A 25 años del ‘affaire Sokal’: ciencia, imposturas y condicionamientos

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Se han cumplido ya veinticinco años del experimento realizado por el físico norteamericano Alan Sokal, quien logró en 1996 que su artículo deliberadamente paródico sobre ‘hermenéuticas transformadoras de la gravedad cuántica’ fuera aceptado y publicado por la revista Social Text de la Universidad de Duke. El objetivo de Sokal era probar la existencia de ‘imposturas intelectuales’ y determinantes ideológicos dentro de las ciencias sociales que reproducían dinámicas perniciosas para el desarrollo científico y, naturalmente, afectaban la calidad de la producción académica. Ciencia Hoy advirtió la importancia del asunto y se ocupó inmediatamente de él con sendos comentarios escritos por Miguel de Asúa en 1996 (N.º 36), 1997 (N.º 43) y 2001 (N.º 64) –además de la entrevista realizada por el propio Asúa (N.º 47) cuando Sokal visitó nuestro país en 1998. Por eso, desde la revista se planteó la necesidad de realizar un balance de la cuestión y calibrar la vigencia de los problemas por entonces planteados en la década de 1990.

A simple vista, el ‘affaire Sokal’ podría parecer un nuevo episodio de la antigua ‘batalla de las artes’; nos referimos a la tensión tradicional entre las humanidades y las ciencias exactas y naturales. En efecto, así lo percibieron varios de sus críticos, por las objeciones de Sokal a la superficialidad con que prestigiosos pensadores hacían uso de concepciones propias de la física o las matemáticas. Sin embargo, su experimento no responde a esa lógica binaria. Difícilmente, asimismo, podría ser reducido (o más bien promovido) a una expresión de la disputa secular dentro de la filosofía occidental entre realismo e idealismo. El dilema no responde tampoco a una querella política entre ‘izquierdas’ y ‘derechas’, considerando que, al igual que muchos de sus partidarios, el propio Sokal se define a sí mismo como un clásico whig o left-liberal en sus compromisos públicos. Finalmente, no representa una disputa entre tradiciones de pensamiento anglosajonas y continentales.

La lectura de Asúa dio en el clavo: ‘La «broma» de Sokal ha levantado maremotos de tinta fresca porque, directamente o por alusión, toca puntos sensitivos donde se entrecruzan cuestiones filosóficas de fondo (la posibilidad del conocimiento, la naturaleza de la ciencia, las relaciones entre ciencias humanas y naturales), asuntos sociológicos (la organización académica, el presupuesto de la investigación, la existencia de «estilos nacionales» de saber), y cuestiones ideológico-políticas’. En definitiva, el experimento puso de manifiesto un problema transversal, tal vez más circunstancial pero no menos urgente: los condicionamientos ideológicos y las consecuencias lógicas y prácticas del relativismo cognitivo, según el cual la realidad física es sencillamente un constructo social y lingüístico –o bien una variable subjetiva, no objetiva–. Esta premisa, reducida al absurdo –como lo hace su artículo–, podía conducir a afirmaciones de carácter irracionalista como, por ejemplo, que una ciencia ‘liberadora’ solo sería posible mediante una ‘profunda revisión del canon de las matemáticas’.

La conclusión de Sokal era que el relativismo cognitivo que percibía en el medio académico respondía menos a una honesta toma de posición epistemológica que a una agenda política y a una ‘arrogancia intelectual’ que interfería con la transparencia y la objetividad necesarias para la investigación científica. Desde su punto de vista, esta era la razón por la cual su artículo disparatado, publicado por decisión editorial de la revista Social Text, no había sido enviado a evaluar debidamente por expertos. Más concretamente, Sokal afirmaba que la revista había publicado su artículo simplemente porque su conclusión resultaba funcional a ciertos principios ideológicos, esto es, que ‘el contenido y la metodología de la ciencia posmoderna provee un fuerte apoyo intelectual al proyecto político progresista’. En efecto, ‘no sintieron la necesidad de analizar la calidad de la evidencia, la coherencia de los argumentos o siquiera su relevancia en el desarrollo de la conclusión’. Por eso, este experimento provocó y anticipó intensos debates que hoy continúan vigentes, y tal vez incluso en mayor escala.

Veamos los ejemplos más recientes. En octubre de 2021, la revista Higher Education Quarterly publicó –y en seguida retiró– un artículo intitulado ‘Donor money and the academy: Perceptions of undue donor pressure in political science, economics, and philosophy’. A pesar de adolecer de groseras imprecisiones estadísticas, sus conclusiones ratificaban con énfasis y entusiasmo las posiciones ideológicas de la revista. Sus supuestos ‘autores’ eran los heterónimos ‘Sage Owens’ y ‘Kal Avers-Lynde III’, cuyas iniciales formaban el acrónimo SOKAL, a quien aspiraban a homenajear, a pesar de los reparos que el propio Sokal les había manifestado sobre la eficacia de este nuevo experimento.

Algunos años antes, entre 2017 y 2018, Peter Boghossian, James A. Lindsay y Helen Pluckrose –investigadores en filosofía, matemáticas y letras, respectivamente–, llevaron a cabo una verdadera empresa ‘sokaliana’ de gran escala, llegando a enviar con seudónimos unos veinte artículos cuyo denominador común era la utilización de evidencia falsa con el objetivo de arribar a conclusiones que ratificaran puntos centrales del relativismo cognitivo en torno de una agenda política anclada en el llamado progressivism. Los campos de las ciencias sociales apuntados eran los llamados Cultural Studies, que incluyen la teoría poscolonial, los estudios de género y queer, la teoría crítica de la raza y el llamado feminismo interseccional. Boghossian, Lindsay y Pluckrose, ellos mismos liberal–leftists, definieron a estas expresiones de los Cultural Studies como Grievance Studies, lo cual podría traducirse como ‘estudios del agravio’. La ferocidad de las respuestas fue similar a la recibida por Sokal veinte años antes, no por casualidad se conoce a este caso también como un ‘Sokal al cuadrado’.

Estos son solo algunos de los tantos textos que lograron atravesar instancias de referato en los últimos años. Todos ellos, además del absurdo, priorizaban una agenda ideológica por sobre la rigurosidad metodológica y la precisión argumentativa. Su inspiración ha sido Sokal, quien tras su experiencia publicó dos libros detallando los pormenores del acontecimiento y las perspectivas de su descubrimiento: Impostures intellectuelles (París, 1997, en coautoría con el físico Jean Bricmont) y Beyond the Hoax (Oxford, 2008). Sokal admitía allí haberse inspirado en los libros Science and Relativism (Chicago, 1990), del epistemólogo Larry Laudan, y Higher Superstition: The Academic Left and Its Quarrels with Science (Baltimore, 1994) del biólogo Paul R. Gross y del matemático Norman Levitt. Estos últimos tomaron nota y en 1998 escribieron un nuevo prefacio donde celebraban la ruptura de la ‘inmunidad’ de la que hasta entonces habían gozado aquellas perspectivas que socarronamente llamaban do–it–yourself epistemologies. La aparición ese mismo año de la obra colectiva publicada por Oxford University Press, A House Built on Sand: Exposing Postmodernist Myths About Science, con un artículo del propio Sokal, editado por la epistemóloga Noretta Koertge, parecía cristalizar una suerte de ‘partido sokaliano’. Veinticinco años después, uno podría preguntarse si Gross, Levitt et al. no fueron demasiado optimistas en su pronóstico.

Sinteticemos someramente la posición del ‘partido sokaliano’. Uno de sus argumentos prácticos es que asumir la realidad como una construcción estrictamente subjetiva y social tiene efectos inmediatos y de evidente demostración: así como la experiencia y la teoría de Newton son suficientes para disuadirnos de arrojarnos desde una ventana –como Sokal invitaba a hacer a quienes sostuvieran que la realidad física era una mera construcción social–, un método sólido nos impide aceptar la verdad relativa del paradigma geocéntrico de Ptolomeo, debido a la contundencia de las observaciones geográficas y astronómicas. El optimismo no se sostenía solo en la demostración empírica sino también en la convicción de que no hay arma más decisiva que el humor, y eso había hecho Sokal, demoler el solemne castillo de arena relativista con una simple broma. Sin embargo, los experimentos de tipo sokaliano de los últimos años revelan que solo vemos la punta de un iceberg: el entorno académico sigue produciendo y reproduciendo material de dudoso rigor pero con la suficiente transparencia ideológica como para alimentar su promoción. 

Ahora bien, ¿esta dinámica se reproduce sin cesar? La respuesta es ambigua: una visión optimista (y tal vez un tanto desalentadora) diría que este tipo de fenómenos (el relativismo cognitivo en ambientes académicos que se suponían inmunes) se presenta con regularidad y periodicidad, si es que no está siempre, irremediablemente, presente. ¿Sería exagerado afirmar que el relativismo de nuestros días facilita la adaptación de verdades a cierto tipo de consignas ideológicas? Sokal lo lleva al campo práctico de la política y advierte: ‘La simpatía con las motivaciones (políticas o de cualquier índole) de un autor no pueden constituir nunca una razón válida para aceptar sus argumentos; con el mismo criterio, la oposición a aquellas motivaciones no puede constituir tampoco una razón válida para rechazarlos; los argumentos deben ser analizados por ellos mismos’.

Recordemos extremos y trágicos precedentes. No es baladí que dos premios Nobel como Philipp Lenard y Johannes Stark, por entonces ya fervorosos adherentes al nazismo, hablaran de ‘física alemana’ en contraposición a la ‘física judía’ y que, desde ese lugar, desestimaran la teoría de la relatividad, con las consecuencias que esto tuvo para el futuro inmediato de la ciencia alemana. Por su parte, el distinguido físico británico John Desmond Bernal defendía las irracionalidades del biólogo (y comisario político) Trofim Lysenko, que le costaron la libertad y la vida a varios talentosos científicos soviéticos, entre ellos al gran agrónomo, botánico y genetista Nikolai Vavilov; además del daño profundo que el ‘lysenkoísmo’ produjo en la agricultura soviética, provocando millones de muertes. Es decir, el irracionalismo actual en ambientes académicos responde al mismo tipo de fenómeno: intentar forzar la evidencia de modo tal que se adapte a modelos ideológicos preestablecidos.

Desde un punto de vista más pesimista, puede constatarse entonces que el relativismo cognitivo y sus derivaciones irracionalistas se ha profundizado en sus campos de origen y se ha expandido hacia otras áreas donde más difícil parecía la inserción de sus premisas. Protegidos por reivindicaciones éticas, ciertas instituciones exigen, para garantizar el progreso de una carrera académica, o bien adherir a determinadas consignas o bien adoptar sencillamente un superficial conformismo –abandonando ipso facto una condición necesaria para el trabajo científico–, el pensamiento crítico y autónomo. Esto parece sugerir el experimento llevado a cabo en el Imperial College de Londres en 2012 por Stephen McGann, Emma Houghton–Brown y Haralambos Dayantis, quienes mostraron con qué facilidad se podía convencer –o alentar el conformismo– a sus estudiantes cuando se los exponía a farsas presentadas como verdades científicas avaladas por un supuesto consenso institucional, tal vez como una extensión sutil del célebre experimento de Stanley Milgram en los años 60.

Todo esto nos conduce a una cuestión aún más amplia: las irracionalidades, la deshonestidad intelectual, el desprecio o la subestimación de la metodología de la investigación científica, las afirmaciones sin evidencias, percolan en la sociedad más allá de los claustros. Entornos académicos que priorizan inferencias subjetivas sobre los fenómenos por sobre el trabajo con evidencias lógicas, materiales y estadísticas y reproducen ideas deliberadamente imprecisas y carentes de transparencia metodológica eventualmente socavan la rigurosidad y la autonomía intelectual de la opinión pública. Podríamos preguntarnos, siguiendo este enfoque, si acaso existen las llamadas fake news o simplemente responden a otra concepción (subjetiva) de la verdad.

La eficacia de un argumento descansa en una simple premisa: sus supuestos tienen que ser transparentes. Un supuesto ambiguo (u oculto) debilita naturalmente la eficacia, la legitimidad y la viabilidad de la conclusión. El conocimiento científico requiere, entonces, argumentos que no dependan únicamente de la coherencia interna del enunciador, así como es preciso que los principios sobre los cuales formulamos juicios puedan ser puestos a prueba. Solo así se constituye una forma de conocimiento capaz de aspirar no solo a la racionalidad relativa (a la mera coherencia) sino también a la verdad. Sokal así lo confirmaba: ‘Sean el blanco de mis objeciones los posmodernos de la izquierda, los fundamentalistas de la derecha o los ineptos sin importar su identificación política, el mensaje es el mismo: la claridad de pensamiento, combinada con un respeto por la evidencia –especialmente evidencia inconveniente e indeseada, que desafía nuestras preconcepciones–, son cruciales para la supervivencia de la especie humana en el siglo XXI’.Las circunstancias actuales parecen confirmar la precisión del diagnóstico y la urgencia del pronóstico. 

Pablo Miguel Jacovkis
Santiago Francisco Peña
Enero de 2022

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