá de lo que declaran ir. De hecho, en varias ocasiones actúan como científicos sociales. Sin ir muy lejos, no sólo el epilogo del libro propone líneas metodológicas para un diálogo verdadero entre las dos culturas” (pp. 186-192) -bastante lógicas-, sino que Sokal y Bricmont se dedican a especular “¿Cómo se llega a este estado de cosas?” (pp. 192-197) o resuelven (a su satisfacción) el problema de por qué la izquierda se volvió irracionalista (pp. 198-204). Más aún y como vimos, todo el capítulo 11 defiende la idea de que una de la raíces del abuso de la terminología científica por parte de los filósofos estaría en Bergson. El tono ligero de la argumentación no da demasiado pie para el análisis menudo y los autores se atajan subrayando su carácter provisorio y conjetural.

Pero no por eso pierde uno el derecho a preguntarse qué quiere decir exactamente “el olvido de lo empírico” o como es que el “cientismo en ciencias humanas” y (a la vez, parece) “la formación filosófico-literaria tradicional” pudieron provocar el posmodernismo y el relativismo cultural (pp. 192-197).

Si analizamos el capitulo sobre el relativismo cognitivo, vemos que Sokal y Bricmont parten de una discusión sobre el solipsismo y el escepticismo para llegar a afirmar la tesis de que la epistemología del siglo XX separó a la ciencia de la realidad cotidiana y que esto, a la larga, condujo a un escepticismo no racional (p. 61). El camino elegido incluye resúmenes y someras discusiones de la filosofía de la ciencia de Popper, de la tesis de Duhem-Quine, de las filosofías de la ciencia de Kuhn y de Feyerabend, del “programa fuerte” de sociología de la ciencia, y culmina con una crítica de los estudios sociológicos sobre la ciencia de Bruno Latour. Los autores enhebran con hilvanes no siempre resistentes una serie de cuestiones que están lejos de poder encadenarse como los pasos de un teorema. Sokal y Bricmont identifican (al menos por la vía de la filiación) el escepticismo de Hume, el convencionalismo (no mencionado, pero discutido), el problema de la carga teórica de los términos observacionales, las críticas a Kuhn, la sociología de la ciencia de Edimburgo y la de Bruno Latour. Es cierto que todas estas posiciones filosóficas y sociológicas tienen un ligero aire de familia y se puede argumentar que, en mayor o menor medida, muchas de ellas son afines a algún tipo de relativismo cognitivo. Pero el argumento no deja de padecer problemas “técnicos” -aquí los autores tienen que pagar el precio de sus propias convicciones-. Veamos algunos ejemplos. La idea de Quine de la subdeterminación de las teorías (dicho fácil: teorías lógicamente incompatibles pueden encajar con la evidencia disponible) es considerada una “nueva versión del escepticismo radical de Hume” (p. 69); la idea (original de Sellars y Hanson, y difundida por Kuhn) de la carga teórica de los términos empíricos de una teoría (es decir, que todo enunciado empírico contiene más o menos hipotecas teóricas) es asimilada al relativismo sin más; las polémicas levantadas por Quine y Kuhn, y que ya llevan tres décadas, parecen solucionarse en tres renglones con una cita de Tim Maudlin (p. 75). Todo esto me parece bastante discutible y hace pensar que Philip Kircher -un importante filósofo de la ciencia- quizás no se equivoca mucho cuando afirma que, enfrentados a los estudios de los filósofos e historiadores de la ciencia, muchos científicos “fantasean que ellos podrían hacerlo mejor, si pudieran disponer de un par de fines de semana libres” (“A Plea for Science Studies”, La Recherche, junio de 1997).

Sokal y Bricmont despotrican contra la noción de “carga teórica” de los términos empíricos y, a la vez, contra la idea de la subdeterminación de las teorías, pues consideran ambas asociadas al escepticismo cognitivo. Admitido: una cierta interpretación podría concluir esto. Pero creo que, de hecho, el asunto es bastante más complicado. Los autores partidarios del “realismo científico” sostienen la “carga teórica” de los términos empíricos sin ser relativistas (muy por el contrario). Y son los autores partidarios del “empirismo constructivista” (convencionalistas y, si se quiere, relativistas) los que niegan la “carga teórica” de los enunciados empíricos, defendiendo a capa y espada la posibilidad de la distinción “teórico-observacional”. Los que niegan la subdeterminación de teorías y la “carga teórica” a la vez (como lo hacen Sokal y Bricmont) son los pocos defensores de las corrientes de la filosofía de la ciencia que estuvieron vigentes en la década del 50 (incluyendo la variante posterior de Popper). Uno hubiera deseado una apreciación más justa de la complejidad del estado de la cuestión por parte de autores que la exigen del prójimo (para el “realismo científico” ver, por ejemplo, Jarrett Leplin, ed., Scientific Realism, University of California Press, 1984 y -para citar otro caso de colaboración belga-norteamericana- los trabajos en Igor Douven y Leon Horsten, eds., Realism in the Sciences, Leuven University Press, 1996; para el “empirismo constructivista” ver Bas van Fraassen, The Scientific Image, Oxford University Press, 1980 y la serie de artículos en P. Churchland y C. Hooker, eds., Images of Science, University of Chicago Press, 1984). Para concluir -y dirigién- dome a aquellos que prefieren los argumentos históricos a los filosóficos- hay que mencionar que el historiador de la astronomía Norriss Hetherington ha mostrado claramente, a través de minuciosos estudios de casos históricos coleccionados en un libro que alcanzó bastante repercusión, la “carga teórica” de muchas observaciones científicas (Science and Objectivity: Episodes in the History of Astronomy, Iowa State University Press, 1988).

Los autores de Impostures intellectuelles despliegan todos estos problemáticos argumentos para cimentar su tesis, nada inocente y de gran alcance, según la cual una de las causas del relativismo cognitivo en ciencia habría sido que la filosofía de la ciencia se separó de la razón común. Para oponer a estas vacías abstracciones de la filosofía de la ciencia un modelo correcto, Sokal y Bricmont se dedican a asimilar la metodología de la ciencia a una investigación detectivesca y al sentido común (p. 88 y pp. 94-96). Ahora bien, uno no puede dejar de preguntarse: ¿por qué debe la metodología científica necesariamente asimilarse al “sentido común”? De hecho, Sokal y Bricmont acusan vivamente a algunos de los escritores que critican por utilizar los términos científicos (que poseen un significado especifico y definido como tal) como palabras corrientes con el significado del “sentido común” (ver ejemplos en página 100 y en página 180, nota 232). De nuevo, parece que aquí los médicos deberían tomar una dosis mayor del remedio que recomiendan.

La recepción del libro

Impostures intellectuelles tuvo una curiosa recepción en su país de origen. Muchos medios periodísticos reaccionaron con un rasgo muy oscuro de la sociedad francesa: el chauvinismo. La serie de artículos que Le nouvelle observateur dedicó al tema (número del 25 de septiembre al 1 de octubre) se titula: “¿Nuestros filósofos son impostores?”. Sokal y Bricmont son acusados por Kristeva de “francofobia” debida al miedo a la colonización cultural de las universidades norteamericanas por el pensamiento francés. Asimismo, la autora insinúa “intereses” vinculados a la “nueva partición del mundo” que pudieran estar detrás del ataque de Sokal y Bricmont. Sugestiones del mismo tenor habían sido deslizadas por Bruno Latour en un artículo que publicó antes de la aparición del libro (“Y a-t-il une science aprés la guerre froid?”, Le Monde, 18 de enero de 1997). Da pena leer que un autor original y respetado (aún por los que disentimos de él), compara a Sokal con una “mélange de Voltaire et de McCarthy” y al revuelo provocado por el paper publicado en Social Text, con una nueva “guerra fría” desatada por físicos que no tienen nada en qué ocuparse ahora que se acabó la contienda con el Este. Fleury y Limet insisten con la acusación de “francofobia” y no ahorran calificativos para lo que ellos consideran un “delito de deshonestidad” del que no estaría ausente alguna “bajeza” -Fleury, editor de Hachette, había rechazado publicar una versión previa del libro que le fue enviada confidencialmente a su pedido, lo cual no fue obstáculo para que reprodujera en su artículo pasajes de ella que fueron suprimidos en la versión publicada por Odile Jacob (ver Vincent Fleury y Yun Sun Limet, “L’escroquerie Sokal-Bricmont”, Libération, 6 de octubre y Sokal, “Réponse á Vincent Fleury et Yun Sun Limet”, Libération, 18 de octubre).

Pascal Bruckner, quien asume la defensa de Baudrillard, argumenta que existiría una cultura anglosajona “del hecho y la información” y una cultura francesa “de la interpretación y del estilo” cuyo modo de expresión natural sería el ensayo, rico en sugestiones (no sabemos si esto es cierto, pero nos permitimos dudar de que a los eruditos franceses, que están editando los textos de las tablillas de la biblioteca de Mari, los haga demasiado felices ser llamados “ensayistas”).

Entre las respuestas a Impostures intellectuelles, la más articulada parece haber sido la del físico Jean-Marc Lévy-Blond, profesor de Niza, quien argumenta sobre la base del carácter metafórico de los términos científicos utilizados por los “posmos” (ver Lévy-Blond, “La paille des philosophes et la poutre des physiciens”, La recherche de noviembre y la respuesta de Sokal, “Du bon usage des métaphores”, idem). Lévy-Blond también trae a colación varios casos de físicos que afirmaron muy sueltos de cuerpo barbaridades filosóficas, manifestando así una creencia en la hegemonía metodológica y epistemológica de la física a la vez que un supino desconocimiento de otras áreas del saber humano. Sokal y Bricmont, en su libro, admiten que “los problemas tratados por las ciencias humanas son enteramente complejos” (p. 194) y afirman que, aunque alguna vez se reduzca el estudio de lo humano a las bases biológicas de nuestro comportamiento, eso no quiere decir que estas pierdan independencia, como no la perdió la química cuando fue reducida a la teoría cuántica (p. 187). Estas afirmaciones -dejando de lado a) su tono implícitamente paternalista y b) el problema, filosóficamente no trivial, de cuán reducida está la química a la cuántica- pueden (o no) ser consistentes con la innegable simpatía con que los autores citan a menudo los argumentos (muy discutidos) del destacado científico Steven Weinberg, popularizados en el capitulo 2 de Dreams of a Final Theory (New York, Pantheon, 1992), a favor de un reduccionismo fisicalista que Sokal califica como “sofisticado” (ver Sokal, “Du bon usage des métaphores”; ver asimismo S. Weinberg, “Sokal’s Hoax”, The New York Review of Books, 8 de agosto, 1996, vol. 43, n° 6 y las respuestas del distinguido historiador de la física de Princeton Norton Wise y de Michael Holquist y Robert Shuman, profesores de literatura comparada y de biofísica y bioquímica molecular de Yale, New York Review of Books, 3 de octubre de 1996, vol. 43, n° 5; ver también el meduloso y extenso artículo en defensa de los estudios de historia, filosofía y sociología de la ciencia dentro de un marco de racionalidad, de Philip Kitcher en La recherche, citado más arriba).

Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias humanas abogamos con energía a favor de la racionalidad, el rigor y la transparencia discursivas, en la creencia de que existe la realidad y que el mundo es, en principio, inteligible. Pero, por supuesto, no estaríamos dispuestos a restringir dicha racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos suficientemente fundamentados o dignos de demasiada atención los intentos de reduccionismo fisicalista.

Algunas reflexiones

El chiste y el libro de Sokal constituyen, a mi entender, un soplo de brisa fresca y vivificante en las asfixiantes y clausuradas coteries de ciertos sectores de las ciencias humanas y sociales. Fue un filósofo francés de la rive gauche -Foucault- el primero en llamar la atención sobre los vínculos entre discurso y poder. Como señalamos en otra oportunidad (“El dudoso encanto de ser un scholar”, en Ciencia Hoy, 28:12-16, 1995), todo discurso hermético se constituye en fuente de poder, ya que siempre hay alguien que se arroga la exclusividad de su interpretación, la cual es dispensada en función de algún tipo de intercambio de valor (simbólico o de otro tipo). Es cierto que el discurso de las ciencias “duras”, en tanto técnico y arduo, también fue y es blandido ante los no iniciados como espantapájaros para inspirar terror y aumentar el prestigio de estas disciplinas. Pero aquí uno puede defenderse, recurriendo al sencillo expediente de conseguir un libro tipo “apréndalo Ud. mismo”, memorizar la jerga y los símbolos, sacarle punta al lápiz y ya está. Lo inefable puede ser legítimo en algunos aspectos de la experiencia humana (la poesía o la literatura mística), pero decididamente no lo es en el ámbito de las ciencias humanas y sociales.

Cualquiera que haya tenido que transitar el desierto de palabras huecas del discurso “posmo” y soportar la retórica manipuladora y soberbia de sus autores, agradecerá a Sokal y Bricmont por haber efectuado un trabajo saludable y necesario.

Pero detrás del sutil asunto del discurso está el asimismo complejo y delicado tema de la racionalidad. Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias humanas abogamos con energía a favor de la racionalidad, el rigor y la transparencia discursivas, en la creencia de que existe la realidad y de que el mundo es, en principio, inteligible. Pero, por supuesto, no estaríamos dispuestos a restringir dicha racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos suficientemente fundamentados o dignos de demasiada atención los intentos de reduccionismo fisicalista. Ahora bien, no está del todo claro dónde están parados los autores en este asunto.

La crítica al sistema académico y literario francés tiene antecedentes de peso. El famoso sociólogo Pierre Bordieu dedicó un libro a la descripción, en términos de teoría social, de la estructura y de la dinámica del establishrnent académico francés (Homo academicus, Stanford University Press, 1988, traducido por P. Collier -cito la versión inglesa pues contiene un interesante prólogo del autor ausente en el original-). Al sociólogo de Chicago Terry Clark también debemos otro estudio: Prophets and Patrons (Harvard University Press, 1973); hay también muchos estudios históricos sobre el mundillo literario de la rive gauche (por ejemplo, el del historiador de Camus, Herbert Lottman, The Left Bank: Writers, Artists and Politics frorn the Popular Front to the CoId War, New York, Halo Books, 1991). Sin embargo, no debería identificarse toda la actividad académica francesa con los sectores mas hábiles para ganar espacios de poder, publicitarse en los medios o exportar sus ideas al otro lado del Atlántico.

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Francia fue una de las cunas de los instrumentos del trabajo erudito y del método histórico-critico, y el cultivo de las “humanidades duras” continúa floreciendo en dicho país hoy tanto como en los siglos pasados.

Hay un punto que no aparece en el libro, pero que si es tema central de dos artículos de Sokal en los cuales declara que su preocupación es “explícitamente política” (Sokal, “Transgressing the Boundaries: An Afterword”, Philosophy and Literature 20 (2): 338-346, octubre de 1996) y que las cuestiones de verdad, razón y objetividad son “cruciales para el futuro de la izquierda” (Bricmont y Sokal, “What is the Fuss all about?”, Times Literarv Supplement, del 17 de octubre de 1997). Es importante tener esto en cuenta para no perder de vista el origen de la discusión, la cual -según dice su autor- fue motivada por su preocupación porque el discurso progresista norteamericano habría asumido como fundamento argumentos irracionales que, posteriormente, atentarían contra su propia capacidad de reinvindicación.

Esto podría ayudar a explicar, además, por qué Sokal eligió concentrarse, en el libro, sobre la difusión del discurso parisino entre la elites universitarias liberales (en el sentido norteamericano del término) y dejó de lado otro fenómeno más masivo y de mucha mayor significación social, como es el de la New Age, con su particular blend de ciencia y pseudociencia y un curioso poder de convocatoria en vastos sectores de la sociedad y hasta en algunos ambientes científicos.

Pero, por lo menos en un caso (Latour) su análisis se restringió a señalar los errores científicos de un artículo en particular. A menos que uno desee correr el riesgo de asumir que la lectura de algunos fragmentos textuales con errores puede sustituir el conocimiento in extenso de las obras (y no creo que ningún humanista serio vaya a estar de acuerdo con este pecado de esa scholarship), habría que ser cauteloso con lo que es lícito (o ilícito) inferir de la empresa sokaliana. Es cierto que la “topología lacaniana” se aproxima asintóticamente a la charlatanería y que su discurso, en ocasiones, es asimilable a los delirios sistematizados que el mismo Lacan estudia; también es cierto que, buscando con paciencia, uno puede encontrar en sus textos brillantes intuiciones de psicopatología. Las ideas de Latour y del “programa de Edimburgo” merecen análisis y consideración, independientemente del juicio final que se pueda emitir sobre ellas. Lo mismo puede decirse, a fortiori, de la obra filosófica de Derrida o de Foucault, quienes han signado, para bien o para mal, gran parte del pensamiento de la segunda mitad de nuestro siglo -Sokal y Bricmont no incluyen a estos dos filósofos, pero consideran al último de ellos como el “cheerleader” de los autores que caen bajo la crítica (ver Bricmont y Sokal, “What is the Fuss all about?”, citado más arriba)-. Separar la paja del trigo es trabajo árido, pero quizás no podamos ahorrárnoslo. Reducir una obra a sus defectos es como juzgar una vida por sus equivocaciones. Sokal recuerda -para justificar su procedimiento (pp. 16-17)- que Bertrand Russell dejó de leer a Hegel cuando se dio cuenta de los errores matemáticos de este. El argumento es bueno, pero cuestionable: Russell afirma, en uno de sus muchos libros, que “la filosofía debería darnos a conocer el fin de la vida” y, en el mismo párrafo, que “la filosofía no puede, por sí misma, darnos a conocer el fin de la vida” (An Outline of Philosophy, Londres, Allen and Unwin, 1927, p. 312). ¿Dejaríamos por eso a este autor fundamental? Más aún, si fuéramos a juzgar a los científicos por la profundidad o pertinencia de sus enunciados filosóficos, temo que leeríamos muy poca ciencia. Y aunque la dimensión de este problema no sea tan grave como la que Sokal y Bricmont acaban de revelar, tampoco es insignificante.

Otra cuestión es la ya señalada, respecto de la doble intención del libro. Este doble frente de ataque es causa de que caigan en la misma bolsa una serie de autores que tienen poco en común, excepto servir como citas bibliográficas a los “posmos” norteamericanos. Si el affaire Sokal sigue el camino del exceso (esperemos que no), no seria raro que algunos comenzasen a ver asomar sobre el horizonte de la academia universal de fin de siglo una amenazante hidra textual, sobre cuyas múltiples cabezas (la solipsista, la deconstructivista, la relativista, la posmodernista, la convencionalista, la posestructuralista, la irracionalista, la construccionista social y la próxima ” (x)-ista” que surja a la orilla del Sena) los Robespierre de la razón descargarán su ira justiciera, sin jamás terminar de aniquilarla. Crear monstruos mediante el procedimiento de unir partes aisladas de animales conocidos es un proceso que se emparenta más con la imaginación medieval (o con la propaganda fundamentalista) que con el análisis de las ideas -debe quedar bien claro que no estoy afirmando que Sokal y Bricmont hayan tenido estas intenciones, sino especulando sobre cómo sus posturas podrían llegar a ser desfiguradas-.

La “broma” de Sokal ha levantado maremotos de tinta fresca porque, directamente o por alusión, toca puntos sensitivos donde se entrecruzan cuestiones filosóficas de fondo (la posibilidad del conocimiento, la naturaleza de la ciencia, la relaciones entre ciencias humanas y naturales), asuntos sociológicos (la organización académica, el presupuesto de la investigación, la existencia de “estilos nacionales” de saber), y cuestiones ideológico-políticas –Sokal insiste en que su obra tiene como meta la toma de conciencia de los sectores progresistas y sus detractores insisten en denunciarlo como un personaje al servicio de los intereses establecidos-.

O sea, un complejo de problemas sobre los cuales cada uno de nosotros puede sentirse tentado a autoconsiderarse el “dueño” del tema. Hay que resistir esa vana ilusión con fervor. Piénsese lo que se piense de Sokal y de su amigo belga, no es poco mérito el habernos abierto los posibles caminos de un debate que hasta ahora había permanecido cerrado. Espero que estos comentarios no hayan traicionado demasiado el espíritu de la convocatoria.

Agradecimientos: a Gerardo, Lilia, Marcelo, Pencha y Pablo, quienes contribuyeron con bibliografía para este ensayo.

Miguel de Asúa

Miguel de Asúa

Doctor en medicina, UBA. PhD en historia, University of Notre Dame. Profesor titular, Universidad Nacional de San Martín. Investigador principal del Conicet.
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