Cooperación científica internacional, un caso con larga historia: Francia y la Argentina

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La investigación científica, como se viene concibiendo y ejerciendo durante por lo menos dos siglos, es un esfuerzo colectivo e internacional. En cada rama del conocimiento, un grupo de figuras de primera línea trabaja en instituciones dispersas en muchos países, los que ya no se restringen a los de mayor desarrollo económico. Ese grupo de referencia de la disciplina interactúa de modo permanente, da a conocer sus estudios en las mismas revistas científicas de circulación mundial, visita los centros o laboratorios de sus pares, se encuentra regularmente en congresos y seminarios y, en las últimas décadas, está en cotidiana comunicación electrónica. De estas circunstancias se derivan muchas de las prácticas aceptadas (y celosamente defendidas) por los integrantes de la comunidad científica.

Entre esas prácticas está, por ejemplo, la de usar una misma lengua para sus intercambios y publicaciones, la que en estos tiempos es dominantemente el inglés, aunque puede haber algunas excepciones por disciplina y publicaciones complementarias en otros idiomas. Otra práctica importante es someter la producción científica a evaluación y crítica continuas en un ámbito internacional, una tarea en la que las mencionadas revistas de circulación en ese ámbito cumplen un cometido importante en cuanto a control de calidad, pues solo incluyen en sus páginas trabajos que hayan sido aprobados por árbitros independientes y reconocidos, en un procedimiento cuidadosamente regulado, conocido como revisión por pares (peer review).

A lo anterior se suma un complejo conjunto de formas institucionales que permiten instrumentar la actividad, empezando por asignarle el dinero necesario. Entre esas formas se cuentan, por ejemplo, los intercambios de estudiantes de posgrado e investigadores posdoctorales, la dirección compartida de doctorados, los investigadores visitantes y las investigaciones realizadas en colaboración. En el funcionamiento de ese sistema de cooperación científica internacional se pueden distinguir dos modalidades. La primera, que tiene el carácter de condición necesaria, es la acción de los propios investigadores y sus estudiantes, los únicos que pueden llevar a cabo las actividades. Su intervención abarca también la de los institutos o centros en los que investigan, conducidos por integrantes del mismo grupo. Esa acción se ve facilitada por la posibilidad de recibir ayuda financiera, normalmente otorgada en forma competitiva, de una variedad de fuentes públicas y privadas.

Para los investigadores de algunos países, en especial los Estados Unidos, el sistema funciona casi exclusivamente así, es decir, la cooperación es el resultado de acuerdos entre investigadores establecidos a iniciativa de ellos mismos, sin una coordinación centralizada. Pero en otros países, a lo anterior, que siempre está presente, se suma otra modalidad: una acción gubernamental que diseña programas, los dota de medios y los ofrece a los investigadores. Esto es más frecuente en el ámbito europeo, y muy especialmente en Francia, pero también en Alemania, España o Italia.

La inserción de la Argentina en la cooperación científica internacional es todo lo antigua que se puede esperar en un país de organización relativamente reciente. En líneas generales, se podría afirmar que durante el primer siglo de vida independiente del país, esa colaboración fluyó casi exclusivamente en un sentido, de Europa (y en algún raro caso de los Estados Unidos) hacia acá, y tomó sobre todo la forma de transferencia de conocimientos y capacidades, de maestro a alumno, por así decirlo. No eran raros los casos de personalidades destacadas del mundo académico europeo que terminaron estableciéndose definitivamente en la Argentina e instalando alguna rama de la ciencia moderna en al país, como el prusiano Hermann Burmeister en el Museo de Ciencias Naturales. Y campos enteros del saber operaron en algunos momentos en la Argentina como trasplantes del hemisferio norte, por ejemplo, la medicina francesa y la física alemana hacia comienzos del siglo XX.

Con el andar del tiempo, sin embargo, la relación se hizo más simétrica, además de más compleja en sus formas y numerosa en sus participantes, al punto de que posiblemente hoy haya más académicos nacidos y formados en la Argentina en posiciones destacadas en el hemisferio norte que lo inverso. Ejemplos son (para solo mencionar personas ya fallecidas que actuaron en las últimas décadas) el bioquímico César Milstein en Cambridge, el matemático Alberto Calderón en Chicago, el historiador Tulio Halperín Donghi en Berkeley y el neurobiólogo Hersch Gerschenfeld en París.

Este marco arroja luz sobre la relación académica entre Francia y la Argentina, que constituye un buen ejemplo de cómo opera lo anterior y tiene larga historia desde los albores de la República. Incluyó episodios tempranos, como la presencia de naturalistas de la talla de Aimé Bonpland, que llegó al Plata en 1817 y permaneció en América −incluidos veinte años en Santa Ana, Corrientes− hasta su muerte en 1858, y Alcide d’Orbigny, que estuvo por estas tierras hacia fines de la década de 1820. Como antecedente en el otro sentido se puede citar la visita de Florentino Ameghino en 1878 a Francia, donde en 1889 publicó su gran trabajo Contribución al conocimiento de los mamíferos fósiles de la República Argentina en colaboración con el zoólogo francés Paul Gervais.

En tiempos más recientes, en 1964, en ocasión de la visita que hizo Charles de Gaulle, entonces presidente de Francia, a Buenos Aires, los gobiernos de ambos países firmaron un convenio de cooperación cultural, científica y técnica cuyo amplio espectro de acciones, como se deduce de su nombre, incluía la investigación pero iba bastante más allá de ella y abarcaba, por ejemplo, el área completa de formación universitaria de posgrado. Los vínculos así establecidos facilitaron, entre otras cosas, que muchos académicos, que emprendieron el camino al exilio cuando la intervención de las universidades nacionales en 1966 y en 1974, y por las persecuciones y la violencia de la década entre 1973 y 1983, eligieran a Francia como país de destino, con la consecuencia de que un número no menor terminó desempeñando un papel significativo en la ciencia francesa, que los conoce como ‘la generación pionera de investigadores argentinos’ en ese país.

Los vínculos así cementados condujeron a que hoy estén activos más de cien proyectos de investigación conjunta y se realicen cientos de visitas anuales de investigadores de un país al otro. Francia es así en estos momentos uno de los mayores socios académicos de la Argentina.

Acciones recientes del gobierno argentino también están contribuyendo a fortalecer la cooperación científica internacional, tanto con Francia como con otros países. Entre ellas se destaca el programa Raíces, que fomenta la vinculación de grupos de trabajo locales con investigadores argentinos residentes en el extranjero y financia, entre otras cosas, estadías cortas de trabajo de ellos en el país. Un complemento muy interesante es el premio Leloir, que se concede a investigadores extranjeros cuya labor haya contribuido a fortalecer los vínculos académicos entre ambas comunidades científicas.

Asimismo, se han puesto en marcha programas específicos para facilitar la movilidad de los investigadores y para apoyar la formación de sus discípulos, con cientos de proyectos subvencionados y la participación de varios miles de científicos. Esos programas se extienden a las ciencias biológicas, exactas, humanas y sociales, así como al campo de la salud. También se han conformado redes regionales franco-sudamericanas en información, comunicaciones, matemáticas e ingeniería.

Entre las áreas que están explorándose para cooperación adicional con Francia se pueden citar la biodiversidad, con convenios entre los museos de ciencias naturales de los dos países para realizar estudios de la fauna abisal marina, la ecología costera y desarrollar la acuicultura en regiones costeras marinas. Está asimismo la puesta en marcha de algunos centros o laboratorios franco-argentinos, como los relacionados con ciencias de la información y de sistemas, neurociencias, física, mecánica de fluidos, el clima y sus repercusiones, sistemas agroalimentarios localizados y nanociencias.

La cooperación internacional, de la que hay otros ejemplos además del de Francia sobre el que nos hemos detenido aquí (los recientes acuerdos con la Sociedad Max Planck, que incluyen establecer laboratorios en la Argentina vienen a la mente), es una faceta de una actividad pujante que ha retomado las mejores tradiciones del país e induce a mirar con confianza el futuro.

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