Una nueva excursión a los indios ranqueles

Una investigadora y novelista recorre nuevamente, a más de un siglo de distancia, la ruta de Mansilla, desde el actual Río Cuarto hasta lo que fue el corazón del imperio ranquel, en el Norte de La Pampa.

ENSAYO

Lucio V. Mansilla CA 1868 Foto de Federico Artigue. Col Prudencio Martínez Zuviría
Lucio V. Mansilla CA 1868. Foto de Federico Artigue. Col Prudencio Martínez Zuviría

¿Cómo son, hoy, los cuatrocientos kilómetros que recorrió el pequeño grupo de Mansilla en 1870, desde el fuerte Sarmiento, al sur de Córdoba, hasta las tolderías de Leuvuco, al norte de La Pampa, cabalgando por las rastrilladas, las huellas seculares del desierto?

Los escritores e investigadores de la literatura solemos trabajar en bibliotecas y gabinetes. Los vastos itinerarios geográficos, por lo general, nos son ajenos, salvo que se hallen indisolublemente unidos, como era mi caso, a la tarea de escribir un libro. Para ser precisos, se trató, más bien, de dos libros: uno de carácter académico, que se tituló después La barbarie en la narrativa argentina (Corregidor, Buenos Aires, 1994), directamente vinculado con mi trabajo como investigadora, y otro de ficción, la novela La pasión de los nómades (Atlántida, Buenos Aires, 1994), para cuya escritura conté con el apoyo de una beca de creación artística de la Fundación Antorchas. Ambos, desde ángulos distintos, giraban en torno al mismo contexto: la Argentina del siglo pasado, el inmenso fantasma del llamado desierto, que desveló a militares y políticos y enriqueció, empero, las perspectivas de la imaginación estética. Ambos textos tenían un personaje en común: Lucio Victorio Mansilla, figura singularísima de nuestra historia y autor de Una excursión a los indios ranqueles (1870).

ESCENA DE COSTUMBRES EN LA PROVINCIA DE CORDOBA, CA 1895. SOCIEDAD FOTOGRAFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.
ESCENA DE COSTUMBRES EN LA PROVINCIA DE CORDOBA, CA 1895. SOCIEDAD FOTOGRAFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.

Convendría recordar (acaso porque los clásicos escolares son los autores más vituperados y peor leídos> que nació en Buenos Aires, en 1831, y – como tantos escritores latinoamericanos – murió en París, en 1913. Que fue hijo del general Lucio Norberto Mansilla, el héroe de la Vuelta de Obligado (a quien conmemora -y no a su heterodoxo vástago- la calle Mansilla, en Buenos Aires), y de la bella Agustina Rosas, hermana preferida de don Juan Manuel de Rosas, Restaurador de las Leyes o sátrapa del Plata, según fuese el variable prisma con que la historia quiso mirarlo, en una u otra época. Lucio Victorio vivió su infancia en una casona porteña del barrio de San juan (hoy San Telmo), donde el aprendizaje de las costumbres, todavía coloniales y patriarcales, alternó con una amplia educación, algo discontinua pero, no obstante, fecunda, en idiomas y autores extranjeros. Tanto leyó Lucio, que cuando dirigía un saladero familiar (sus padres aspiraban a hacer del adolescente fantasioso y enamoradizo un ‘hombre útil’), don Lucio Norberto lo sorprendió in fraganti con El contrato social entre las manos. Tales lecturas eran sospechosas en tiempos rosistas y Lucio V. fue enviado al extranjero, so pretexto de gestiones comerciales, a leer a Rousseau con más provecho.

INDÍGEAS, CA 1895. SOCIEDAD FOTOGRAFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.
INDÍGEAS, CA 1895. SOCIEDAD FOTOGRAFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.

Así comenzó una pasión viajera (la pasión de los nómades) que no lo abandonó jamás. Gracias a ella, se instruyó en la difícil tarea de apreciar y comprender lo diferente, ya se situase esa diferencia en la exótica India, en los salones de Paris o en el corazón argentino de la Tierra Adentro. A ese corazón, oculto en la Pampa central, fieramente resguardado por la es-trategia indigena, accederá Lucio cuando pise los cuarenta.

Era, entonces, pese a las ambiciones políticas que lo habian llevado a trabajar activamente en la campaña presidencial de Sarmiento, sólo un coronel del ejército nacional, relegado, en definitiva, para su disgusto, a un puesto de subcomandante de frontera. Pero gracias a ese cuasi destierro escribió una de las obras fundacionales de nuestro siglo XIX, el relato de su excursión, tan entretenida como riesgosa, realizado en un lenguaje coloquial y ameno, salpicado por digresiones, en el que Mansilla dejó un retrato inolvidable de la parcialidad étnica ranquelina. Su libro constituye una viva observación de lo que pasó ante sus ojos; aun con los inevitables prejuicios y en un marco cultural propio del blanco, sus observaciones son considera-das hoy por los especialistas como un aporte útil de datos confiables inteligentemente ponderados.

SAN LUIS, CA. 1895 SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.
SAN LUIS, CA. 1895
SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.

Cabe preguntarse qué necesidad pudo mover a Mansilla a realizar un trayecto apreciable (unos cuatrocientos kilómetros a caballo), desde el fuerte Sarmiento, al sur del Córdoba, hasta las tolderias de Leuvuco, al norte de La Pampa, con un pequeño grupo de hombres (dieciocho en total, incluidos dos misioneros franciscanos) y prácticamente desarmado. El motivo oficial era entrevistarse con el jefe de los ranqueles, Mariano Rosas o Panghitruz Guor (el zorro cazador de pumas), que no estaba dispuesto a trasladarse a la subcomandancia de Río Cuarto. Hijo del gran cacique Paine Guor o Gner (el zorro azul), habia estado cautivo, casi niño, de juan Manuel de Rosas, y fue bautizado, como era la costumbre de la época, con el apellido de su padrino y captor.

Una vez libre, gracias a su astucia, Mariano huyó hacia las tolderías nativas, contento, después de todo, de contar con otra protección mágica -la del nombre cristiano- y con un capital de conocimientos rurales adquiridos en la estancia del Pino. Pero tales ventajas no lo decidian a volver a tierras de blancos; por el contrario, destinado, no tanto por herencia cuanto por sus altas prendas personales, a ser el nuevo cacique de la dinastia de los zorros, juró no entrar jamás en esas tierras, ni siquiera a la cabeza de un malón. No quedaba a Mansilla otro remedio que presentarse en sus dominios, para refrendar un tratado de paz que se había demorado largamente en despachos y asambleas y habla sufrido correcciones varias, por una y otra parte. La validez de semejante convenio era muy relativa, ya que, un tanto a regañadientes, sólo lo habla aprobado Sarmiento como poder Ejecutivo, pero no el Congreso. Además, no faltaban las cláusulas tramposas, como la que proponía ‘comprar’ a los aborígenes un territorio que en ningún momento se les habla reconocido en propi~ dad. Según las leyes heredadas de España, eran meros intrusos y, por otra parte, otra ley, sancionada en 1867, ordenaba su expulsión al otro lado del río Negro. Claro está que Mansilla sabía todo esto, pero, en tanto militar blanco, no tuvo mayores escrúpulos en el momento de su partida. Lo cual no quita que, después de haber conocido mejor a los ranqueles, haya tenido para ellos palabras de apoyo y defensa, y que se perciban fuertes acentos de censura cuando se refiere al proceder de los blancos.

INDIENAS, CA. 1895 SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.
INDIENAS, CA. 1895. SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.

Más allá de estas razones oficiales ~anar tiempo, en suma, hasta que se diera la batalla definitiva, que sólo llegaría con Roca-, podemos conjeturar fundadamente que también empujaron a Mansilla motivos específicamente personales: su afán de conocimiento del otro y de lo otro, que va más allá de la mera curiosidad y alcanza en él trascendencia psicológica y hasta metafísica.

Pero, ¿por qué repetir el viaje de Mansilla, hoy, a fines del siglo XX? Para La pasión de los nómades, la novela que tenía entre manos, era imprescindible, puesto que en ella un Mansilla fantasmal, vuelto a la vida y ávido de reinstalarse en el mundo, decide retornar por sus viejas huellas cuando el vértigo y el desencanto lo alejan de una desmesurada Buenos Aires postmoderna, donde ya no parece haber lugar para él. ¿Lo hay, acaso, en los senderos de la pampa? ¿Lo está esperando alguien en los oasis y las encrucijadas? Estas y otras preguntas, para bien o para mal, se irían respondiendo a lo largo de un trayecto que es el mismo, pero es también irremediable-mente otro.

Mi camino de los ranqueles había empezado mucho antes, en las numerosas rutas de las bibliotecas y en las entrevistas con los expertos: el antropólogo Rodolfo Casamiquela; Evar Amieva, licenciado en filosofia y estudioso (o aprendiz, como él preferiría llamarse) de la sabiduría espiritual ranquelina; el historiador Carlos Mayol Laferrére, que hizo la ruta de Mansilla con casi setenta jinetes en 1980. Le debo a este no sólo mapas con las actuales demarcaciones provinciales y municipales, que reconstruyen y precisan el dibujado por Mansilla mismo, sino referencias de investigaciones, sólo parcialmente publicadas hasta ahora, que pude consultar en sus fuentes.

Nuestra expedición comenzó el primero de enero de 1992 y no apeló a caballos; éramos cuatro: un matrimonio con dos hijos de once y ocho años en un Mercedes-Benz del 53, nuestro auto, elegido por razones sentimentales y simbólicas, pero también prácticas, pues sabíamos que podría transitar por los caminos agrestes de la Tierra Adentro, a menudo embarrados y pantanosos y otras veces casi inexistentes. Llevábamos los mapas de Mayol y los del Instituto Geográfico Militar, una buena cámara fotográfica, una fumadora doméstica, un grabador de periodista, una carpa y bolsas de dormir. El primer tramo del itinerario nos llevó de Buenos Aires a Río Cuarto, hoy una próspera ciudad y ayer subcomandancía de la frontera, con su cuartel y su plaza mayor, donde se oía gritar, con aterradora frecuencia: ¡Invaden los indias! No obstante, los indios no eran siempre invasores: un activo tráfico comercial y un telón de fondo de asiduos parlamentos políticos formaban también parte de la vida bulliciosa de un mundo en transición, situado al borde y en el limite de lo desconocido.

SOBRE REDUCCIONES Y FORTINES. LA HISTORIA VERGONZANTE

Al poco tiempo de la excursión, en el fuerte Sarmiento se instaló una industriosa reducción indígena, dirigida por el padre Moisés Álvarez, uno de los misioneros que acompañaron a Mansilla. Entre los documentos consultados por Mayol Laferrére en el archivo franciscano de Río Cuarto figuran las cartas del fraile a su compañero de expedición, el padre Donati, en algunas de las cuales se queja con amargura de la desidia de las autoridades, la falta de recursos (los subsidios asignados desaparecían sospechosamente antes de llegar a destino) y el autoritarismo e intolerancia para con los aborígenes, a los que se quiere imponer, en 1876, la obligación de cumplir el servicio militar y tomar armas contra sus hermanos de cultura y raza. Comenzó con ello el vaciamiento progresivo de la reducción, pues fueron desertando los indios y sus familias como consecuencia de la negligencia y los abusos. En 1877, el padre Álvarez fue dado de baja como capellán de Sarmiento, aunque no por ello abandonó a los aborígenes. que volvieron al fuerte arreados por expediciones punitivas. En 1878 tuvo lugar allí una de las matanzas más vergonzosas de la historia de la frontera, cuando una embajada del cacique Epumer acudió sin armas y sin afán hostil a solicitar los sueldos y raciones que les correspondían por el tratado de paz en vigencia. Hacía 1880, el plan instrumentado por Roca asestó el último golpe a la parcialidad étnica ranquelina. Moisés Álvarez murió en 1882, pero antes llegó a ver la desaparición de la frontera, que fue definitiva.

Como puede leerse en una de las cartas del franciscano, el trato que se daba en el fortín al soldado blanco era inhumano y humillante (precisamente por tales vejaciones se escribió, por esos años, el Martín Fierro). Salarios y abastecimientos a veces no llegaban porque los comisionados los habían sustraído o se los habían jugado (así consta en la pro-testa de Álvarez); y cuando finalmente lo hacían, era con retraso de meses y hasta de años, en momentos en que ya estaban enajenados a comerciantes y pulperos. Sobre estos temas son harto elocuentes los libros de Álvaro Barros (Fronteros y territorios federoles en los pompos del sur, Solar/Hachette, Buenos Aíres, 1957) y del comandante Prado (La guerro al molón, Fudeba, Buenos Aires, 1980). La obra de Vera Piche) (Los cuarteleras, Planeta, Buenos Aíres, 1987) ilustra sobre aspectos de la vida de fortín desdeñados por la épica, como la actuación a menudo heroica de las mujeres, que decidían acompañar a sus hijos o esposos en sus penurias y llegaban, incluso, a desempeñar funciones militares.

Desde Río Cuarto, en que la estatua de Lucio V Mansilla preside hoy un amplio bulevar, enfilamos a Villa Sarmiento, adonde fue trasladado en 1874 -y recibió el nombre de Sarmiento Nuev~ el recién estrenado fuerte Sarmiento (así llamado en honor al presidente en ejercicio), que vio partir a Mansilla el 30 de marzo de 1870. El fuerte original estaba en la otra margen del río Quinto, en el antiguo paso de las Arganas, un sitio no muy adecuado, que se abandonó por inundable.

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En la época de nuestra visita, Villa Sarmiento era un caserío habitado por paisanos laboriosos, cuyos implementos de labranza podían verse a la vera de los caba-líos atados al palenque, y con ciertas características de pueblo fantasma, detenido en el tiempo. Ranchos de adobe, construcciones de ladrillo asentado en barro, una carnicería sin congelador, en la que, detrás de unas cortinas de arpillera que hacían las veces de puerta, se vendían reses recién sacrificadas, lo cual no impedía que se escuchase, al pasar por alguna casa, una muy moderna música de rock. El pueblo no contaba con agua corriente: los vecinos acudían a una bomba municipal, pero no les faltaba conciencia histórica; el jefe comunal se quejó de que menudeaban visitas de antropólogos e historiadores, en busca de materiales, y, sin embargo, la localidad no tenía siquiera un pequeño museo.

Sé que ahora ese requerimiento se ha cumplido y supongo que el agua corriente, entonces en proceso de instalación, funcionará también en esa zona de batallas y esperanzas perdidas.

El mapa nos indicaba, como próximo hito, la pequeña laguna Alegre. No ibamos por las rastrilladas, las vielas rutas del llamado desierto, marcadas por las huellas seculares de los animales y los hombres; seguir esas sendas seguras era imprescindible en la época de Mansilla, pues a los costados acechaban los temibles guadales, áreas pantanosas en las que las cabalgaduras podían hundírse y desaparecer. Hoy el terreno se ha endurecido y las rastrilladas no se registran sino en una vista aérea, por el diferente color de los pastos. Fuimos por las sendas vecinales, que comunican unos campos con otros, y no llegamos a la laguna Alegre, sino a la estancia El Alegre, cuyo encargado señaló que dicha lagunita, que convocó a los hombres de Mansilla y que entonces, a fuer de oasis en aquellas tierras salitrosas, era punto inexcusable en el camino de Leuvuco, había desaparecido, aparentemente tragada por el monte de chañar y caldén, común en una zona que los mapuches designaban como Mamuelmapu (aproximadamente, tierra o pais del monte).

ESCENA DE CAMPO CA. 1890 SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS. COL. A.G.N.
ESCENA DE CAMPO CA. 1890 SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS. COL. A.G.N.

La siguiente parada era el monte de la Vieja, otro oasis al que Mansilla y su gente arribaron con cierta dificultad, ya que la rastrillada, dice el autor, cruzaba por un campo lleno de chanarcítos espinosos. Estos siguen proliferando, al punto de que el encargado de la estancia actual, también llamada Monte de la Vieja, nos previno contra los renuevos, que pueden pinchar los neumáticos. El pequeno grupo de órboles, descripto por Mansilla, se había convertido en un amplio bosque. Comprobamos que allí la antigua expedición de este se había transfundido, en la memoria popular, con la mucho más reciente de Mayol Laferrére, identificado para los lugareños con el militar y escritor del siglo pasado. Como suele suceder, la realidad superaba a la ficción… También pudimos comprobar que una de las estancias de la zona lleva el nombre del cacique Melideo (que significa cuatro ratones), cuya inusual obesidad comparó Mansilla nada menos que con la del autor del Martín Fierro. Melideo constituyó el mayor desafío que tuvo que afrontar Lucio V en la ceremonia de saludo, que exigía levantar en peso a cada uno de los anfitriones y dar, al mismo tiempo, grandes gritos.

Después del monte de la Vieja, los mapas nos llevaron a la estación ferroviaria de Lecueder, en (se supone) el antiguo paraje de Zorro Colgado. Vimos apenas tres o cuatro casas de propiedad estatal, que rodeaban la estación semiabandonada. Cuando Mansilla atravesó esos mismos campos, el ferrocarril formaba parte de la gran utopía del Progreso y era un arduo punto de conflicto con los indígenas; ahora, lugares como Lecueder son el símbolo de una etapa argentina concluida.

ENTRADA A LEUVUCO.
ENTRADA A LEUVUCO.

Después, acampamos en la estancia San Félix, donde debió de encontrarse la pequeña laguna Ushelo. Nos hallamos frente a una gran planicie en la que, probablemente, había habido agua días atrás (quedaba entonces sólo un hilo). Sobre el terreno podían advertirse las marcas blancas del salitre y las huellas del ganado y del ñandú. Empezamos a habituarnos al tÍpico paisaje de las lagunas de la zona: agua escasa (dada la época del año, pues se llenan más adelante, en enero y febrero, tiempo de grandes lluvias), una gran depresión salitrosa y húmeda que constituye su lecho vacío, rodeado por montes de chañar y caldén, que forman un círculo imponente, y, por sobre todo, la vibración del cielo, traspasado por aves que chillan y poblado de enormes nubes que lanzan a la deriva sus formas fantásticas.

Nuestra próxima meta, la laguna del Cuero, constituía, en el momento de la excursión de Mansilla, uno de los nudos estratégicos a los que convergían los caminos del desierto. El acceso nos resultó por demás intrincado; por el mal estado de las sendas, tuvimos que cruzar por el medio de la estancia San José pero, llegados al campo llamado El Cuero, se nos informó que el pasaje a la laguna homónima no pertenecía ya a la propiedad. Atisbamos, apenas. cañadones en que pastaba hacienda y debimos resignarnos a dar una enorme vuelta, que nos hizo dejar la provincia de Córdoba para entrar, por San Luis, en la gran estancia Las Lagunas. una de las más grandes de la zona, de 27.OOOha. previa pernoctación en el poblado puntano de Nueva Galia, en una noche tormentosa, acosados por una nube de cascarudos.

Ya estábamos en plena zona de los montes del Cuero, que se extienden, según escribió Mansilla, de norte a sur y de naciente a poniente; llegan al río Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes. Y agregó : No he visto jamás en mis correrías por la India, por Africa, por Europa, por América, nada más solitario que estos montes del Cuero. Leguas y leguas de árboles secos, arrasados por la quemazón; de cenizos que envueltas en la arena se alzan al menor soplo de viento; cielo y tierra: he ahí el espectáculo. Verdaderamente, aun en pleno verano el paisaje presentaba un aspecto por demás desolado y fantasmal: árboles quemados y retorcidos que contrastaban con los penachos blancos de la paja brava otorgaban al lugar la apariencia de un territorio nevado y desértico. La voz indígena que designa la paja brava, cortadera o paja de penacho -ranca o rancul- se relaciona con el gentilicio de los ranqueles, como lo señala Mayol Laferrére, y con Ranquil. lugar del Neuquén donde se concentraban numerosos mapuches. que fueron emigrando a la zona pampeana y. según Casamiquela, se mezclaron allí con querandíes y tehuelches septentrionales, a los que impusieron paulatinamente su cultura.

VALOR Y SIGNIFICADO DE UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES

Cuando, en 1870, Mansilla publicó por primera vez su texto, en el diario La Tribuna, en forma de folletín por entregas, según era común en la época, tal como aparecieron Facundo y Amalia, hizo algunos aportes notables a la literatura argentina. Ante todo, trajo a la representación literaria una nueva imagen del indio, que la poesía y la ficción solían dibujar como un ser feroz, prácticamente excluido de la condición humana. Sin idealizarlo, Mansilla presentó al ranquel como un prójimo próximo, en cabal posesión de su humanidad, y como productor de una cultura que podía enseñar lecciones valiosas a la arrogancia blanca y aplicar, incluso mejor que muchos sedicentes cristianos, la ley del Evangelio.

En segundo término, cambió también la imagen del gaucho, el ‘bárbaro de la montonera’, al que presentó dotado de nobles cualidades y susceptible de una paulatina incorporación al proceso civilizatorio. Mansilla respondió, así, tanto a la política ofensiva que propendía a la aniquilación del aborigen y desestimaba su posible transculturación, como a la inmigratoria a ultranza, que entonces propiciaba Sarmiento y que consideraba al país como una suerte de tabula raso en la que se podrían inscribir sin inconvenientes los hábitos de trabajo y los valores culturales de los inmigrantes (que, al final, no resultaron ser tan cultos ni tan pacíficos como lo imaginaba la clase dirigente de la época). Los estereotipos de civilización y barborie fueron sometidos en el libro de Mansilla a un agudo cuestionamiento, y hasta a una inversión. Incluso se transformó la topología de estos polos: la ciudad quedó asociada al reinado de las convenciones y las mentiras, de la contaminación y la corrupción y, en cambio, las vastas campañas resultaron el sitio de lo natural y lo espontaneo. de la seducción de la libertad. También criticó Mansilla las inexactitudes convencionales y retóricas en que cayeron poetas y hombres de ciencia de su tiempo al describir pobremente, siguiendo cartabones y lugares comunes, a la pampa, que no era una sino múltiple, y cuya variada riqueza muy pocos conocían, como él, de primera mano. La Excursión salió luego como libro, en dos tomos, en Buenos Aires. y en 1877 se publicó en Alemania, en una colección de autores de lengua española de la editorial Brockhaus, de Leipzig.

Los valores literarios del libro hallaron su mayor reconocimiento en la segunda mitad de nuestro siglo. Mientras vivió, Mansilla fue considerado más un personaje pintoresco de la vida política y militar que un gran escritor. Escandalizaba con sus salidas de enfant terrible, sus boutades ingeniosas y mortíferas, y se lo apreciaba como un genio de la Conversación (habilidad plasmada. literariamente por cierto, en su Entre-nos, o causeries del jueves. que reeditó en 1973 Solar/Hachette, Buenos Aires). Su prosa fresca y desenfadada, a menudo coloquial. no respondía a los cánones por los que se mantenía entonces la ‘alta literatura’. Se valoraba un estilo más recargado y elaborado, asociado con las representaciones de lo ideal y lo sublime que cultivaba la poesía romántica del momento. Pero esta nos parece hoy, en general, hueca y envejecida, mientras que la literatura de Mansilla, escrita al parecer con descuido y al correr de la pluma, responde mucho más a los gustos contemporáneos. por su falta de solemnidad y de empaque. y porque no ha perdido un ápice de su vitalidad y su penetrante dinamismo.

Cuando murió Mansilla en 1913, la afamada revista Nosotros le hizo un dudoso elogio fúnebre. Lo describió como un talento desperdiciado. disperso en fuegos de artificio y un dilettante de todo. La crítica literaria actual, en cambio, valora justamente la soltura y la desprejuiciada capacidad de observación que hacen de la Excursión uno de los libros fundamentales del siglo XIX y. sin duda, una obra perdurable de la literatura nacional.

Ya en la estancia Las Lagunas, luego de haber cruzado un espeso monte de chañares, nos encontramos en la planicie del Cuero, parcialmente inundada. Vimos el escenario descripto por Mansilla: un amplio bajo en el que se sitúa la laguna y, a su alrededor, los médanos elevados donde comienzan los grandes bosques. En esos montes espinosos, afirma el escritor, había pastos abundantes y agua que podía obtenerse sin demasiado trabajo. Por aquí soñaba el gobierno de Sarmiento con hacer pasar el ferrocarril, contra la voluntad del jefe ranquel Mariano Rosas, quien tenía bien guardados (y leídos por sus amanuenses blancos) los recortes del diario La Tribuna, en los que se hablaba de un proyecto que, como tantos otros, quedó en el tintero. Aquí vivía, también, el Indio Blanco, extraño personaje, tan blanco de piel como de apellido (Mansilla lo creía descendiente de la familia Blanco, de San Luis), que actuaba como Robin Hood en Sherwood, pero en provecho propio, pues no repartía sino con sus pocos secuaces el botín de sus correrías.

CAMPO EL CUERO
CAMPO EL CUERO

Al Cuero quiso llegar, sin lograrlo, la expedición de Emilio Mitre, que se perdió en el camino por falta de buen baqueano y resultó trágicamente diezmada, más por el laberíntico país del monte que por enemigos de carne y hueso. Si en los tiempos de Mansilla la laguna del Cuero era uno de los manantiales más codiciados de la zona, hoy su valor es escaso, ya que bien distribuidos molinos extraen agua para la hacienda, y ni cristianos ni ranqueles (extinguidos en el área, por otra parte) dependen de aquella para sustentarse en sus expediciones ecuestres. Su significado estratégico, claro está, tampoco cuenta, y nadie vigila desde los montes la eventual aparición de grupos de jinetes; pero aún describe, como entonces, un circulo de cien metros de diámetro, en el que las aves acuáticas beben el agua dulce, y sobre el cual el cielo, siempre mayor que la tierra, conforma el mejor espectáculo.

LAGUNA DEL CUERO
LAGUNA DEL CUERO

De vuelta en Nueva Galia, retomamos la ruta nacional 148 con el objetivo de llegar a la laguna La Verde, una de las más mentadas en la excursión de Mansilla. Pero los lugares por donde pasaba la antigua rastrillada están hoy tapados por el monte. Salimos de la ruta y, luego de varios desvíos, llegamos al campo de don Pedro Pildain, en cuyos médanos, oculta tras los árboles, debió de estar La Verde, que, cuando la conoció Mansilla, era uno laguna como de 300m de diámetro, profunda, adornado de árboles y escondida en la hoya de un médano que tendría 70 pies de elevación. Allí se apresur6 el coronel a bañarse, con el objeto de inspirar confianza a sus hombres y, sobre todo, a los indios, silo descubrían en ese lugar. La costumbre higiénica del baño al amanecer, practicada por los aborígenes y depositaria de una significación ritual y purificadora, no gozaba del mismo prestigio entre la tropa criolla, mucho menos afecta a las abluciones. Aunque Pildain también pudo bañarse en esas aguas muy verdes durante su infancia, hoy la laguna se halla cubierta por un espeso monte. Tampoco pudimos acceder, por similares razones, a las lagunitas conocidas en la época de Mansilla como Allíanco y Calcumuleu.

Por fin traspusimos el limite norte de la provincia de La Pampa y marchamos hacia la laguna Leuvuco, situada en la estancia San Juan, 40km al noroeste de la ciudad de Victorica.

LA LEYENDA DEL CUERO VIVO

La famosa laguna debe su nombre, al parecer, al cuero vivo de la mitología mapuche, cosa que seguramente ignoraba Mansilla. Se trataba de un monstruo imaginado como un cuero con uñas y garras, que solía envolver y arrastrar a desprevenidos bañistas al fondo de la laguna, con marcada preferencia por las mujeres agraciadas y jóvenes. Para defenderse, se aconsejaba recitar ciertos conjuros esgrimiendo ramas espinosas o armas con filo. Todavía en 1987, César Fernández recogió el testimonio del paisano Luciano Hueniful, de Aucapán, sobre una mujer de la localidad de Media Luna presuntamente atacada por el cuero mientras lavaba la ropa en un arroyo (Relatos y romanceadas mapuches, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 1990).

Al lado de esta laguna tenía sus tolderías Mariano Rosas y, por lo tanto, allí se hallaba el centro del imperio ranquel. Un imperio virtual, que no impresionó precisamente a Mansilla por sus apariencias: La morada de Mariano Rosas consistía en unos cuantos toldos diseminados y en unos cuantos ranchos, construidas por la gente de Ayala, en un corral y varios palenques. Leubuco es una laguna sin interés -quiere decir agua que corre: leubu, corre, y co, agua-. Queda en un descampado a orilla de una cejo de monte, en uno quebrado de médanos bajos. Los alrededores de aquel paraje son tristísimos, es lo más yermo y estéril de cuanto he visto; una soledad ideal. La laguna tiene forma de ocho, con un rizo hacia el oeste y el otro hacia el este y sus aguas son dulces y potables.

La importancia de Leuvuco era, sobre todo, estratégica, por ser un nudo de caminos que conducían hacia las tolderías del cacique Ramón, en los montes de Carrilobo; hacia las del cacique Baigorrita (ahijado del militar unitario Manuel Baigorria, exiliado veinte años entre los ranqueles), situadas a la orilla de los montes de Quenque; hacia las de Calfucura, en Salinas Grandes, y hacia la cordillera y las tribus mapuches (el llamado camino chilena). Este lugar y quienes conoció allí inspiraron a Mansilla sus páginas tal vez más lúcidas y profundas. Pensando en los habitantes de Leuvuco habló contra la civilización sin clemencia, y denunció la rígida dicotomía de civilización y barbarie (mostrando que los presuntos ‘bárbaros’ tenían no pocas cosas que enseñar a los sedicentes ‘civilizados’). Para él, la teoría positivista en boga, que proclamaba unas razas superiores a otras, no era sino una falacia instrumentada políticamente para justifícar el despotismo.

ESTANCIA LAS LAGUNAS
ESTANCIA LAS LAGUNAS

A la salida de la estancia San Juan volvimos a encontrarnos con el panorama del monte quemado, una de las características más típicas e impresionantes de este país de árboles que van cubriendo con avidez la superficie sólo aparentemente inhóspita de la tierra. Otra vez en la ruta nacional 148, nos dirigimos a Víctorica -la ciudad más antigua de La Pampa, aunque la mayoría de los edificios sean de construcción moderna- y, desde allí, otra vez a Buenos Aires, por la ruta 5, con Trenque Lauquen como última parada con significación histórica. Habíamos cumplido no sólo un viaje en el espacio (en total, unos 2300km) sino, sobre todo, un viaje hacia la comprensión del tiempo.

Cabe preguntarse qué fue de Mansilla después de la excursión, por la que, casi exclusivamente, se lo recuerda, y de sus nuevos y fugaces amigos ranqueles. El carácter rebelde, independiente y quisquilloso de Mansilla lo alejó de la vida de cuartel. Cuando regresó, debió afrontar un juicio por un asunto formal: había ordenado el fusilamiento del soldado desertor Avelino Acosta, de acuerdo con la ley militar, pero sin informarlo previamente a la autoridad superior. Seguramente hubiese salido bien librado, de no haber remitido cartas insolentes al ministro de Guerra. Fue sancionado con pase a disponibilidad y suspensión de su sueldo por un año; luego retornó, sobreseído, a la milicia activa, pero ya sin mando de tropas.

NUEVA GALIA, SAN LUIS
NUEVA GALIA, SAN LUIS

Lo absorberá de lleno, aunque sin mucho éxito, la pasión política: será diputado y diplomático y, en ciertos períodos, arrastrado por los vientos progresistas del roquismo, parecerá haber olvidado su defensa de la peculiaridad cultural aborigen. Sin embargo no fue así. Ya viejo, en su casa de París, quiso mostrarle una tarde a su ¡oven amigo Miguel Angel Cárcano la prenda que más quería: el poncho araucano que recibiera como regalo, tejido por la mujer principal del cacique Mariano Rosas. Pero, aunque cuidadosamente guardado en una caja envuelta con cintas de seda, habla sucumbido a la polilla. Derrumbándose en un sillón, el viejo Lucio V., que habla visto partir antes que él a sus cuatro hijos y a sus contemporáneos más queridos, estalló en profundos sollozos.

Los ranqueles se dispersaron luego de la conquista de Roca. Murió Mariano, aún joven, en 1877. Lo sucedió su hermano Epumer, que no suscitó el mismo respeto entre los suyos. Los que no cayeron muertos o cautivos huyeron hacia el sur y hacia Chile. Hoy sólo queda un grupo de ranqueles en la población pampeana de Emilio Mitre. Lo que sus antecesores dejaron resulta casi imperceptible para la mirada de una civilización que mide los logros humanos, sobre todo, por los éxitos técnicos y materiales: apenas algunos cantos y danzas; instrumentos musicales, tejidos y alhajas de plata; mitos y cuentos; viajes al país de los muertos desde un árbol sagrado, y algunos poemas que nos recuerdan -en estos tiempos ecológicos- hasta qué punto se sentían, no ya los dueños y expoliadores, sino las criaturas de la tierra: Toda la mapu es uno sola alma, somos partes de ella. No podrán morir nuestras almas. Cambiar, sí que pueden, pero no apagarse. Una sola almo somos, como hay un solo mundo.

Lecturas Sugeridas

BAIGORRIA, M., 1868, Memorias, Solar/Hachette (1975), Buenos Aires.

CASAMIQUELA, R., 1990, ‘Los pueblos indígenas’, CENCIA HOY, 7:18-28.

POPOLIZIO, E., 1954, Vida de Lucío V. Mansilla, Peuser; Buenos Aires.

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Maria Rosa Lojo

Maria Rosa Lojo

CONICET

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