Educación Universitaria y Capacitación Profesional

Desde sus lejanos orígenes medievales, las universidades se han dedicado, simultáneamente, a la actividad académica, es decir, a crear y transmitir conocimiento, y a capacitar a los estudiantes para desempeñarse en ciertas profesiones que se ejercen fuera de los claustros. Como los universitarios siempre han sido gente discutidora, están debatiendo desde entonces la importancia relativa de ambos propósitos y buscando, en el mejor de los casos, la manera de hacerlos coexistir, y en el peor, que uno desplace, relegue o elimine al otro. Cuando, por ejemplo, en la década de los años veinte la universidad de Harvard decidió crear su escuela de administración de empresas (la actual Harvard Business School, prestigiosísima en los medios empresarios y menos admirada por los académicos de otras disciplinas), se planteó una discusión seria sobre cuál podía ser su lugar en la entonces casi tricentenaria institución (e incluso si debía tener uno). Nada menos que Alfred North Whitehead salió en defensa de la iniciativa cuando escribió: …las escuelas de administración representan uno de los desarrollos más nuevos de la actividad universitaria… [pero su novedad] …no debe exagerarse. En ningún momento las universidades se restringieron al puro conocimiento abstracto. La universidad de Salerno, en Italia, la más temprana de las europeas, estuvo dedicada a la medicina. En Inglaterra, en 1316, se creó un colegio en Cambridge para el propósito especial de proporcionar ‘funcionarios para el servicio del Rey’. Las universidades han entrenado al clero, médicos, abogados, ingenieros. La administración […] encaja bien en la serie.

El mismo panorama caracteriza la historia y situación presente de la universidad argentina, que, en toda su trayectoria –lo mismo que hoy–, se ha visto fuertemente inclinada al entrenamiento profesional. Antes, este estaba dirigido, sobre todo, a las llamadas profesiones tradicionales (abogacía y medicina, en primer lugar, y luego, sucesivamente, ingeniería, arquitectura, bioquímica y farmacia, agronomía y veterinaria, ‘ciencias’ económicas); ahora se agrega toda la constelación de carreras nuevas, carreras cortas, estudios con ‘pronta salida laboral’, etc. La cultura universitaria nacional predominante siempre estuvo teñida por estas circunstancias, con periódicas irrupciones de voces discordantes que reivindicaron una visión de tipo académico, tanto en variantes más cercanas a la tradición clásico-humanística occidental como a la que, desde la gran innovación de Wilhelm von Humboldt cuando creó la universidad de Berlín, en 1809, puso su mira en la investigación científica. Entre esas voces y sus acciones resultantes podrían citarse, a título de ejemplo, la creación de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA; la de la universidad de La Plata y su adscripción a la ciencia alemana de principios de siglo; la Universidad Nacional del Sur, y la independización de la facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA a partir de 1958. Se podrían encontrar ejemplos contemporáneos limitados en las últimas universidades nacionales, y, tal vez, en ciertas universidades privadas.

Sin duda, muchos lectores reconocerán en estas diferencias de enfoque las causas de algunos conflictos políticos que les ha tocado vivir en la universidad argentina. Pero el propósito de este editorial no es dar una visión histórico-interpretativa de la situación presente de esta, sino sugerir que el reconocimiento explícito de la realidad descripta ayudaría a encarar mejor la conducción global de la política universitaria en el país y a abordar algunos de sus actuales dilemas.

La ministra de Educación, por ejemplo, trajo recientemente al debate algo que literalmente ocasionó más de una batalla en otros tiempos y no dejaría de hacerlo nuevamente: la posibilidad de que, para alguna carrera, se establezca un benéfico o fatídico (según quien lo mire) numerus clausus, un cupo de ingreso en esos estudios, lo que se suele justificar, en la versión considerada más progresista, con el argumento de que no se deben gastar recursos en formar profesionales que la sociedad no necesita y no empleará, y en el razonamiento más conservador, con el de que la universidad está equipada para atender cierto número de estudiantes y no más.

La señora Decibe ha planteado una cuestión sumamente importante, y si bien uno se queda con la impresión de que tiende a adherir a la primera de las mencionadas líneas de argumentación, no ha hecho explícitas las premisas en que basa su pensamiento ni explicado en detalle sus conclusiones. Se podría fácilmente tomar partido a favor o en contra de la tesis ministerial echando mano, respectivamente, a ciertos conocidos argumentos de las derechas o las izquierdas más dogmáticas. Pero en vez de emprender esa estéril ruta convendría, quizá, examinar el asunto a la luz de la distinción que estamos planteando. Porque si puede no ser descabellado pensar que debería existir un límite al número de abogados que se formen (substituya el lector la palabra ‘abogados’ por el nombre de su profesión favorita o aborrecida), nos arriesgamos a afirmar que nadie en su sano juicio defendería la tesis de que hay que reducir el de personas que reciben educación universitaria, entendida esta en términos académicos. En otras palabras, en una sociedad moderna no puede haber otro objetivo que extender todo lo posible la educación universitaria, cosa que nada tiene que ver directamente con capacitar gente para ejercer determinadas profesiones. La pregunta formulada por la ministra carece de sentido y no puede sino rechazarse enérgicamente si se refiere a dicha educación concebida como formación académica (cosa que, tenemos pocas dudas, no estaba en su mente); es, posiblemente, algo que habría que encarar de alguna manera si se refiere a capacitación profesional (sólo que, en nuestra opinión, quienes deben hacerlo no son tanto las universidades sino otras instancias de la sociedad).

La distinción entre educación universitaria y capacitación profesional parece igualmente útil para analizar otro tema no menos encarnizadamente controvertido: el arancelamiento de los estudios en la universidad pública. Sin querer entrar aquí en la polémica ni tomar posición, nos parece oportuno sugerir que no es razonable poner en pie de igualdad, en lo que al debate arancelario respecta, a cursos o ciclos que apuntan a proporcionar educación universitaria con otros que tienen por objeto capacitar para ejercer profesiones lucrativas. La distinción no es, por cierto, absoluta, porque todo curso o carrera tiene un componente de ambas cosas, pero arroja una luz distinta sobre la espinosa cuestión. También resulta relevante para resolver asuntos relacionados con diversas iniciativas que integran la política educativa del gobierno, como las tareas de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), el Fondo para el Mejoramiento de la Calidad de la Educación (FOMEC), las becas para estudiantes de familias pobres, que se acaban de instaurar, y el programa de incentivos para investigadores universitarios.

Del mismo modo, la diferencia permitiría sugerir reformas curriculares que redundarían en un mejor uso de los recursos y un incremento de la productividad de las instituciones, como por ejemplo, articular mejor los estudios de grado con los de postgrado por la vía de orientarlos con más precisión al objetivo que se desea alcanzar; acortar los primeros (por ejemplo, a cuatro años para las carreras mayores) y definir en sus programas ciclos básicos o iniciales de contenido amplio e índole predominantemente académica (dos años para dichas carreras), seguidos de ciclos específicos, de orientación académica o profesional según haya elegido el estudiante. Por cierto, a quienes busquen adquirir en poco tiempo destrezas laborales particulares, cabría encaminarlos desde el inicio a estudios profesionales, pero también aclararles que están dejando de lado los aspectos académicos de su educación, con dos probables consecuencias: excluirse de la compañía de las personas mejor formadas de la sociedad y disminuir sus posibilidades de progreso profesional en plazos más largos.

Sea como fuere, no se debe olvidar que sin una formación académica básica y sin un enfoque académico de la educación profesional, estrictamente, no puede llamarse a la capacitación que alguien haya recibido, universitaria, independientemente de que la institución en que la haya adquirido sea denominada, por sí o por la sociedad, universidad. No afirmamos esto para postular la expulsión de determinados estudios de las instituciones que llevan ese nombre en la Argentina, sino para entendernos, y para que la sociedad en general comprenda de qué se trata. Lo que caracteriza un ambiente académico (y una educación académica) es su visión universal y no utilitarista del mundo del saber y su participación en el proceso de adquirir nuevo conocimiento –no nuevo para el alumno sino para todos–, proceso para el que es necesario que los estudiantes se familiaricen con las distintas disciplinas básicas y que los profesores, en contacto con el estímulo de mentes jóvenes, investiguen (o, si se prefiere, produzcan nuevas ideas). Admitamos y asumamos las consecuencias de que, en vastos sectores de la universidad pública argentina y en casi toda la privada, hoy, eso no suceda; no nos engañemos ni engañemos a la gente mirando para otro lado, buscando excusas o, peor aún, inventando teorías que lo justifiquen. No lo podremos cambiar de la noche a la mañana, pero comencemos por pensar con claridad, llamar las cosas por su nombre y esforzarnos por encontrar la buena senda.

Artículo anterior
Artículo siguiente

Artículos relacionados